'Los domingos' o cómo una joven quiere ser monja y se marca un panfleto (¿accidental?) sobre la Iglesia

Fotograma de Los Domingos de Alauda Ruiz de Azúa

Ella cree en Dios como tú crees en el cambio climático. Este argumento, por llamarlo de alguna forma, se lo espetan a Maite (Patricia López Arnaiz) durante una acalorada discusión al hilo de que su sobrina, Ainara (Blanca Soroa), quiera meterse a monja de clausura con 17 años. Este argumento, por llamarlo de alguna forma, lo lanza el marido de Maite (Juan Minujín) poco después de una de las mejores escenas de Los domingos, cuando obligado por su mujer ha intentado convencer a Ainara de que desista en su empeño… sin convicción alguna. Ha probado a rezar junto a ella, y lo más categórico que le ha dicho es que como haga algo así va a destrozar a su tía.

La escena es entrañable. Lo es algo menos la discusión posterior entre cónyuges —donde vuelven a transparentarse las grietas del matrimonio— , si bien lo que realmente nos interesa es la actitud de Minujín. No habría que caer en la trampa de asumir que Alauda Ruiz de Azúa, como directora y guionista de Los domingos, considere realmente que creer en Dios sea como creer en el cambio climático. Podemos ceñir este juicio exclusivamente al personaje, y a lo mejor ni eso. Seguramente este hombre tampoco crea realmente algo así. Pero, entonces, ¿Qué es lo que cree? Al margen de “creer” que su pareja se está tomando demasiado a pecho lo de Ainara, ¿cree en algo? ¿Tiene alguna visión del mundo con la que pueda replicar a su sobrina?

Parece que no. Tampoco parece tenerla el padre de Ainara, que interpreta Miguel Garcés. Iñaki siente por el asunto, en el mejor de los casos, equidistancia. Este personaje —impecablemente escrito— recorrerá el metraje de Los domingos sumido en la indecisión, para que poco a poco se vaya aclarando si esta obedece al instinto de dejar que su hija haga lo que le hace feliz, o a algo más pedestre. Miguel Garcés remite al personaje de Ramón Barea en Cinco lobitos —debut al largo de la directora— y vuelve a demostrar la inteligencia con que Ruiz de Azúa perfila ciertas expresiones de masculinidad. Una no relacionada directamente con la agresividad, por agazaparse en un aparente desvalimiento con el que el egoísmo siga fluyendo silvestre.

El personaje de Garcés —que, naturalmente, se contradice una y otra vez durante el film— redunda en la ausencia de argumentos contra la vocación de Ainara. Así que Maite está sola. Es la única que muestra una oposición firme, y no le apoyan ni su hermano ni su pareja. Lo que no debería ser tan relevante porque al menos Maite sí tiene una visión del mundo. Y esa visión del mundo puede replicar, se supone, la de Ainara. Contradecir, criticar, lanzar argumentos más convincentes que su marido. Debatir, que parece que es lo que quiere hacer Los domingos. La película ha ganado la Concha de Oro en San Sebastián —un año después de que ganara ahí mismo Tardes de soledad de Albert Serra, quizá por motivar el debate sobre la tauromaquia— por eso, por debatir.

Sería una lástima, entonces, que a Maite le perdieran las formas. Que fuera una mujer irritable, despótica, y no solo llegara a recurrir a los gritos sino también a la manipulación y a la traición contra Ainara, a quien se supone que quiere tanto. Por cuyo bienestar se supone que se preocupa. Pero es lo que sucede. Acorralada, Maite llegará a hacer cosas muy cuestionables por aquello en lo que cree. Que tampoco, por cierto, atina a comunicar muy bien qué es. La posible complejidad de su pensamiento se difumina con comentarios estilo “nunca te fíes de los curas”, escritos casi como una parodia del ateísmo pendiente de una estrechez de miras o un afán autoritario. Se nota que Ruiz de Azúa disfruta cargando de ironía cada vez que Maite dice “yo respeto tus creencias”.

Al otro lado, curiosamente, sí que hay diálogo. Como han destacado con acierto en Religión en Libertad —el “portal líder de noticias sobre el papa, Iglesia católica, cristianismo e historias de conversión del día”—, es estupendo cómo Los domingos se prodiga en conversaciones de Ainara con varias figuras de la Iglesia católica, compartiendo sus dudas y siendo escuchada plácidamente. Sin que nadie le imponga nada. Una vez la película prefiere dejar de lado su pasado inmediato —la relación de Ainara con una madre fallecida muy devota, una vida entera entre colegios de curas—, la protagonista de Los domingos solo halla comprensión en el clero. El convento le abre las puertas, y apenas si nos topamos con un cuartucho austerísimo para percibir un ligero sobresalto.

