'Ana contra Gürtel': la novela que se pregunta si la corrupción forma parte de nuestra identidad
¿Cómo se corrompe una persona? ¿Y una organización? ¿Hasta qué punto es imposible no acabar cayendo en la tentación de meter la mano en la caja del dinero cuando todos a tu alrededor sucumben a su poder?
Esta novela basada en hechos rigurosamente reales es la historia de una mujer que presenció en primera persona cómo a raíz de la especulación inmobiliaria el dinero empezaba a entrar en el ayuntamiento de una ciudad dormitorio de Madrid y cómo, poco a poco, todos a su alrededor, empezaban a enredarse en las pegajosas redes de la corrupción. Y, en vez de dejarse llevar por la corriente, decidió denunciarlo.
El final no es ni bonito ni aleccionador: lo perdió todo menos, tal vez, su dignidad.
Esta no es la historia de uno de los casos de corrupción institucional más famosos de los últimos años, la famosa trama Gürtel, ni siquiera de un ayuntamiento o de un partido político, porque la corrupción y el abuso de poder no entienden de siglas. Es la historia de cómo actúa la corrupción, de cómo nace, crece y se desarrolla hasta abarcarlo todo, narrada con ironía e incisión, en primera persona y con esos tintes tan españoles de esperpento, absurdo, picaresca y, sí, cutrez.
infoLibre adelanta en exclusiva un fragmento de Ana contra Gürtel, novela de Javier Bardón que llega a las librerías el próximo 15 de septiembre de la mano de AlRevés Editorial, en la que la gran pregunta es: ¿forma parte la corrupción de nuestra identidad nacional? Y... la más importante: ¿qué habrías hecho tú en su lugar?
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Antonio Pedreira, juez
A la mañana siguiente, Irene la espera en Barajas.
Irene es policía y amiga de Bosquegolf, la urbanización donde vive —vivía— Ana. Salvo Gallardo, que compró el billete, es la única que conoce los detalles del vuelo. Por precaución, ni siquiera se lo ha dicho a sus padres. Es precisamente esa sensación de cautela e hipervigilancia la que, a modo de déjà vu, la sitúa en su inmediata realidad: Madrid, Gürtel, año 2011.
El abrazo con Irene libera un nudo en el estómago, que sube, se enquista en la garganta y deviene en lloro. Un lloro irrefrenable, a golpes, mezcla de ira, alivio, odio, alegría, esperanza. Un lloro como pocas veces lo ha llorado. Aunque apenas lleva un año y medio fuera, ciertos estímulos la sorprenden, empezando por la sensación de frío, que tenía ya olvidada; el aeropuerto, limpio, moderno, donde todo el mundo camina deprisa; la gente, seria, arreglada, vestida de colores oscuros; el paisaje de camino a casa, pardo, mustio, árido; las autovías de varios carriles, sin socavones, como alfombras grises, semivacías un domingo por la mañana.
—Esta gente no sabe que vienes. Les he invitado a un desayuno en casa. Van a flipar cuando te vean —dice Irene, sacándola de su recalibración.
—Tengo ganas de verlos a todos —se aventura a decir.
El desayuno sorpresa es un carrusel de emociones. En realidad, toda la semana lo es, a pesar de que restringe su agenda a familiares y amigos. No obstante, varias personas ajenas a ese círculo tratan de ponerse en contacto con ella. Gallardo es el más insistente; quiere verla antes de la declaración. Ana le da largas. Sabe que, si queda con él, la va a marear con todo lo que tiene que decir y lo que no tiene que decir y cómo lo tiene que decir… y ya está muy cansada de cálculos. No quiere más cálculos, solo quiere contar la verdad. Y punto.
La noche anterior a la comparecencia repasa mentalmente los hechos y se visualiza ante el juez. Apenas entra en un estado de duermevela. Esa es otra herencia de aquella época: el insomnio. El insomnio, las pesadillas, la desconfianza, la ansiedad, la paranoia, las pastillas. Por eso la declaración es tan importante. Puede que sea el principio del fin.
