‘Rondallas’, Daniel Sánchez Arévalo demuestra de nuevo que es el rey de la comedia comercial española
A lo largo del Estado español se viene percibiendo un gran aplomo a la hora de subrayar las idiosincrasias culturales del territorio donde se haya desarrollado cada producción. Las razones son evidentemente institucionales —el Novo Cinema Galego del que salió Oliver Laxe, por ejemplo, no habría sido posible sin mediación directa del gobierno autonómico—, toda vez que encajan con una afinidad generalizada del público y la crítica. Sin salir de Galicia, esta comunidad ha propiciado recientemente una Concha de Oro en San Sebastián (O Corno), otro escenario para la autoficción más ambiciosa de nuestro cine (Romería de Carla Simón) y un drama social minuciosamente afrancesado, Matria. Que protagonizó María Vázquez en 2023.
Esta actriz viguesa está presente en Rondallas de Daniel Sánchez Arévalo: una película cuya ambientación en un pequeño pueblo costero de Galicia es básica para justificar que su centro dramático sea la susodicha rondalla. Las rondallas forman parte del folclore de diversas regiones españolas, siendo especialmente características del sur de Pontevedra en Galicia. Con lo que Rondallas, a nivel superficial, podría pertenecer al grupo de producciones ferozmente idiosincráticas que referíamos. Solo que claro. Sánchez Arévalo es madrileño. Javier Gutiérrez, protagonista elegido para liderar la ficticia rondalla de Gran Sol, es asturiano. Quien sí resulta ser gallego —junto a Vázquez y gran parte de los actores secundarios— es el productor de Rondallas.
Ramón Campos, todopoderoso jefazo de Bambú Producciones. Fue Campos quien animó a Sánchez Arévalo a hacer Rondallas, y lo hizo de una forma peculiar. En 2017 se viralizó un vídeo muy gracioso (¿muy friki?) donde una rondalla de Mos (Pontevedra) aparecía versionando Thunderstruck de ACDC. La rondalla de Santa Eulalia, en la que se basa la correspondiente rondalla Gran Sol. Porque Campos le mostró este vídeo a Sánchez Arévalo y le animó a tejer una historia alrededor de él. Y dicho y hecho. El director de Primos recurrió a su estilo de escritura habitual para un film cuya catarsis quedara ligada a una actuación como aquella. En Rondallas no se versiona a ACDC, pero sí a otro grupo que revienta estadios y moviliza unos “ooooh” eufóricos.
De esta genealogía no resultan tan interesantes sus consecuencias —apenas se habla gallego en la película, ni hay un especial énfasis en la música autóctona— como lo decisivo de su motor. La curiosidad que pueda sentir Rondallas por estas manifestaciones regionales no vienen de las manifestaciones en sí sino de su posterior empaquetamiento pop. Sánchez Arévalo se relacionó con las rondallas una vez estas ya habían devenido espectáculo consumible y afín a una homogeneidad cultural que no dejara a nadie fuera. Una homogeneidad expansiva, abierta, en la que un cineasta como el que nos ocupa podía sentirse perfectamente en casa.
No es la primera vez que el director lidia con este tipo de operaciones, y normalmente ha sido hábil desactivando particularidades para proyectarlas a un escenario más amplio. En Primos, aún hoy su película más lograda, pudo construir algo así como un grado cero del “pueblo donde veraneábamos de críos”. En La gran familia española, su película más celebrada por los Goya, podría haberse visto en un aprieto al cultivar un imaginario tan disputado como “lo español”, pero pudo limpiarse las manos ligándolo todo al Mundial de Sudáfrica y a la ruidosa armonía que este trajo aparejado allá por 2010. Quizá La gran familia española sea una de esas películas que no podrían hacerse hoy. O quizá sí, porque a fin de cuentas nos quedan los anuncios de Campofrío.
