Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
A estas alturas, casi todo el mundo ha oído hablar de la megainversión que los Estados del mundo árabe-musulmán ―especialmente los del Golfo― están destinando a proyectos de enorme envergadura. Desde ciudades futuristas surgidas de la nada hasta estadios y mundiales de fútbol, esta apuesta por los megaproyectos ―entendidos como iniciativas de gran escala y elevada inversión que transforman paisajes urbanos, economías y sociedades― responde a la necesidad de diversificar unas economías altamente dependientes del petróleo.
Las monarquías y gobiernos regionales buscan, además, atraer inversión extranjera y ganar legitimidad internacional. Y, en buena medida, lo están consiguiendo. A través de la monumentalidad arquitectónica, estos Estados pretenden redefinir su lugar en el sistema internacional. Ya no se presentan como meros exportadores de petróleo, sino como exportadores de modernidad e innovación.
Arabia Saudí es quizá el ejemplo más paradigmático de esta tendencia regional. El reino lanzó en 2016 la estrategia Visión 2030, un plan que buscaba diversificar su economía ―en 2024, el petróleo representó alrededor del 62% de los ingresos estatales― y reforzar su legitimidad internacional. El megaproyecto urbano NEOM es uno de sus ejemplos más ambiciosos, un complejo futurista donde se encuentran modernidad, lujo y energías renovables. Dentro de NEOM, The Line ―una ciudad lineal de hasta 170 kilómetros sin calles ni coches― concentra la mayor atención mediática, aunque también está Trojena, un complejo de montaña con treinta kilómetros de pistas de esquí, lagos artificiales y residencias exclusivas.
Trojena fue anunciada oficialmente en marzo de 2022, y apenas unos meses después, en octubre, Arabia Saudí ―donde cerca del 95% del territorio es desértico― obtuvo la adjudicación de los Juegos Asiáticos de Invierno de 2029. El proyecto y su elección como sede no solo transforman la geografía, sino también la narrativa en torno al papel de Arabia Saudí en el escenario internacional: de ser un país percibido como aislado y socialmente restrictivo, a uno que busca situarse en la vanguardia de la innovación, atrayendo inversión extranjera y posicionándose como un actor internacional confiable.
No obstante, algunos de estos megaproyectos han comenzado a mostrar signos de agotamiento. El Fondo de Inversión Pública saudí registró en 2024 una depreciación de 8.000 millones de dólares en este tipo de desarrollos, mientras que un informe interno de NEOM revela que el coste estimado del proyecto podría elevarse hasta los casi nueve billones de dólares y su finalización prolongarse más de medio siglo. En Trojena, los costes se habrían duplicado en dos años.
Aun así, la fiebre de los megaproyectos no ha dejado de extenderse por el Golfo, donde Emiratos Árabes Unidos y Catar, entre otros, siguen los pasos del gigante wahabí. En los Emiratos, el Louvre Abu Dhabi —inaugurado en 2017 junto a otros proyectos culturales como el Guggenheim Abu Dhabi— se ha consolidado como símbolo de la apuesta del país por el sector cultural y turístico. Su acuerdo de colaboración con Francia, de treinta años, refuerza una estrategia diplomática orientada a proyectar modernidad, tolerancia y apertura al mundo.
Catar, por su parte, destinó cerca de 200.000 millones de dólares a las obras vinculadas a la Copa Mundial de la FIFA 2022, el torneo más costoso de la historia. La inversión incluyó la construcción de estadios, un sistema de metro, una nueva terminal aeroportuaria y el desarrollo íntegro de la ciudad de Lusail, sede de la final. El evento se concibió como eje de la Qatar National Vision 2030, una estrategia orientada a reducir la dependencia del gas y a reforzar la posición del país como polo regional de innovación y diplomacia deportiva.
Sin embargo, Doha fue objeto de intensas críticas internacionales que revelaron la cara B de los megaproyectos. Informes de Amnesty International, Human Rights Watch y la Organización Internacional del Trabajo documentaron las duras condiciones y la falta de derechos de los trabajadores migrantes encargados de levantar estadios, hoteles y grandes avenidas de mármol. Y aunque las críticas al modelo persisten, el retorno positivo ha sido mayor: contratos millonarios, grandes eventos deportivos y una proyección internacional sin precedentes, razones por las que otros países han decidido seguir el mismo camino.