A la mañana siguiente, se arregla como en los viejos tiempos: se maquilla, se perfuma, se pone un pantalón de pinzas, una chaqueta, tacones y un bolso grande que le ha prestado una amiga para meter la carpeta con los documentos. El espejo le devuelve la imagen de una mujer segura de sí misma. ¡Hacía tanto tiempo que no se veía así! Está tan contenta que hasta se da el lujo de ir en taxi a los juzgados.
Visto desde la calle, el convento de las Salesas Reales, sede del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, es un edificio imponente. El estilo neoclásico de la fachada, armonioso y solemne, infunde confianza. Era ahí, piensa, era ahí adonde debería haber ido desde el principio, en vez de dar palos de ciego por parques, cafeterías y hoteles de mala muerte.
Tras cruzar el vestíbulo y pasar por el detector de metales, sube al segundo piso por la imponente escalinata de piedra. En los pasillos de la galería superior, se cruza con un hombre de mediana edad que sostiene unos papeles en la mano. El hombre la observa por encima de unas gafas de lectura. Ana se pregunta si será alguien de la trama. De muchos se conoce vida y milagros, pero sería incapaz de reconocer sus caras.
Al doblar la última esquina del cuadrilátero, frente a la puerta de la sala de vistas, se topa con la primera sorpresa: Pepe Iberia. Allí está él, sentado en una especie de sillón, leyendo El Mundo, igualito que siempre, impecablemente trajeado, con su cara alargada, su calva frontispicia y su bigotito a lo Aznar. Al cruzarse las miradas, sus minúsculas pupilas azules se dilatan como si hubiera visto al mismísimo diablo. Aun así, guarda las formas: se levanta, la saluda ceremoniosamente y le planta dos besos de esos tan suyos, humedeciéndole las mejillas.
—Pero ¿tú qué haces aquí? —pregunta sin poder disimular la sorpresa.
—Pues supongo que lo mismo que tú, solo que yo vengo a decir la verdad.
Al escuchar la respuesta, Pepe Iberia deja escapar su característica risa de conejo.
—En eso te equivocas. Yo también vengo a decir la verdad.
—Que nos conocemos, Pepe. No veo las carpetas por ningún lado.
Con gesto desconfiado, el concejal alza la vista, como si buscara alguna cámara en el techo. Pepe es un tipo retorcido y algo bocazas, pero hubo un tiempo en el que se llevaban bien, incluso muy bien. Él la había ayudado a entender algunas de las maniobras de Arturo, porque entre ambos se odiaban. El alcalde lo despreciaba públicamente y lo había degradado de concejalía. Por mucho que ahora fuera a testificar a su favor, en realidad lo hacía para salvar su propio culo. De cualquier manera, encontrárselo allí era un contratiempo; enterarse él era enterarse todo el mundo.
Cuando el concejal entra por fin a declarar, Ana se da cuenta de que le tiemblan las manos. Baja al claustro a fumar un cigarrillo e intentar calmarse. Aprovecha para llamar a Gallardo.
—Agustín, escucha, estoy aquí, en los juzgados. Me he encontrado con Pepe.
—¡Qué me dices!
—Lo que oyes.
—¡Joder! ¿Es que no hay nadie en este país que tenga dos putos dedos de frente?
—Escucha, tú me compraste el billete. Necesito que me cambies la vuelta.
—Claro.
—Si puedes para mañana.
—Lo intento, pero antes tengo que hablar contigo.
—No sé si voy a poder. Esta tarde ya he quedado con dos personas.
—Si puedo cambiar el billete, ¿te veo mañana en Barajas?
—Vale.
—Pues lo hacemos así.
—¿Agustín?
—Sí.
—Nada.
—Escúchame. Aguantas, ¿vale? Piensa que cuando termines se acaba tu pesadilla.
—Vale.
La declaración de Pepe es breve. Antes de la media hora, reaparece con una mueca burlona.
—Facilito —dice.
—Me alegro por ti.
Te parece si te espero y tomamos juntos el vermú?
—No puedo, he quedado con mis padres a comer. —Luego, pensándolo mejor, le finta—: Si quieres podemos quedar en Boadilla la próxima semana. Llámame el viernes y concretamos.
—¡Perfecto! Tengo que contarte un montón de cosas.
