El clavo ardiendo
Érase una vez, queridos amiguitos, una casa negra y muy pequeña. Se llamaba Código Penal. A diferencia de la casa vecina, Villa Constitución, que tenía estancias amplias y generosas porque allí habitaban derechos, en las habitaciones del Código Penal vivían delitos, por lo que las dependencias eran minúsculas. En cada una residía una conducta ilícita muy concreta y cada conducta delictiva llevaba aparejada una condena, pensada como una horquilla o marco de penas.
En una de aquellas habitaciones residían los abusos sexuales. Justo en el piso superior estaba la habitación de las agresiones sexuales, que era donde vivían las violaciones cometidas, según una norma muy antigua, con violencia o intimación.
En aquel país, queridos amiguitos, pasaron algunas cosas feas. Algunos jueces metieron en el piso de los abusos, en el de abajo, ciertas conductas en las que no veían violencia o intimación; básicamente, violaciones de mujeres borrachas, drogadas o dormidas. Los dueños de la casa creían que su lugar correcto era el piso de arriba, porque no había existido consentimiento, así que decidieron hacer obras en el inmueble.
La obra consistió en quitarle el techo a la habitación de los abusos y juntarla con el local de arriba, el de las agresiones. Crearon una dependencia bastante grande, lo que nunca es una buena idea en materia de delitos. La idea del contratista era que aquellas conductas que los jueces insistían en calificar de abusos, por no ver violencia, pudieran alcanzar la pena del piso superior; se trataba de agravar las condenas.
Los abusos perdían el techo, con lo que sus condenas podían subir, pero ¡ay! las agresiones perdían el suelo, con lo que sus condenas podían bajar. Así que algo pensado para subir penas resulta que empezó a bajarlas
Sin embargo, al parecer nadie se dio cuenta del problema: los abusos perdían el techo, con lo que sus condenas podían subir, pero ¡ay!, las agresiones perdían el suelo, con lo que sus condenas podían bajar. Así que algo pensado para subir penas resulta que empezó a bajarlas. La obra tenía un defecto estructural.
Este desajuste podía haberse evitado con un clavo. Hubiera bastado un aplique pegado a la pared del piso de arriba en el que atornillar las condenas ya impuestas, de tal forma que, aun sin suelo, la condena por agresiones quedaría anclada en su lugar y no bajaría. Pero el operario de turno, ¿qué os parece?, se olvidó de colocar el clavo que llaman ‘Disposición Transitoria’ y que suelen llevar todas estas obras de alicatado pero que, en este caso, pues no se puso.
El administrador de la comunidad, que es el Tribunal Supremo, sentenció que sin tal amarre las condenas por agresiones habían perdido el suelo y, por tanto, debían caer al piso de abajo. Es la historia triste de una obra mal diseñada.
Por contaros todo, os diré algo más: la pobre casa de la que os hablo está cosida a remiendos. Desde comienzos del 2020, el Código Penal ha sido modificado diecisiete veces, que se dice pronto. Ha sido vapuleado a diestro y siniestro con innumerables chapuzas, y en alguna otra reforma los currelas también se olvidaron de colocar el clavo; por ejemplo, recuerdo una reforma en la habitación de los terroristas en el año 2015. Pero en aquel caso las condenas no bajaron; el administrador de la comunidad, en su sentencia sobre las ‘Herriko tabernas’, sostuvo que el anclaje podía “aplicarse de forma analógica” aunque la ley no lo mencionara, así que pelillos a la mar.
Os preguntaréis por qué el administrador dijo una cosa ante una reforma y luego la contraria ante otra. Pero eso, queridos amiguitos, ya es otra historia.
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Carlos L. Keller es socio de infoLibre.