estado de derecho
El respeto a la separación de poderes que jueces y magistrados exigen a todos pero no a sí mismos
El "natural estupor" del magistrado del Tribunal Supremo Leopoldo Puente por la paradoja de que uno de sus imputados en el caso Koldo, el exministro de Transportes José Luis Ábalos, pueda seguir ocupando en el Congreso un escaño pese a los graves indicios de criminalidad que se ciernen sobre él, y su sugerencia a la Cámara para que reforme su Reglamento para evitarlo ha provocado las quejas de la presidencia del órgano legislativo y de la mayoría de los grupos representados en él. Se trata de una apreciación meramente política que, más allá de que pueda comprometer la imparcialidad del propio instructor del caso, que excede de sus funciones para entrar en las del Poder Legislativo. A los jueces no les corresponde pronunciarse en sus resoluciones sobre la pertinencia de las leyes, sino únicamente aplicarlas a los casos concretos que les compete enjuiciar. "Que se presente a las elecciones", le dijeron desde el Parlamento.
La extralimitación de Puente, según fuentes judiciales, es contraria al artículo 395 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que prohíbe a los jueces "dirigir a los poderes, autoridades y funcionarios públicos o Corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos". Se trata de una conducta que, en los casos más trascendentes, puede constituir una falta disciplinaria grave recogida en el artículo 418.2. Porque, en este caso, no hablamos de manifestaciones públicas que se hagan en un evento o durante una conferencia, sino en una resolución dictada durante la instrucción de un proceso, es decir, en pleno ejercicio del poder que cada juez y magistrado ejerce individualmente con su trabajo diario, el Judicial.
El esquema básico de funciones de cada poder del Estado en un régimen democrático está claro desde que Montesquieu lo teorizara en el siglo XVIII. El Legislativo, conformado por el Parlamento, es el que hace las leyes. El Ejecutivo recibe ese nombre porque ejecuta las leyes que hacen las Cámaras legislativas y ejerce la acción de gobierno. El Judicial, el único que no cuenta con una legitimidad democrática (se la otorgan la Constitución y las leyes), interpreta y aplica esas normas a los casos concretos y controla la legalidad de los actos de los integrantes de los otros dos poderes y también del suyo.
Eso no quiere decir que desde la magistratura no quepa una comunicación con el Gobierno o las Cortes. Esa comunicación existe, aunque está muy tasada en la ley. El Consejo General del Poder Judicial, por ejemplo, analiza y redacta informes sobre todos los proyectos de ley que tengan que ver con la organización o funcionamiento del sistema judicial y cuando las Cortes o el Gobierno se lo piden. Lo mismo ocurre en Fiscalía con el Consejo Fiscal. En este caso, además, el fiscal general del Estado tiene el deber de informar al Ejecutivo y a las Cámaras en su memoria anual de las reformas legales que, a su entender, deberían llevarse a cabo.
En los casos concretos, el Código Penal establece en su artículo 4 otras dos excepciones que permiten a los jueces dirigirse al Gobierno. El primero es cuando el juez o tribunal se encuentre ante una acción reprochable que no está penada. En ese caso debe abstenerse de actuar contra sus autores pero puede informar al Gobierno de las razones por las que estima que esa conducta debería ser objeto de sanción penal. También puede hacerlo en el caso contrario, es decir, cuando la ley penal le obligue a condenar pero, a juicio del juez o tribunal, la conducta no debiera ser sancionable o el condenado, atendiendo a las circunstancias del caso, mereciera un indulto que solo el Ejecutivo puede decretar.
Los jueces y magistrados, especialmente los pertenecientes a los sectores y colectivos más conservadores, denuncian permanentemente la vulneración de la separación de poderes cuando desde el Ejecutivo o el Legislativo se cuestionan sus decisiones. Sin embargo, las intromisiones de los propios jueces en las funciones de los otros dos poderes del Estado apenas merecen reproche del estamento judicial. Y algunas de esas intromisiones han tenido una especial gravedad.
Un diputado inhabilitado con una multa
El Poder Judicial ejercido por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ha servido, por ejemplo, para alterar, mediante una sentencia inconstitucional, la composición del Congreso, es decir, del Legislativo. Hablamos del caso de Alberto Rodríguez, el exdiputado de Podemos que fue suspendido después de que el Alto Tribunal le impusiera una multa de 540 euros por una supuesta agresión a un policía durante una manifestación en La Laguna (Tenerife). El Constitucional dijo tres años después que la sentencia había vulnerado el derecho fundamental a la legalidad penal del representante, que jamás debió ser expulsado de la Cámara. Dio igual que le dieran la razón, porque su salida ya se había producido y se habían celebrado nuevas elecciones.
