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El hombre que fue periodista y funcionario, príncipe y farsante

El negociado del yin y el yang, de Eduardo Mendoza.

El negociado del yin y el yangEduardo MendozaSeix BarralBarcelona2019El negociado del yin y el yang

 

Esta novela es la segunda entrega de una posible trilogía, titulada Las tres leyes del movimiento, que se inició con El rey recibe (2018), de la que parece ser que se han vendido ya 100.000 ejemplares. En ella se relataban las relaciones y aventuras del periodista Rufo Batalla, luego funcionario de la delegación de la Cámara de Comercio española en Nueva York, alentadas por el príncipe de Tukuulo, un farsante que aspira al trono de la inexistente Livonia, quien resulta ser casi tan liante, aunque mucho menos dañino, como Puigdemont y su muñeco Torra. Y a este respecto, no falta alguna que otra referencia maliciosa a la fantasmal república catalana (por ejemplo, en la p. 78) y a sus amarillentos teatrillos.

Tukuulo podría ser el último descendiente de aquellos rusos blancos, de los nobles que tuvieron que exiliarse tras la Revolución de 1917. Y en Livonia, se dice, "mucha gente siente una especial reverencia por los locos y los imbéciles" (p. 123), otro paralelismo con casi la mitad de la Cataluña actual. Así pues, la tercera parte, aunque podría haber incluso una cuarta novela, según el mismo autor, podría titularse La postura del misionero, que como denominación tampoco está nada mal.

En esta nueva entrega nos encontramos con el fin de una época que culmina con la muerte de Franco. Aquí el príncipe tiene menos protagonismo en la trama, aunque sea quien ponga en marcha la maquinaria del enredo, al encargarle a Rufo que lleve una misteriosa carta a Tokio, sin que se le precise a quién la debe entregar. Allí lo estará esperando un individuo que a su vez lo dejará en manos de Norito, quien a partir de entonces desempeñará en la trama un papel sobresaliente. La acción se centra en las disparatadas aventuras de Rufo, componiendo —digamos— una novela bizantina posmoderna, pues viaja de Nueva York a Tokio, de allí a Bangkok y Ju Ju Island (Corea del Sur), un paraíso fiscal donde lo secuestran, y, de vuelta por fin a Barcelona, viaja a Stuttgart.

La novela se divide en dos partes, para cerrarse con un "Epílogo" y una "Nota", en la que el mismo autor aclara el sentido del título y se recogen los agradecimientos. La primera parte de la narración transcurre en Nueva York y en el sudeste asiático, mientras que en la segunda el protagonista regresa a la Barcelona de la Transición, ciudad sobre la que nos proporciona un retrato poco complaciente, en la línea de las visiones críticas de Luis Goytisolo y Juan Marsé. Aunque Mendoza —recuérdese— regresó a Barcelona en 1983 y en 1986 la tachó, con fortuna, en el título de una de sus mejores novelas, de ciudad de los prodigios, pero refiriéndose a una época anterior, algo que ni los más optimistas podrían sostener hoy para referirse al presente.

Si el protagonista se llama Rufo Batalla y el príncipe lleva el nombre de Tukuulo, el resto de los personajes pueden llamarse de manera tan pintoresca como Frascuelo, Tuan Patam, Tuan Warum (Warum es por qué, en alemán), Protasio, Pizpireto, el padre Salvia e Burro o Bollo, apelativo cariñoso, pero ridículo, de Salvador, el marido de Carol. Entre los demás personajes, destacaría a la abadesa de las clarisas, aficionada a escribir cartas, no siempre oportunas y a veces disparatadas, que contrasta con Araceli de Castro, su sobrina, miembro del Opus Dei, "señorita sabihonda y avinagrada" cuyo novio pertenecía a Bandera Roja, organización de tendencia maoísta.

Aventuras aparte, en las que no faltan barcos piratas y helicópteros de combate Cobra, es necesario llamar la atención sobre el humor socarrón del autor, sobre su ironía y retranca bien dosificada que –desde la misma ilustración de la cubierta, donde se representa a Guan Yin, la Diosa de la Misericordia, a la que rinde culto Tuan Patam— emerge aquí y allá a lo largo de la novela: en la fiesta en la casa de Jaime de Piniés en Nueva York, con la presencia de las infantas, y una breve burla de Barthes; en el reiterado error en el apellido Huerta/Huerto (p. 80); cuando se cuenta que en un bailongo del Harlem hispano "un perico ripiao con su acordeón, su güira y su tambora y se puso a tocar un carabiné" (p. 84); o en el momento en que Monica Coover, o Queen Isabella, le susurra a Rufo mientras bailan un fragmento de la letra del vals peruano Que nadie sepa mi sufrir (p. 87). Se vale Mendoza tanto del humor de situación como del lingüístico, quizá los dos principales recursos para generarlo. Además, no sé si es un error o está hecho a propósito, pero en un par de ocasiones se afirma que los rótulos de Tokio estaban escritos en caracteres chinos (pp. 140 y 149).

