Muros sin Fronteras

Por desgracia no somos Portugal

Ramón Lobo nueva.

Son hechos incontestables: España no combatió a Hitler ni a Mussolini y envió tropas a luchar junto a los nazis en Rusia. Hubo españoles, los menos, que se opusieron al fascismo en Europa. Algunos lo pagaron con la vida encerrados en campos de exterminio como el de Mauthausen. Otros, liberaron París junto a los ejércitos de países democráticos. Los de dentro y los de fuera no aprendimos los mismos valores.

España tuvo un dictador durante 40 años que había ganado la Guerra Civil gracias al apoyo militar y económico de Hitler y a Mussolini. La Guerra Civil fue un laboratorio de la II Guerra Mundial.

La Transición no fue una conquista como el 25 de abril portugués o la Revolución francesa, un corte categórico entre dos sistemas políticos antagónicos. El dictador murió en una cama del hospital público La Paz. No hubo derrocamientos ni exilios. Fue un pacto entre un régimen que sabía que no podría subsistir sin Franco y una oposición democrática que era consciente de que no podía tomar el poder.

Existe una Transición que arranca tras la muerte del dictador y finaliza con la aprobación en referéndum de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978. Fue un hecho extraordinario: la primera Carta Magna pactada en 200 años en un país habituado a la lucha cainita.

La segunda, la que se vende como modelo ejemplar de cambio, es más difusa en sus límites temporales. Unos la terminan en el fracaso del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981; otros, en la aplastante victoria del PSOE en octubre de 1982. Los actores de aquel proceso histórico, que incluyó a políticos, sindicalistas, asociaciones diversas y periodistas, representaron un papel decisivo en el intento de poner nuestro contador histórico a cero. No fue un periodo pacífico: hubo 591 muertos.

Si aceptamos que la Transición fue una gran obra de ingeniería y de consenso con personajes clave inesperados, como Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y Manuel Fraga, que sin duda lo fue, su desarrollo posterior dejó mucho que desear. Es algo que queda en el debe del felipismo, que a pesar de impulsar una gran modernización de España no supo o no pudo imponerse del todo ante las amenazas constantes de involución. Renunció a la memoria histórica democrática y a castigar a torturadores notorios como Billy el Niño. Fue un pacto de silencio a cambio de una democracia, para que los mismos que ejercieron la represión pudieran presentarse en sociedad como demócratas de toda la vida.

No hubo una pedagogía de la concordia, como sucedió en otros países europeos, porque en España no hubo derrota militar ni popular. Los franquistas ganaron la guerra e impusieron sus condiciones y su relato. No hubo jubilaciones (suena mejor que purgas) en la carrera judicial, en las Fuerzas Armadas y en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Han convivido en ellos servidores públicos intachables con franquistas anclados en el rencor a todo lo que huela a democracia. No ha existido una suficiente regeneración.

Ese franquismo latente no se extinguió por sí solo por razones biológicas, sino que saltó a las siguientes generaciones. ¿Cómo es posible que generales que han dirigido misiones de paz en el extranjero muestren sus simpatías por Vox? ¿Cómo es posible que haya mandos que escriban en un wasap colectivo que hay que fusilar a 26 millones de hijos de puta?

Algo ha fallado para que el PP se haya descosido con la aparición del partido de la ultraderecha y que en Madrid y Murcia no se distinga quién es uno y quién el otro. El intento de crear una derecha europea, tan necesaria, se estrelló debido a la incompetencia y el ego desaforado de su líder, Albert Rivera. Fue una oportunidad histórica, como lo era Podemos en su nacimiento. De ser un partido transversal apostó en 2016 por convertirse en una reedición mejorada de Izquierda Unida. Podemos tiene ahora una segunda oportunidad en Yolanda Díaz, una mujer con talento para construir consensos.

Por desgracia no somos Portugal, ni tenemos su derecha democrática encarnada en Rui Rio (PSD) durante la pandemia.

