El bosque y yo
Cuando en 1977 nació mi hijo pequeño, nos compramos una casa en el Valle de Arán. Era preciosa, tenía el tejado a dos aguas, las paredes viejas de piedra vista y el interior forrado de enormes tablones de madera dorada.
Una familia vecina, la Teresina, su marido apodado Nartum y su hijo Jaume nos la cuidaban.
El pueblo, Arrós, a mil metros de altura, en la ladera soleada de la montaña, era una comunidad de cien vecinos de pastores y payeses. Por todas partes cacareaban las gallinas, y las ovejas, cuando volvían de pasear con el pastor y su ayudante, el perro, se acomodaban en rediles calientes y limpios.
Los perros del valle tenían un oficio. Dignos, poco dados a hacer carantoñas, se sentían orgullosos de desempeñarlo. También los había cazadores y estaba un chucho pequeño, perteneciente al tonto del pueblo, que parecía muy feliz junto a su amo, acechando el paseo de los forasteros.
Tengo en mi vida dos guerras: la primera contra los perros que no hacen nada. Una costumbre importada de los países nórdicos, que entró en nuestro país cuando nos volvimos europeos y nuevos ricos.
La segunda contra el esquí: tolero a esquiadores vocacionales dispuestos a madrugar y pasar un calvario para llegar a las pistas. También al puñado de ricos que han esquiado toda la vida. Pero a los que les siguen, pretendiendo ascender en la escala social, los detesto.
Así que, cuando mis hijos iban a esquiar con su padre y otros amigos, yo acompañaba a la Teresina a pastorear y aprendía infinidad de cosas. Cuando una vaca estaba enferma, por ejemplo, les ponía el termómetro que ellos mismos usaban. Todo muy limpio y cuidado con cariño. Y cuando bajábamos, por la amplia ladera trasera de la montaña hasta el río Barradós, afluente del Garona, me enseñaba la amistad que había entre las vacas, que siempre paseaban con la misma compañera, de dos en dos.
En verano cargaba un montón de niños (míos y ajenos) en mi dos caballos descapotable y destartalado y nos íbamos a Arrós, dónde nos divertíamos y dábamos larguísimos paseos.
En los incendios que asolan el país, se debe consultar a los viejos. Ellos aman las casas y conocen las tierras palmo a palmo
También había tristeza porque a cada nueva visita, veíamos al pueblo cambiado. Aparecieron los paletas y los carpinteros para “arreglar” las casas que los esquiadores compraban a buen precio, mientras los pastores se marchaban y el pueblo perdía su encanto.
Llegó un momento en que todos los vecinos vendieron el ganado a grandes compañías: pagaban mejor y daban menos trabajo.
Solamente faltaba la llegada de los reyes, acompañados de centenares de depredadores, para que el Valle no se pareciese nunca más a lo que fue.
Cuando me separé y mi marido se quedó la casa, tardé muchos años en volver. Mis hijos me contaban que la Teresina tenía una foto mía en el comedor.
Murió Nartum, murió la Teresina y Jaume, su hijo, se fue a Vielha.
Pasaron los años y un día volví a Arrós con una amiga. Después de visitarlo, dolida y asqueada, bajamos al Barradós.
Me senté al lado del río, metí los pies en el agua y miré hacia arriba. El corazón se me encogió. Mi amiga, discreta, me pregunto si añoraba la infancia de los niños. Nada más lejos de la realidad. Estaba viviendo, como si me golpeasen, la muerte de la Teresina y de Nartum: el paisaje había cambiado como uno de esos niños huérfanos de Gaza mutilados y violados.
En los incendios que asolan el país, se debe consultar a los viejos. Ellos aman las casas y conocen las tierras palmo a palmo; pueden ayudar a los expertos indicándoles el sitio exacto en el que hacer un cortafuegos. Siempre en invierno.
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Mercè Carandell Robusté es socia de infoLibre