Cine populista del bueno
La cuestión es que el método Arévalo posee una perfecta comercialidad. Dentro de la crítica patria nos ha gustado enlazar su mirada con la de un Alexander Payne, pero lo cierto es que esta encaja más con la de los artífices de la comedia comercial española de la última década y pico. Con Ocho apellidos vascos, con Santiago Segura, y con un espíritu de afable convivencia que solo podría alienar a quienes estén en los márgenes. Nada de esto quita, claro, que Sánchez Arévalo sea el mejor de su clase. En un país un poco menos ridículo sus películas tendrían la taquilla de Padre no hay más que uno, y podrían ser un estándar de calidad en lugar de una excepción.
Porque Rondallas es una película estupenda dentro de sus propios términos, que son (o deberían ser) los de las comedias que suelen copar el ranking nacional cada año y atraen en masa a las familias. Con un andamiaje tan cuidado como para merecer términos anglosajones. Feel good movie, peli de buen rollo. Crowd-pleaser, peli para que un gran número de espectadores se sienta bien. Rondallas persigue con tanta fruición estas etiquetas como para tener a Javier Gutiérrez en un rol extremadamente parecido al de Campeones. Y está claro que pocas películas han hecho sentir tan bien al público español como Campeones.
La película de Sánchez Arévalo navega por coordenadas similares a la de Javier Fesser, al plantear una competición (aquí un concurso de rondallas) sobre la que un grupo de personajes deposita una gran variedad de inquietudes, traumas o carencias. La estructura es familiar y el director de La gran familia española la gestiona con oficio al tiempo que con los vicios esperables de alguien que ya tiene perfeccionada una fórmula. Las distintas tramas y subtramas de Rondallas fluyen a base de mera enunciación: se comparte un problema y se resuelve acto seguido, en lo que podemos apreciar tanto retórica psiquiátrica —fundamental en toda feel good movie que se precie— como retazos de la amplia trayectoria como cortometrajista guay de Sánchez Arévalo.
Siendo este el esquema —y siendo este un esquema muy rígido— la efectividad no llega a ser completa. No todos los chistes aterrizan, no todos los personajes cuajan y no todas las revelaciones dramáticas acaparan el poder que ansían. Aún así, Rondallas es una película de aciertos notables en su ejecución, y algunos de ellos incluso se alejan de la órbita habitual de Sánchez Arévalo.
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El uso ejemplar del formato panorámico —a estas alturas una rara avis en el cine español contemporáneo— favorece una inmersión auténtica en el paisaje, permite que la imagen se sienta viva y envuelva orgánicamente a los personajes. Y Sánchez Arévalo, como escritor, a veces intenta alejarse de la plantilla para apuntar rincones sugerentes —lo sucedido con el personaje de Gutiérrez lindando el tercer acto— y que sea el silencio, por una vez, lo que guíe la acción. No es lo habitual porque el ánimo de Rondallas es festivo, y en última instancia es este ánimo el que debería sintetizar si la película logra sus objetivos o no.
Lo cierto es que como película coral Rondallas nunca pierde el ritmo, y coge de la mano al espectador para que aquellos “ooohs” que aguardan al final de la historia golpeen como tienen que golpear. Lo hace cartografiando, asimismo, un sistema que logra no parecer monolítico a base de distribuir espacios bien para que los personajes se expresen, bien para que sus conflictos sean convenientemente trascendidos por su militancia en la rondalla. Dentro de que este artefacto cultural esté siendo aplanado para un disfrute pop masivo —y nadie intente disimularlo en ningún momento—, sí hay pese a todo algo genuino en su plasmación.
Algo como una alegría colectiva, un sofoco de la gravedad que suele aguardar al final de cualquier manifestación de espíritu popular. Como Rondallas nunca pierde de vista ese tipo de universalidad —a la postre mucho más operativa que un mundial de fútbol—, y nunca despoja de agencia a sus personajes —ni rastro de religiones organizadas, lo que viene a ser un alivio con la racha que llevamos—, el veredicto es que sí, nos lo vamos a comer. Y nos vamos a unir a ese “ooooh”.