Expuesto todo esto, ¿no deberíamos poner en cuarentena aquello de que Los domingos “mueva al debate”? ¿Estamos presenciando un debate, en realidad? ¿Puede haberlo cuando no hay voces en igualdad de condiciones intercambiando argumentos? No es solo que Maite parta con escasísimas opciones de convencer a la protagonista a costa de su soledad y su carácter —cuyo histerismo frente a la afabilidad del marido linda lo bastante con inercias misóginas como para encender también las alarmas desde ese lado—, es que tiene, bueno, toda la película en su contra. 

Un debate engañoso

Ainara, cabe decir, no es un personaje muy construido, aunque precisamente eso también le otorga ventaja por encima de su tía —dejemos de lado el instinto arraigado a cualquier espectador de empatizar con alguien en pantalla que en todo momento parece desafiar algo— y facilita el repliegue de la puesta en escena alrededor de ella. La vocación, una idea en penumbra que progresivamente va saliendo a la luz —el primer plano de Los domingos es un crucifijo en una habitación a oscuras—, se ve envuelta en una serie de decisiones y estrategias que se funden con su visión. 

Los montajes musicales con el coro donde participa Ainara transmiten ingravidez —un desapego de la carne al sereno compás de los razonamientos del personaje—, y desde luego no son grandilocuentes. No es Los domingos una película de Mel Gibson. Pero hay algo muy meditado en la fotografía, en el ritmo, en los espacios, que toma forma en la angustia de la canción de Nick Cave que entona el coro. “No creo en un dios intervencionista, pero si creyera me arrodillaría ante él para suplicarle que no interviniera en ti, que no te tocara ni un pelo”. Es desesperación, pero también es calma. Asunción de lo inevitable. Habrá que creer porque si no, estamos solos. 

Lo curioso de la realización de Ruiz de Azúa —absolutamente magnífica por otro lado, con una mesura en la administración de los diálogos que supera incluso los logros de Querer— es que es mucho más equidistante que la escritura de los personajes. Todo el “debate” que se le ha querido asociar quizá venga de lo formal, porque el relato no tiene vuelta de hoja. Todo es tan gris, tan sobrio y desangelado desde el principio, que no hay gran diferencia para cuando se dan cita los conventos o los entornos directamente cerrados. Como si diera igual. Como si fuera lo mismo tomar los hábitos que no tomarlos, y la película prefiriera sumirse en un único estado de ánimo. Meditabundo e inmovilista, asumiendo que hay tanto encierro en el ateísmo como en el convento. 

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Todo lo cual emparentaría a Los domingos con estructuras de sentimiento que tenemos ya muy interiorizadas en España —en ellas late la Cultura de la Transición y el Partido Socialista del malmenorismo, “seremos penosos pero lo que hay ahí fuera es peor”—, y tampoco al final sería algo tan alarmante. Es la impotencia reflexiva que diagnosticó Mark Fisher y la anemia política generalizada de nuestra cinematografía, no hay mucho más. Lo que sucede, y quizá aquí esté lo novedoso por el tema que manejamos, es que la película parece ser incapaz de desgajar la fe de una iconografía concreta. De forma que la película no hable de espiritualidad —como por ejemplo sí podía hacer, mejor o peor, Sirat—, sino de un credo con nombres y apellidos.

Aquí es cuando ya hay que preocuparse. Porque el apego de Los domingos por las imágenes de la Iglesia católica no es exactamente fetichista —no es Rosalía, no son los Javis o cualquier otro artista modernillo que quiera “resignificar” cosas—, sino que se recluye en ellas porque es lo que tiene a mano, es el mejor asidero posible al engrosar nuestra identidad nacional. Una tan fuerte, en la que tan fácilmente nos podemos reconocer todos, que al final pugna por asfixiar cualquier indagación en sus mecanismos y conceptos. Lo peor de Los domingos es que no hay ni una sola conversación que se preocupe seriamente de la fe, de por qué necesitamos la fe o, de necesitarla, contra qué la estaríamos oponiendo. Solo hay mucha palabrería católica, dicha solemnemente.

La fe no es algo malo. La fe es necesaria, según adónde apuntemos con ella está cargada de futuro. Apartando la fe de su entramado, reduciendo la disyuntiva a formas de vivir siguiendo un credo monolítico —ya sea el catolicismo o el ateísmo de dibujo animado de Maite—, lo que paradójicamente nos está diciendo Los domingos es que no cree en nada. Es una película profundamente nihilista, satisfecha con proclamar que nada importa y que, como nada importa y eso da miedo, mejor volver a los sistemas de pensamiento más reconocibles de nuestro alrededor. Un panfleto católico hecho a la medida de nuestra época. Una infamia reaccionaria.

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