Contra la dialéctica del odio

La política siempre ha estado relacionada con la fuerza, con el poder. Lo sabemos desde Thomas Hobbes o desde Jean Bodin. También el Derecho. Aquí lo decimos, con Kelsen o con Bobbio, de otra manera. Afirmamos que el Derecho es expresión en buena medida de la voluntad, primero del legislador y en última instancia del juez (también del Constitucional). Y está bien saber y reconocer que esto es así, que no pasa nada, que ha sido siempre así, incluso en las mejores democracias. Saberlo y reconocerlo evita idealizar en exceso a la política y al Derecho. Los dos son manifestaciones humanas, perfectibles por tanto, sometidas a la ideología o, sin más, al error, o incluso a la mala fe. Con todo, tanto a la política como al Derecho les exigimos algo de racionalidad, cuanta más mejor. Fuerza y razón como dos caras de la misma moneda que definen a la política y al Derecho, pero mucho mejor si la segunda (la razón) embrida a la primera (la fuerza). En la política, a la racionalidad la vinculamos con la deliberación, con el debate de ideas y de proyectos; y en el Derecho, con la legalidad, la argumentación jurídica y la correcta fundamentación de las decisiones. Incluso aspiramos a que tanto en la política como en el Derecho estén presentes el sentido común, la lógica y una cierta humanidad. Sin estos ingredientes, no habrá racionalidad ni justicia. 

Pues bien, vivimos tiempos –no descubro nada– en los que los grados de voluntarismo en el Derecho (especialmente en la judicatura) y de fuerza en la política han aumentado de forma desproporcionada. Afortunadamente, en la política no se trata ya de la fuerza bruta, de la violencia terrorista o de asesinatos políticos como en otros momentos de nuestra historia no tan lejana, sino de la que deriva de la pérdida del respeto, por no pocos de sus propios actores, a las reglas más elementales de la democracia, introduciendo entre los partidos políticos y en los medios de comunicación la nefasta dialéctica del odio.

En la política no se trata ya de la fuerza bruta sino de la pérdida del respeto, por no pocos de sus propios actores, a las reglas más elementales de la democracia, introduciendo entre los partidos y en los medios la nefasta dialéctica del odio

En España no está en riesgo, por ejemplo –y en contra de lo que se dice–, la separación de poderes. La economía va bien, el empleo mejora cada vez más, nuestros pensionistas y nuestros dependientes están cuidados, hay paz social y territorial y los derechos de los ciudadanos aumentan aunque seguimos sin resolver el serio problema del acceso a la vivienda. Tenemos, en relación con estos parámetros, una excelente imagen en el mundo. El problema es otro. Es esa dialéctica del odio que se ha instalado y que no deja de crecer, no solo en España. Su gran divulgador fue en los años previos al Holocausto y a la Segunda Guerra Mundial Carl Schmitt. Por suerte, hoy, instituciones como la Unión Europea le ponen dificultades, al menos entre nosotros como europeos. La UE es en este sentido un dique de contención que no existía en los años 30 del siglo pasado. Ralentiza esta dialéctica del odio pero no la impide porque ésta se propaga como los virus. Comenzamos sin ser muy conscientes de su peligro aceptando acríticamente la llamada “cultura de la cancelación”, importada desde EEUU hace una década (en nuestra historia ya tuvimos el San Benito de la Inquisición, que se llevaba colgado hasta la muerte). Aunque la cultura de la cancelación tuvo algunas motivaciones nobles (como la defensa de víctimas de delitos sexuales en contextos de desigualdad cuando el sistema jurídico-penal no funciona), con el auge descontrolado de las redes sociales y de la IA ha derivado en no pocas ocasiones en una suerte de “policía del pensamiento” o de bullying colectivo favorecido por la impunidad del anonimato, al más puro estilo del 1984 de Orwell.  En la cultura de la cancelación estaba uno de los gérmenes de la dialéctica del odio que hoy nos domina. El otro es el blanqueamiento de la extrema derecha como si fueran nuevos e inmaculados cuando representan lo peor de nuestra historia. Ahora estamos ya ante el ataque directo, a cara descubierta y sin medida, contra el rival político, afectando incluso a su familia y a sus seres queridos.

El exceso, la falta de mesura, cuando no directamente la mentira, el bulo, la injuria y la calumnia, se han instalado en nuestra vida pública, en nuestro parlamento, las hemos normalizado y nos van a dejar a todos ciegos. La dialéctica del odio, también llamada del enemigo, busca precisamente la cosificación del adversario político, su deshumanización. El presidente Pedro Sánchez la ha sufrido como nadie en estos años, destinatario de esos ataques ad hominen, sin medida, sin tregua, sin respeto. Contra él, aunque no solo contra él, vale todo y todo el tiempo. Acusaciones y descalificaciones que impulsan las emociones encontradas, la polarización social, las respuestas binarias y simples de blanco o negro, de buenos y malos españoles o, sin más, el ajuste de cuentas y, al final, inevitablemente, la “guerra de todos contra todos”. Porque no es justo que a quien sufre personalmente esos ataques se le pida que ponga la otra mejilla. No hay debate en nuestros días que responda a un diálogo racional, a una deliberación libre, informada y sin prejuicios, sobre hechos, sobre ideas o sobre proyectos, sino a la lógica acción-reacción, a un enfrentamiento suicida que nos está corroyendo como sociedad aunque la realidad económica, social y territorial sea otra, en verdad mucho mejor que hace 8 años. Nos hemos alejado tanto de la más elemental amistad cívica y de los valores laicos y republicanos que cuesta creer que hayamos sido capaces de vivir en democracia, de convivir pacíficamente, durante estos últimos 50 años. Porque, o recuperamos algunas ideas fundamentales, o el daño social y político puede ser irreversible, para las personas individualmente y su reputación, y también para nuestra democracia ¿Qué ideas son éstas? Pues son muy básicas, sencillas, pero se han olvidado: que la sociedad es diversa, que cada individuo es un mundo, que la libertad es incómoda, que los delitos (y en particular la corrupción) se dirimen en los tribunales, que el adversario no es un enemigo substancial al que hay que aniquilar, que la libertad de expresión no incluye el insulto y la calumnia y que el ser humano es sagrado. Sí: frente al homo homini lupus de Horacio (o del mismo Hobbes), solo nos salvará volver a Séneca, a su homo homini sacra res

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José Manuel Rodríguez Uribes es profesor titular de Filosofía del Derecho y presidente del Consejo Superior de Deportes.

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