¡La banca siempre gana! Helena Resano
Un ministro tiene a su disposición un puñado de puestos de libre designación. El número depende del tamaño de su Ministerio, porque no es lo mismo Defensa, Justicia, Interior, Exteriores o Fomento (ahora Transportes y Movilidad), con varias secretarías de Estado y decenas de miles de funcionarios dependientes, que Vivienda o Inclusión Social, que tienen estructuras mucho más pequeñas. El resto del personal son funcionarias y funcionarios que han aprobado una oposición o han accedido a su puesto por vías similares.
Uno de los activos mayores del Estado de Bienestar consiste precisamente en la “institucionalidad”: es decir, que la Administración está a salvo de arbitrariedades políticas, de purgas, represalias y favoritismos masivos. De modo que cuando se produce un cambio de Gobierno hay una legión de trabajadores estables que se encargan del traspaso: los técnicos en administración civil que preparan los dosieres, los que hacen las cuentas, los oficiales que cuidan de los edificios, los conserjes y conductores que aseguran la fluidez del servicio, los guardias civiles y policías que garantizan la seguridad…
A diferencia de lo que sucede en lugares con menos institucionalidad, aquí no puede llegar un ministro y arramplar con todo, como con frecuencia sucede en algunos países de América Latina, por ejemplo. Allí ser político es un ejercicio de alto riesgo: es probable que, en ausencia de estructuras estables, el Gobierno nuevo termine por encarcelar al anterior por venganzas partidistas, lo que a su vez genera altos niveles de corrupción –como si el alto coste de estar en el puesto diera legitimidad para robar lo que se pueda mientras se ocupa– y mucha desafección política entre la población. Europa y Norteamérica han encontrado una fórmula bastante virtuosa, aun con sus limitaciones: una amplia función pública ejercida por servidores que tienen su puesto garantizado gobierne quien gobierne.
En España, la Ley asigna a una ministra o ministro un Gabinete formado por cinco asesores y un director o directora. Para los secretarios de Estado el número es de tres asesores. Eso es lo que hay. Ni más ni menos. Puede nombrar entre ellos a su prima, a su hijo o a una colega sin estudios. Suelen nombrar a un asesor parlamentario que les ayude en las relaciones con las Cortes, que preparen las intervenciones y hagan seguimiento de las iniciativas legislativas. Contratan a especialistas en los asuntos más relevantes del momento, quizá una ingeniera, o un experto en Derecho o en Relaciones Internacionales o en Comunicación. Cinco (o tres) asesores y ninguno más. Con el perfil que deseen.
Los asesores de Gabinete vienen a cobrar unos 3.000 euros netos en 12 pagas mensuales y el director unos 4.000. Los salarios son públicos y minuciosamente fiscalizados. El asesor de libre designación es temporal por definición y cesa cuando lo decide el ministro sin necesidad de justificación. A la vista está que no son precarios, pero también que sus condiciones están lejos de ser paradisíacas.
Puede haber entre los asesores, incompetentes, indeseables y corruptos (como los hay entre los médicos, los taxistas o los militares), pero haríamos un flaco favor a la democracia atribuyendo al conjunto las tropelías excepcionales de unos pocos
En algunos casos –muy pocos– a los asesores se les ofrece además un puesto en el Consejo de alguna empresa pública. Esos consejos (unos 1.000 euros al mes), o “consejillos” (en empresas menores, unos 500) son una manera de reconocer la capacidad y el mérito, aunque sea de manera por completo discrecional. Los consejeros de empresas privadas suelen tener retribuciones tres o cuatro veces superiores.
En resumen, la libre disposición que el Estado concede a las ministras y los ministros para unos cuantos puestos de responsabilidad busca un equilibrio entre la tarea política (que exige confianza y coincidencia ideológica) y las labores puramente administrativas (que recaen en funcionarios estables y no removibles). Es la fórmula virtuosa que hemos encontrado en los países más institucionalizados y con democracias más estables y transparentes. Esos cargos de confianza en los ministerios los ocupan hoy en día y desde hace décadas, con gobiernos del PP y del PSOE, un par de centenares de asesores temporales competentes y anónimos que resultan indispensables para las tareas del Gobierno, lo ejerza quien lo ejerza.
Puede haber entre ellos incompetentes, indeseables y corruptos (como los hay entre los médicos, los taxistas o los militares) pero haríamos un flaco favor a la democracia atribuyendo al conjunto las tropelías excepcionales de unos pocos.
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