Sea como fuere, toda la trama parece una mera excusa para que Mendoza, por boca de su protagonista, un "pasivo rebelde", como él mismo lo califica, nos cuente cómo era el mundo en la primera mitad de los años setenta y cómo lo veía él entonces. Mendoza ha insistido en las entrevistas en que Rufo es "casi un calco de mí mismo", "como un hermano tonto". Debe serlo, cuando él lo dice, pero a mí no me lo parece, al menos en lo esencial, que va más allá del "casi". Sí es cierto, en cambio, que sus trayectorias vitales son semejantes; que el padre del protagonista –en su afición al teatro— pudiera estar inspirado en el suyo; y que el personaje de Carol parece compartir algunos rasgos del carácter de la primera mujer del autor. Pero en caso de ser un autorretrato, creo que no se hace justicia, por demasiado cruel.

El viaje al sudeste asiático, en el que Rufo debe hacerse pasar por el príncipe, resulta un puro disparate, literatura pulp en sus diversos formatos, donde los mimbres son los efectos de la globalización, la violencia, el turismo sexual en Pattaya (en el golfo de Siam), y los amores en una leprosería –parece Molokay, la isla del padre Damián— del a menudo pasivo Rufo. Las relaciones –digamos— amorosas que mantiene con las mujeres desempeñan un importante papel en la novela: con Monica, a quien le propone que se fugue con él; con la guía Norito, de la que se enamora, hasta el punto de que está dispuesto a irse a Japón para estar con ella; la relación ocasional con la hostelera Madame Kwank; y con la insoportable Carol (el narrador la llama "muñeca prefabricada", p. 336), casada con un amigo de su hermana que le ayuda a encontrar trabajo.

La utilización de citas en cursiva, intercaladas en el texto –confiesa el autor en una entrevista que la idea procede de Baroja— me parece que no acaba de cumplir su función. Pero, eso sí, los lectores pueden entretenerse buscándolas en Google. La primera procede del poema "La vuelta", de Borges, y así sucesivamente.

La novela empieza con el regreso de Rufo a Barcelona, con motivo del repentino fallecimiento de su padre. Estamos en la primavera de 1975, y unos meses después morirá Franco. El resto de su familia, su madre, su hermana Anamari y su hermano Agustín desempeñarán un cierto papel en la trama. Así, este último —que lleva una existencia misteriosa en Alemania, luego desentrañada— será quien recuerde algunos aspectos poco conocidos de la personalidad del padre. Pronto recapitula el narrador (p. 17) para engarzar con la novela anterior. En Nueva York están de moda las artes marciales, pero el kárate desplazaba al judo, quizá por la influencia de las películas de Bruce Lee, que acabarían postergando a las de espadachines y pistoleros del oeste. Está bien resuelta la escena en Harlem, pero en cambio no funciona esa especie de sainete protagonizado por Frascuelo, quien parece sacado de una de las peores películas de Alfredo Landa.

La segunda parte transcurre en una Barcelona que está empezando a despegarse del franquismo, en la que surgen nuevas realidades sociales y políticas. Rufo busca trabajo, aunque no desea volver al periodismo. Mientras, viaja a Stuttgart para visitar a su hermano Agustín, que ha trabajado ocasionalmente en un teatro estable –digamos— vanguardista, que tampoco sale bien parado, aunque algún crítico haya entendido lo contrario. El caso es que Agustín escribe teatro, triunfando –se ha convertido en el rey del sainete alemán, de la astracanada, se nos dice— con una obra titulada, ¿por qué no?, Caca en el sombrero, a la vez que escribe otra, Cateto en Bayreuth, y espera cerrar la trilogía con Turbulencias y ventoleras. Y como el mismo Agustín afirma, tratan "un poco de esto, un poco de aquello" (p. 324), lo que podría valer también para estas novelas de Mendoza.

En estas últimas narraciones el estilo del autor se ha depurado y ha ido simplificándose, la trama se ha hecho más sencilla, sin dejar por ello de ser disparatada, quizá para llegar a un público mayor, objetivo que parece haber conseguido. En el desenlace, por una vez, el fantasmal príncipe no lo mete en nuevos líos, sino que lo ayuda a salir de apuros. Así, concluye con un diálogo absurdo entre Rufo y Carol, en el que tienen que tomar importantes decisiones. Pero, en esencia, la novela nos proporciona una visión amarga, desencantada, y muy crítica, de aquellos años, en lugares del mundo tan diferentes como los que recorre el personaje, pero también de las décadas anteriores, de la postguerra española, donde salen mal parados Franco y Arias Navarro, como no podía ser menos en la época en que transcurre la acción, pero también dispara contra el "endémico carácter quejumbroso de los catalanes" (p. 105).

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Como hizo en El rey recibe, aquí el autor apunta también algunos de los mimbres de la continuación: ¿transcurrirá en Buenos Aires, lo acompañará Carol en su viaje, acabará tratando a Rufo con el mismo desdén que a su marido, con qué ridículo apelativo lo motejará? Lo cierto es que prolongará el enredo, que en esta segunda entrega parece algo más logrado, mejor armado, que en la primera. _____

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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