Pese a todo creo que es un error reducir a Vox a la etiqueta de fascista, pese a que suene bien y en su seno albergue fascistas y es posible que muchos nostálgicos del franquismo, incluso entre los jóvenes que no lo vivieron. Se trata de una marca que pertenece a otra época, con la que encabezaba este texto. Suena bien en campaña electoral, posee la misma rotundidad que el lema de Isabel Díaz Ayuso, el de “libertad o comunismo”, un disparate mayor porque los comunistas españoles nada tienen que ver con Stalin. El PCE fue un actor clave en la Transición como corredactor de la Constitución. Un texto que el precedente del PP, Alianza Popular, votó de tres maneras diferentes: sí, no y depende (una broma, fue abstención). Se puede decir que hay menos constitucionalismo hereditario en el PP que en Podemos.

Vivimos en una sociedad simplificada que se nutre de eslóganes y tuits en lugar de ideas. Vox es un partido de extrema derecha 2.0, antidemocrático, xenófobo y trumpista. Se aprovecha de las redes sociales y de la avidez acrítica de las televisiones privadas que buscan los ratings en el escándalo y la desmesura, rara vez en el periodismo. Lo mismo sucede en las tertulias que han reemplazado la información por la cháchara sin contexto.

Son más peligrosos de lo que deja traslucir la etiqueta “fascista”, que nos retrotrae al pasado sin tener en cuenta el riesgo actual. En todo caso le iría mejor la de neofascista. Es necesario no perderse en adjetivos y trabajar en los sustantivos para combatir las mentiras.

Vox socava la convivencia, algo que afecta a la continuidad de la democracia. Aún no ha traspasado la última línea roja: la de la violencia. No son solo las cuatro balas, es el goteo de odio y desmesura diarios, esa diarrea de bilis publicitada por incautos o simpatizantes lo que crea el clima para que cualquier cretino o desequilibrado apriete el gatillo.

¿Qué dirán entonces los que hoy hablan de circo y niegan el extremismo de Vox por cálculos electorales o negocios particulares? ¿Qué dirán los periodistas que defienden a los extremistas movidos por el odio visceral a Pablo Iglesias?

En Francia y Alemania existen cordones sanitarios políticos: nadie pacta con la ultraderecha. La derecha democrática prefiere apoyar a un socialista antes de permitir la victoria de un ultra en la segunda vuelta, y viceversa. En España, el PP pacta sin complejos con Vox. En Murcia les entregó la cartera de Educación. Ya sé que no es el Vox oficial, sino unos disidentes que piensan igual. ¿Qué cartera va a ocupar la ultra Rocío Monasterio en Madrid?

En los medios de comunicación es más difícil. Un partido legal con actividad política tiene que recibir atención informativa. Pero no puede ser acrítica. El periodista no es un receptor de lo que sea, basura, odio, titulares prefabricados, mentiras o verdades como puños. No es un loro que repite lo que oye. Deben existir filtros de comprobación y de ética. Contaría lo que dicen en sus mítines, pero no pondría el sonido de su voz. No se deben emitir ni publicar mentiras ni racismo.

Existe un abismo ético y periodístico entre los David Beriain y Roberto Fraile, y otros que se esfuerzan en transmitir las injusticias y la verdad, y los que suben al estrado de Colón para leer un panfleto repleto de mentiras. Las extremas derechas nacen de la confusión.

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La justicia griega probó que el partido Amanecer Dorado (estos sí que eran neonazis; lo decían) estaba implicado en diversos asesinatos. Fue la palanca que permitió su ilegalización y el encarcelamiento de su líder. La ultraderecha estadounidense asaltó el Capitolio y en Alemania son frecuentes los ataques a centros de migrantes.

Vox está a mitad de camino entre el trumpismo y el Frente Nacional de Marine Le Pen. Si te quedas solo con la etiqueta de fascistas, nunca te preguntarás por qué Le Pen tiene tantos votos en distritos históricos del partido comunista. No lucharás contra las causas que los alimentan, contra la amoralidad y los bulos difundidos en las redes sociales. No se trata de un combate entre la democracia y el pasado. Se lucha hoy por la supervivencia de la libertad y de los derechos humanos en un presente que ha perdido el norte de la verdad.

Pese a todo lo dicho, viva este chotis de las mujeres del coro Malvaloca. Y a votar el martes.

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