La condena imponía al diputado una pena de un mes y 15 días de prisión que, como obliga el Código Penal con todas las inferiores a tres meses, se sustituyó por una multa. Los magistrados del Supremo, sin embargo, entendieron que dicha sustitución no afectaba a la pena de inhabilitación que conllevaba la prisión y el presidente de la Sala, Manuel Marchena, conminó a la entonces presidenta del Congreso, Meritxell Batet, a suspender a Rodríguez pese a sus dudas sobre si debía hacerlo. El tribunal de garantías, cuando ya no había forma de restituirlo en el cargo, aseguró que las multas, al ser penas menos graves, jamás llevan aparejada la inhabilitación.
La decisión de no aplicar una ley
Otro de los ataques a la separación de poderes que se ha producido últimamente es la negativa del Supremo a aplicar la ley de amnistía a los líderes perseguidos y condenados por el proceso independentista catalán. Toda España asistió durante meses a las negociaciones sobre la investidura de Pedro Sánchez tras las elecciones del 23 de julio de 2023. Junts impuso como condición una ley de amnistía para el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont y el resto de personas perseguidas por el proceso independentista. La letra de la ley, aprobada al año siguiente, su intención, proclamada en su exposición de motivos, y la del Legislativo, expresada durante su tramitación eran inequívocas para todos. Salvo para la Sala de lo Penal del Supremo, que se negó a aplicarla.
Jueces y tribunales no pueden dejar de aplicar una ley. Pero si dudan sobre su encaje en la Constitución, sí pueden cuestionarla ante el TC. A ese mecanismo perfectamente legítimo también recurrió el Supremo al impugnar la norma ante el tribunal de garantías, aunque su resolución advertía de que no albergaba ninguna duda de su inconstitucionalidad. Quien la redactó fue, precisamente, Leopoldo Puente, el instructor del caso Koldo, que también en ese texto entró en terreno pantanoso con esta resolución apoyada por otros cuatro compañeros.
La cuestión enviada al TC entraba a valorar el acuerdo político que llevó a la aprobación de la ley en las Cortes y lo denostaba al considerar que su finalidad era la investidura de Pedro Sánchez y que parte de los que votaron a favor lo hicieron para favorecer a los líderes de sus partidos, en clara referencia a Junts y ERC. Puente y sus compañeros de Sala también cuestionaron que su finalidad fuera superar el conflicto y alcanzar la normalidad democrática en Catalunya, un fin para el que consideraban la ley "inidónea" porque las fuerzas independentistas no habían pedido perdón ni se habían comprometido a no reincidir con otro procés. En suma, el Supremo analizó la oportunidad política de aprobar la disposición del perdón en lugar de ceñirse únicamente a su texto concreto.
Una huelga contra el Gobierno
Los tres primeros días del pasado julio, cientos de jueces secundaron una huelga. Algunos se manifestaron a las puertas de sus órganos judiciales con sus togas puestas. Lo hicieron convocados por tres asociaciones judiciales (Asociación Profesional de la Magistratura, Francisco de Vitoria y Foro Judicial Independiente) que aseguran que defienden la "separación de poderes" para oponerse a cualquier iniciativa del Gobierno de izquierdas.
Sin embargo, el objetivo de esa protesta fue presionar al Poder Ejecutivo y al Legislativo para que retiraran o no apoyaran las principales iniciativas judiciales del Gabinete de Pedro Sánchez, como la democratización del sistema de acceso a la carrera o la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal y la reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que refuerza su autonomía y le entrega la instrucción de las causas penales, algo que ya hace en el resto de Europa.
La huelga fue declarada ilegal por el CGPJ, que la dio por no convocada, aunque dio igual porque muchos miembros de la carrera la secundaron pese a la ausencia de una autoridad que fijara servicios mínimos, sin que nadie (salvo ellos mismos) pudiera juzgar sus excesos reivindicativos y, por supuesto, sin que nadie fuera a restarles de su sueldo mensual la parte correspondiente a los días de movilización, como a cualquier trabajador o funcionario.
Lo hicieron, según dijeron, en defensa de la separación de poderes y pese a que su órgano de gobierno, el CGPJ, había aprobado previamente y por unanimidad de conservadores y progresistas los informes que avalaban –con la introducción de algunas modificaciones– las iniciativas legislativas gubernamentales en las que no encontraron ninguna tacha de inconstitucionalidad. Los que deben garantizar con su trabajo la vigencia de la ley y la Constitución ejerciendo el Poder Judicial recurrieron a una vía ilegal –la huelga– para inmiscuirse en las funciones de los otros dos poderes del Estado sin ninguna consecuencia.