Pasado un rato, una voz de mujer grita su nombre desde el otro lado de la puerta. La sala de declaraciones no es el espacio blanco y aséptico que había imaginado; más bien recuerda al de una cafetería modernista, con columnas de hierro estriadas, arcos, tragaluces redondos y una grisalla de un carro tirado por caballos a lo largo de una de las paredes. Según se entra, a la derecha, hay una mesa larga y maciza; a continuación, varias hileras de sillas negras y, al fondo, el estrado, de madera tallada y con forma de U. Allí se sientan Antonio Pedreira, su ayudante —contratado a consecuencia del párkinson que padece el juez—, y la fiscal Concha Castell. En el interior de la U, una silla y un trípode con un micrófono esperan a Ana.
—Adelante, siéntese. —La voz del magistrado se diluye como un hilillo tembloroso en la amplitud de la sala.
Es una voz acorde con el cuerpo frágil y consumido que la emite. En las fotos de internet parece más joven. Pueden buscarlas. Desde que lo nombraran instructor del caso, a raíz de la inhabilitación del juez Garzón, varios artículos de prensa lo describen con un tono manifiestamente amable. Un diario conservador lo tilda de «antítesis de Garzón» y acompaña el reportaje con una foto en la que se ve al magistrado distendido, en una comida familiar. En otra, en blanco y negro, posa —fila de arriba, segundo por la derecha— en un equipo de fútbol de su Coruña natal: «El juez que pudo ser defensa del Deportivo»; y en una más reciente, se le ve saliendo de un taxi, sonriendo, con su pelo lacio y blanco repeinado hacia atrás. Obsérvenlo bien, ¿no les recuerda a Wojtyla?
—¿Es usted doña Ana Garrido Ramos?
—Sí.
—Señora Garrido, le agradecemos que haya venido a declarar desde tan lejos.
—No hay de qué, estoy encantada.
—Bien.
—Perdone, ¿podría decir algo antes de empezar? Es que, si no lo digo, reviento.
—Adelante.
—Lo primero, reiterar que estoy muy contenta de estar aquí, vaya eso por delante. Pero ahí fuera, en el descansillo, he tenido que soportar una situación muy desagradable.
—¿Desagradable en qué sentido?
—En el sentido de que me he encontrado con alguien con quien no me debería haber encontrado.
—¿Se refiere a otro declarante?
—Sí.
—Entiendo.
—Verá usted, yo pedí ser testigo protegido y me dijeron que no era posible, que esa condición solo aplicaba a los casos de terrorismo y tráfico de drogas. Ya se lo he contado muchas veces a la Policía. Recibo amenazas constantemente. Todo tipo de amenazas, incluso de muerte. No quería que nadie supiera que había venido a declarar y ahora lo va a saber todo el mundo.
—Entiendo, señora Garrido. —El juez susurra algo a su ayudante—. Queda constancia de su comentario en el acta. Veremos qué se puede hacer al respecto.
—Se lo agradezco.
—Muy bien. Ahora vamos a proceder con su declaración, ¿de acuerdo? ¿Está usted dispuesta a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
—Sí.
—¿Tiene usted enemistad manifiesta con alguno de los imputados?
—¿A qué se refiere con «enemistad manifiesta»? ¿Quiere decir si les odio? Evidentemente sí, esa gente me ha destrozado la vida.
La fiscal, atenta, sale al quite.
—Eso lo entendemos. Lo que queremos saber es si está usted dispuesta a contar los hechos tal y como sucedieron.
—Sí, claro. Yo lo único que quiero es que la verdad se conozca y se haga justicia.
—Eso es lo que queremos todos —resuelve el juez—. Ahora le pido que se ciña con precisión a las preguntas que se le formulen.
La fiscal toma la palabra.
—¿Qué sabe usted de un dosier con información acerca del Ayuntamiento de Boadilla del Monte?
—¿Que qué sé? Todo, porque ese dosier lo hice yo.
—Pero no aparece su nombre.
—No lo incluí a propósito, para mantener mi anonimato, precisamente por lo que les comentaba antes.
—Ya veo. Entonces, ¿conoce usted al señor González Panero?
—Claro.
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—¿De qué lo conoce?
—¿A Arturo? Es una larga historia.
—No se preocupe, tenemos tiempo de sobra.