Picasso Chanel, la mirada oscura

Vicente Manjón Guinea

La muestra Picasso – Chanel está organizada por el museo Thyssen en cuatro secciones presentadas en orden cronológico. A través de ella se observa la influencia del arte de Picasso en los trajes de la modista Chanel. La expresión pictórica geométrica del cubismo, con líneas rectas y angulosas, la reducción cromática, la predilección de los blancos, negros y el beige como colores dominantes, o los tejidos supuestamente humildes con texturas austeras, es el gen dominante en el primer periodo.

La segunda sala está dedicada a la que fuera mujer y amante del pintor oriundo de Málaga. Concretamente a la bailarina rusa Olga Khokhlova, devota clienta de Chanel, por cierto.

La tercera da paso a la adaptación de la obra de Sófocles, Antígona, realizada por Jean Cocteau cuyos decorados y máscaras fueron diseñados por Picasso, mientras que la vestimenta fue parte de la creatividad de Chanel.

Y por último, el cuarto apartado lleva el título de El tren azul, y es la opereta bailada en un acto, con libreto de Cocteau, música de Darius Milhaud y vestuario de Chanel. La imagen del telón de fondo, donde se representa el ballet, será la interpretación de dos mujeres corriendo por la playa que Picasso hubiera llevado al lienzo con anterioridad.

En todos los cuadros de Picasso, sobre todo en los retratos, sale a relucir la mirada fría, negra, compungida. Es como si la cuenca de los ojos de todas y cada una de las mujeres representadas por Picasso fueran una autopista oscura hacia el abismo

Retomando esta pequeña introducción, la primera parte de la exposición nos da una sensación de bastante más austeridad que cuando llegamos al final. No obstante, es un pequeño engaño. Un artificio que el modisto Paul Poiret llamó certeramente el “miserabilísmo del lujo”. Tal y como dijo el escritor francés Maurice Sachs: “Chanel inventa lo barato costoso, la miseria rica, la pobreza encantadora”.

Después podemos ir viendo vestidos de fiesta, emulando la erótica concupiscencia de los años locos y divertidos del charlestón. Vestidos de pedrerías y creaciones soberbias pero elegantes, perfumadas con esas dos gotitas de Chanel nº5, con las que Marilyn Monroe vestía su cuerpo desnudo antes de irse a dormir.

La última etapa, El tren azul, es la que con más vigor representa el feliz mundo de la gente de clase social alta. Tan pudibundos ellos como exigen las buenas formas, pero tan propensos hacia los amores encubiertos y al sexo, como los de cualquier personaje de vida alojada en el hastío precisamente por tener de todo.

Pero en toda la exposición, en sus cuatro diferenciadas etapas, hay un mínimo común múltiplo, que el espectador no advierte, o quizá sí, pero se despista. Termina siendo confundido por ese olor del perfume de Chanel.

En todos y cada uno de los cuadros expuestos de Picasso, sobre todo en los retratos, sale a relucir, como en La Mujer de verde, la mirada fría, negra, compungida. Es como si la cuenca de los ojos de todas y cada una de las mujeres representadas por Picasso fueran una autopista oscura hacia el abismo, hacia un agujero negro.

Podemos verlo en el retrato de su primera mujer, Olga, posando sentada con uno de los vestidos de su amiga Chanel. Su rostro es serio y gélido. Su belleza se oculta tras un velo de penumbra.

Lo mismo podemos contemplar en Tres mujeres en la fuente, y esa sucesión de obras pictóricas de mujeres monumentales. Puede que sus manos, sus pies, su cabeza, se muestren henchidas de grasa o de aire, pero sus ojos siguen manteniendo ese oscuro vacío. No es suficiente vivir en un mundo de artistas y empresarios adinerados, incluso en tiempos de guerra, para borrar de los rostros, de los ojos de los protagonistas del cuadro, esa sensación de melancolía y de tristeza, de opaca profundidad en cada una de sus cuencas oculares. Ni tan siquiera ese Arlequín con espejo es capaz de despegarse de esa impresión nocturna, de entristecimiento, de infelicidad.

Puede que esa gente chic de la sociedad, a pesar de sus llamativos y coloreados trajes de baño, de sus elegantes vestimentas para jugar al golf o al tenis, siempre guardando la compostura, sepan, en su fuero interno, como dijo Rafael Chirbes en alguna ocasión, que sus cadáveres también desaparecerán para siempre, sepultados, en su caso, en el mar de la economía, en el mar de la vida o de la muerte, donde encallamos todos.

Ahora, gracias al Thyssen, a Picasso y a Chanel, comienzo a entender esa telenovela mexicana producida por Valentín Pimstein que llevaba por título Los ricos también lloran. Aunque lo hagan en silencio y no tan burdamente como esos miserables sin dientes de las callejuelas de Dickens, que lloran y gritan su dolor con el único fin de sacar una limosna.

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Vicente Manjón Guinea es socio de InfoLibre.

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