¡La banca siempre gana! Helena Resano
Consideraciones político-religiosas aparte, la elección de un pontífice presenta un aura de solemne espectacularidad sin parangón en ceremonias similares de todo el mundo. A su lado, los actos de investidura o toma de posesión de los jefes de Gobierno de algunas de las potencias más poderosas parecen torpes escenificaciones de una mera transición de competencias, como si el gobernante saliente le pasara el mando al entrante como quien le pasa la sal al comensal de al lado. Lejos de esto, la puesta en escena de la designación del Santo Padre, desde el secretismo que rodea al cónclave hasta su aparición en el balcón de San Pedro tras el consabido Habemus papam, reviste una épica irresistible que nos retrotrae a tiempos inmemoriales.
No es descabellado suponer que León XIV quiera restituir la vieja salud democristiana, valiéndose también de su origen estadounidense para actuar como intermediario entre la Casa Blanca y la Unión Europea
Robert Francis Prevost, agustino estadounidense de 69 años, parecía muy consciente de todo esto cuando pronunció sus primeras palabras como 267º papa de la Iglesia Católica. Se le veía afectado, nervioso incluso, preso de una gran emoción al asumir la responsabilidad de sustituir a Francisco, para quien tuvo palabras de agradecimiento y reconocimiento por su labor al frente de la institución. Su discurso, que arrancó con un sentido deseo de paz para un mundo sumido en cruentas contiendas bélicas e ideológicas, llamó la atención por su referencia a la “Iglesia sinodal”, el concepto con el que su predecesor aludía a una comunidad religiosa menos jerarquizada, más cercana y abierta al creyente de a pie.
Huelga decir que es pronto para enunciar conclusiones precipitadas, por mucho que tertulianos varios se hayan aventurado ya a enjuiciar a Prevost como un papa moderado y continuista. Con todo, su decisión de adoptar el nombre de León XIV nos remite de forma irremediable al legado de León XIII, que lideró la Iglesia entre 1878 y 1903, apenas ocho años después de la extinción de los Estados Pontificios como consecuencia de la unificación italiana. En aquel convulso contexto, cuando Italia entraba a la fuerza en la era de la modernidad tras siglos de luchas fratricidas entre repúblicas independientes (por fin, el sueño de Maquiavelo se hacía realidad), el pontífice, de formación humanista y sólida base intelectual, apostó por desarrollar la doctrina social de la Iglesia, ejemplificada en su encíclica Rerum novarum (1890), donde manifestaba su preocupación por las condiciones de vida de las clases trabajadoras y se mostraba favorable a la creación de sindicatos.
De aquellas raíces acabaría surgiendo la democracia cristiana, una corriente ideológica que siempre ha pretendido conciliar el dogma católico con una intensa agenda social, a menudo indistinguible de la socialdemocracia y otras tendencias de izquierdas. Ya decía el político francés Georges Bidault que la democracia cristiana era “instalarse en el centro para, con un electorado de derecha, hacer una política de izquierda”. La jugada, impulsada en los años 60 por el Concilio Vaticano II de Juan XXIII y Pablo VI, alcanzó un enorme éxito en la Europa de posguerra, especialmente en Alemania e Italia (ahí está el cine de Roberto Rossellini para dar fe de ello), pero no en España, donde su repercusión ha sido siempre limitada, con la sola excepción de Cataluña, donde Units per Avançar gobierna en coalición con el PSC de Salvador Illa para desconocimiento de muchos votantes.
No es descabellado suponer que León XIV quiera restituir la vieja salud democristiana, valiéndose también de su origen estadounidense para actuar como intermediario entre la Casa Blanca y la Unión Europea en un contexto de agresivo distanciamiento entre ambos como consecuencia de la política comercial de la Administración Trump. El gesto, además, supone también un mensaje coherente con el signo de los tiempos: la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU) acaba de recuperar el Gobierno Federal con Friedrich Merz a la cabeza, mientras que los servicios de inteligencia han calificado al partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) como “contrario a la Constitución”. La reacción involucionista sigue fuerte, sin duda, pero la elección de León XIV demuestra que no es imbatible. Inspirada o no por el Espíritu Santo, la Iglesia ha abierto un camino diferente. Ahora solo queda que el nuevo papa pueda transitarlo.
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Marcos Caballero de Mingo es politólogo y colaborador de la Fundación Alternativas.
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