Las colectivas son para el verano

Obra de Ana Laura Aláez en la exposición afters_ Afters.

El mercado del arte tiene también sus tradiciones y una de ellas es la de despedir la temporada con una exposición colectiva. Obligatorio, no; habitual, sí. En este formato hay, como en todo, calidades: comisariados de autor, tanteo de jóvenes en alza, propuestas arriesgadas y perezosas ventilaciones del fondo de armario.

En la galería The Goma puede verse hasta el 19 de julio una exposición con una premisa singular: obras que, aun siendo relevantes en la carrera de sus autores (entiendo, a juicio del galerista), no han encontrado acomodo en las casas de los coleccionistas. Los motivos, variados.

Uno comprende que los amenazadores chispazos que produce cada pocos segundos la hermosa pieza de Javier Arce (Sin título, 2017) –alambres conectados a un pastor eléctrico dibujan el perfil del paraje donde vive el artista– disuadan al comprador interesado en adquirir algo con lo que engalanar su salón comedor. No todas son peligrosas. Algunas, simplemente, están construidas con materiales pobres, pueden resultar crípticas o, en su aparente sencillez, reclaman un espacio que el entorno doméstico no puede ofrecer.

Puntos ciegos nos brinda un ramillete de obras excelentes dispuestas con asombrosa elegancia: apenas un par de destellos de color en un montaje sobrio que logra articular, con inesperada naturalidad, piezas material y semánticamente muy dispares. Por ejemplo, un par de esculturas de Christian García Bello (una, de tela rojiza cosida, a medio camino entre una boina y una víscera –Bellow (Renurón), 2023–; otra, la simplificación formal de los ojos de Santa Lucía –Santa Lucía, 2017–) junto a una instalación de Enrique Radigales (Código tallado en piedra, 2006) en la que, en trocitos de mármol funerario, se pueden leer fragmentos de un discurso amoroso rescatado, en estricto html, de un chat de comienzo de los dos mil.

Completan el recorrido otro par de piezas de Ana Santos (una delicada escultura compuesta con una cajita de madera roja que, rellena de azulejos, amenaza con romperse al primer intento de levantarla –Sin título, 2012– y un rectangulito grisáceo formado tras plegar la cobertura de una mesa de planchar –Sin título, 2012–), la copia a mano que Cristina Garrido hizo de la nota de prensa de una galería londinense (VISUAL POETRY: The experimental path of inter-media traditions in Latin America – Maddox Arts (London, 19 July – 9 September, 2013, 2013), unos cuadrados de papel fotográfico en blanco que Pablo Achinelli flanquea con candados en una suerte de non plus ultra (Duración externa, 2022) y, Map (2011), de Antonio Rovaldi, a mi juicio es la mejor obra de la exposición: un mapa de Herisau, Suiza, cubierto de una capa de pintura blanca que recuerda la muerte de Robert Walser, quien falleció durante una nevada el día de Navidad de 1956.

afters_ o la disidencia

The Ryder Projects se despide de su espacio en Lavapiés con afters_, una exposición que, tomando como eje esos espacios festivos a los que se acude «después» (también ese periodo temporal en el que se superponen ayer, hoy y mañana), reúne obras de Ana Laura Aláez, Nora Barón, Priyageetha Dia, Sahatsa Jauregi, Sofía Montenegro, Álvaro Perdices, Víctor Santamarina, Maximilian Seegert y Francis Whorrall-Campbell.

Hacer arte con una fotocopiadora: Marisa González en el Reina Sofía

Hacer arte con una fotocopiadora: Marisa González en el Reina Sofía

La muestra, comisariada por Carmen Lael Hines y Roberto Majano, hace convivir algunas obras ya «clásicas» (permítanme la expresión) con otras de factura reciente. En la primera categoría podríamos nombrar La serie de las fotos negras (1996-1997), de Álvaro Perdices: grandes formatos oscuros con alguna mota clara y apariencia de «arte serio» (el monocromo, el informalismo abstracto, gloria a Clement Greenberg, etcétera etcétera) tomadas en cuartos oscuros de bares gais de Los Ángeles, Nueva York y Madrid. En ellas, el artista amalgama con enorme inteligencia los dejes del formalismo fotográfico, un modo de representación de la intimidad y una construcción estética del espacio de la disidencia en cuya negrura destellan los fogonazos de los mecheros y la lumbre de los cigarrillos.

También, la serie fotográfica tomada durante el proyecto Dance & Disco, en el que Ana Laura Aláez transformó, en el año 2000, el Espacio 1 del Reina Sofía en una discoteca. La propuesta, que en su momento desató críticas enfervorecidas, parecía presagiar los ríos de tinta que se verterían posteriormente sobre la horizontalidad, habitabilidad y permeabilidad del espacio museístico. Las imágenes, en tonos azules, rosados y violetas, muestran el aspecto que tomó la sala durante la «exposición». Vacía, el cuerpo de la artista sirve de «escala humana».

En el capítulo de obras recientes, destaca First hundred years are the hardest, (2022-2025), de Víctor Santamarina, una instalación en la que se replican e intervienen iconos del mobiliario de diseño (sillas de Le Corbusier y una mesa de Mies van der Rohe) con los que se arma una salita de estar de aspecto inquietante: sobre la mesa, un ramillete de tubos medio derretidos, en el suelo, un vaso con un contenido sospechoso. La fiesta no se sabe si ha terminado o si nunca llegó a empezar. Tampoco, si de ser invitado, uno se atrevería a asistir.

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