En Jordania, el National Water Carrier Project —que incluye una planta para desalinizar agua del Mar Rojo en Aqaba y un acueducto de 450 kilómetros hasta Ammán— producirá cerca de 300 millones de metros cúbicos anuales, con un coste estimado de 3.500 millones de dólares. Irak, por su parte, aspira a consolidarse como corredor estratégico entre Oriente Próximo y Europa con el Gran Puerto de Al-Faw, valorado en unos 17.000 millones de dólares, mientras que Argelia ha anunciado un plan energético y minero de 60.000 millones de dólares hasta 2029 para modernizar su infraestructura y expandir su capacidad de energías renovables.
También en Egipto, la Nueva Capital Administrativa (NAC) está en construcción. Se trata de un megaproyecto urbano que aspira a descongestionar El Cairo. Con torres que rememoran obeliscos y avenidas monumentales, se erige también como la manifestación contemporánea de las ambiciones faraónicas del presidente al-Sisi. Sin embargo, desde el inicio de las obras, la deuda externa de Egipto se ha triplicado, diezmando aún más la ya aquejada economía egipcia. Se estima que el coste de la NAC ronda los más de 58.000 millones de dólares.
Mientras se renuevan aeropuertos y se construyen estadios, crece el malestar ciudadano en Marruecos ante el deterioro de los servicios públicos, la desigualdad y el desempleo juvenil, que roza el 36%
Pero si hay un país donde comienzan a verse las grietas en el plan de diversificación y desarrollo económico basado en megaproyectos, ese es Marruecos. Allí, la línea de alta velocidad Al Boraq ha hecho de Marruecos el único país del continente africano con un tren de alta velocidad. A esto se suma la expansión del puerto de Tánger Med, ya consolidado como uno de los mayores núcleos logísticos de África y del Mediterráneo. Además, con vistas a la Copa Mundial de la FIFA 2030, avanzan las obras de renovación de infraestructuras y la construcción de estadios en Casablanca, Rabat, Tánger, Agadir, Fez y Marrakech.
Estas iniciativas reflejan el impulso modernizador que Mohamed VI ha querido imprimir al país, pero también evidencian el contraste con la realidad social de la mayoría. Mientras se renuevan aeropuertos y se construyen estadios, crece el malestar ciudadano ante el deterioro de los servicios públicos, la desigualdad y el desempleo juvenil, que roza el 36%. Como resultado, en los últimos meses miles de jóvenes han salido a las calles de Casablanca, Rabat, Tetuán o Agadir bajo el movimiento Gen Z 212, que denuncia la falta de oportunidades, el aumento del coste de vida y la brecha entre la prosperidad que prometen los grandes proyectos y la precariedad del día a día.
En definitiva, los megaproyectos se han convertido en apuestas para diversificar economías agotadas por la dependencia del petróleo y el gas, pero también en escenarios donde se refuerzan narrativas de modernización, se legitiman los regímenes en el poder y se proyecta una imagen de fuerza hacia el exterior. Países como Catar o Emiratos Árabes Unidos los utilizan como instrumentos diplomáticos, ejerciendo como mediadores en conflictos internacionales, anfitriones de cumbres globales y patrocinadores de iniciativas culturales y deportivas que buscan presentarlos como referentes de un “nuevo Oriente Próximo” moderno, sostenible y confiable.
En buena parte del mundo árabe-musulmán, esa ecuación —grandes obras a cambio de legitimidad— se ha extendido con fuerza, y en este contexto, los megaproyectos ya no son solo inversiones económicas, sino también laboratorios políticos donde se ensaya un nuevo contrato social. El desarrollo urbano y la narrativa visual del progreso se convierten en estrategias para proyectar estabilidad y cohesión, sustituyendo la participación política.
Pero ese nuevo contrato social se sostiene sobre bases frágiles. Tras la monumentalidad persisten desigualdades profundas, modelos laborales precarios y sistemas de gobernanza centralizados que dificultan la redistribución económica. Casos como los de la Copa Mundial de la FIFA Catar 2022, los sobrecostes en Arabia Saudí o las recientes protestas en Marruecos han puesto de relieve los límites financieros y humanos de este modelo, que enfrenta desafíos estructurales que amenazan su sostenibilidad.
Los megaproyectos condensan, en última instancia, el paso de la economía del recurso a la del espectáculo. Y aunque aún es pronto para medir su alcance real, algo ya está ocurriendo. La pregunta ahora es qué papel desempeñarán en el futuro económico y político de la región: ¿lograrán sostener las expectativas que han despertado o terminarán revelando sus propias limitaciones? ¿Serán capaces de generar cohesión social o profundizarán las desigualdades que pretenden superar? El tiempo dirá si se consiguen consolidar como motores reales de transformación o si, por el contrario, terminan siendo símbolos de una modernidad tan espectacular como efímera.
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Nahia Varela Molina es especialista en el mundo árabe-musulmán y colaboradora de la Fundación Alternativas.
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