Librepensadores
El rosal que dio a luz tigres
En este confesionario laico, donde de cuando en cuando y de vez en vez le explico a amigos anónimos mis pecados, que son mitad desvarío y mitad tirabuzón de algodón de azúcar, he explicado ya que fui íntimo amigo de un gallego locogallego loco que gustaba de orinar en árboles, que el patio de mi casa era una plataforma espacial a diez pasos del cielo okupada por asambleas constituyentes de flores silvestres y piquetes de malas hierbas, que durante mi ayuno de vida social me enamoré de un par de muchachas con las que aún convivo en pecado, llamadas Soledad y Esperanza, que junto a ellas y mi sombra montábamos orgias de pensamientos y fantasías cuando nos bañábamos los cuatro desnudos en las pozas y los remansos del río de las Meigas y que aquella tierra perdida en la que moré unos años, en lo profundo de la Galicia profunda donde cada centímetro cuadrado tiene dos mil años de recuerdos y cada piedra tiene su propio certificado de denominación de origen, es un bosque de hadas.
Pero hoy aporrea en mi puerta de los recuerdos olvidados, un milagro extraordinario de los que nunca nadie supo, porque el mundo ya tiene bastante con girar, porque hice juramento ante la Santa Compaña de callar sucesos mágicos y misteriosos y porque soy de la opinión que las camisas de fuerza del frenopático no le caen bien a mi look informal.look
Empiezo por aclarar para exculparme por mi posible yerro, que cuando uno duerme entre piedras milenarias, despierta mientras el sol tiende su colada de montañas engalanadas de verde y plata, y al salir por las mañanas al balcón del cielo ve un firmamento de purpurina brillante sobre el musgo amarillo que lo envuelve todo, ver milagros mágicos es cosa cotidiana.
Pero volvamos al meollo del suceso que, como ven vuesas mercedes, me gusta más hacer floripondios y circunloquios que chuparme los dedos mojados en miel de panal.
A poco de jurar mis votos de alérgico a la frenética carrera de la raza humana en la que yo pretendía ser campeón de algo que ni siquiera hoy sé que era, de bajarme en marcha, huir y tras estar perdido localizar mi Balcón del Cielo en un monte fronterizo de dos países, un día cualquiera de primavera de los que la luz deslumbrante te empuja a punta de pistola a hacer locuras colosales, viajé a unos cuantos kilómetros, compré media docena de rosales para plantar y regresé dispuesto a emprender la tarea más desconcertante para un hijo de metrópolis urbana, hacer un hueco en la tierra, plantar un ser vivo y esperar a ver qué pasa.
Poco tiempo después a pesar de la torpeza del jardinero, como en aquella tierra fértil y abierta a todo hasta las piedras dan flores, en el trozo de jardín que surcaba las paredes bajo las ventanas del cuarto de los libros, ventanales que como viejos espejuelos colgantes adornaban el lateral soleado de la casa, explotaron fuegos artificiales de rosas, rosas, amarillas y rojas.
Al año siguiente, como aún tenía miedo de hacerles daño, los rosales eran salvajes, amazónicos, desbordados, tupidos de racimos de hojas verdes que hacían castells coronados por anxenetas en flor de colores rojos, amarillos y rosados, fabricados por hilos de terciopelo.
Y un día, mientras el sudor perlaba mi frente y el látigo abría brechas en mi espalda y estaba remando como esforzado galeote, navegando entre la página ciento diez y la siguiente del libro donde vivía aquella semana, entre comida y comida, escuché a los rosales de debajo de la ventana de mi santuario lector llorar. El primer trozo de sonido llegó como un débil llanto infantil a los oídos de quien nunca había atendido llantos, reconozco que me desconcertó más que en medio de aquel silencio habitual propiedad exclusiva del viento y los grillos de pronto se escuchara un sollozo, qué pensar que los rosales también lloran. Salí poco a poco, dispuesto a enfrentarme a misterios y hechizos, pero no a milagros, y sucedió que entre la hojarasca tupida que formaba la peana de uno de los rosales amarillos, la milagrosa tierra había parido cinco tigres chiquititos, minúsculos felinos de ojos aún cerrados pero ya con carácter y personalidad de cazadores. Para no aburrir a mis confesores de hoy, diré que a pesar de que durante unos instantes me pareció raro que un rosal amarillo diera a luz tigres anaranjados, mi proverbial raciocinio hortofrutícola comparado solo con el de Forrest Gump enseguida se cayó del guindo entendiendo que el milagro era más entuerto del azar, más sala de partos alternativa que triple salto evolutivo.
A los pocos minutos cuando mi yo samaritano construía albergues confortables para gatos recién nacidos con trapos y cajas de cartón al cobijo del porche, apareció la gata madre maullándole enloquecida primero al rosal que encogido de hombros negaba responsabilidad y luego al secuestrador de sus cachorros. Creo que todo terminó bien, porque al cabo de un rato, la señora felina con la piel dibujada de rallas anaranjadas, uno a uno y entre sus fauces se había llevado a sus cachorros, supongo que a un hogar cotidiano, nunca más se pasaron por allí ni a saludar siquiera a pesar de que la caja con trapos envejeció solitaria en un rincón del porche esperando ser por lo menos residencia de verano para tigres, los rosales desde entonces limpios y aseados para evitar ser zona materno-infantil de criaturas trashumantes se miraban unos a otros vigilando que solo pétalos de terciopelo alfombraran sus pies.
Y yo repuesto ya del milagro mágico que durante unos instante fue verdad, abrí los ojos a los misterios de la vida oculta y empecé a salir furtivo a cazar otros milagros y descubrí castaños que entre sus ramas dan a luz ruiseñores, prados de trigo que dejan nacer a “escribanos” que luego vuelan, grietas de rocas que amamantan lagartijas, ciénagas pequeñas que crían ranas, puertas invisibles a mundos subterráneos donde topos y ratoncillos son incubados sin peligro, y hasta troncos muertos que le dan la vida a legiones de minúsculos, simpáticos y alborotados gusanos. Esos y otros mil milagros descubrí en mi tierra media, perdida entre lagos azules, pero por mucho que lo he intentado de nuevo, los rosales no paren gatos ni siquiera de su mismo color, así es que no lo intentéis, conformaros con las cosas como son, porque los milagros, los que ocurren de verdad, solo están en nuestra imaginación, solo nosotros los podemos ver y duran solo el instante que nuestro raciocinio se da cuenta y los cambia por verdades reales.
Ahora que vivo en otro sitio de magias diferentes, tengo en la ventana una maceta de petunias, a la que vigilo con cuidado para no perderme cuando de ella broten mariposas de colores.
José López es socio de infoLibre