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Los diablos azules

Lejos del banquete

La ciudad solitaria, de Olivia Laing.

Lorena Ferrer

―¿Una sensación física?

―El hambre, “hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un banquete”.

―¿Un color?

―El enfermizo verde pálido “que no se conocía hasta que se inventó la electricidad, indisociablemente ligado a la ciudad nocturna, la ciudad de las torres de cristal, de las oficinas iluminadas y vacías, de las luces de neón”.

―¿Un material?

―El vidrio, “transparente y sólido a un tiempo, efímero y material, (…) funde en un único símbolo demoledor los mecanismos gemelos del confinamiento y la exposición pública”.

 

Así describe Olivia Laing la percepción física de la huidiza sensación de soledad. Encontrar las imágenes apropiadas para hablar sobre algo complicado y doloroso supone, de alguna manera, cercarlo, domesticarlo, llevarlo a una zona medianamente segura. No siempre basta con ello ―Sylvia Plath se suicidó poco después de haber dado con la elocuente metáfora de la “campana de cristal” (The bell jar, 1963) para definir la enfermedad mental y la depresión―, aunque sí es cierto que poner un primer pie fuera del terreno de la incomprensibilidad suele ser útil. “La soledad es un sentimiento difícil de reconocer, difícil de clasificar”, admite la autora al inicio de La ciudad solitaria (Capitán Swing, 2017; finalista de 2016 al premio otorgado por el Círculo de Críticos estadounidense). Por ello, decide lanzar la primera imagen desde el título: la ciudad es un lugar en el que, por lo general, nos sentimos solos, pero también la soledad es “una ciudad por derecho propio”, un territorio densamente poblado que hace falta cartografiar para poder ubicarse en él con cierto éxito. O, al menos, para no perder por completo el rumbo.

El interés por la cartografía como arte de la inteligibilidad ya estaba presente en sus dos obras anteriores. En To the river (2011), el espacio de la escritura está delimitado por el trazado del río Ouse, aquel en el que Virginia Woolf se internó con los bolsillos llenos de piedras el 28 de marzo de 1941. El viaje a Echo Spring. Por qué beben los escritores, publicado en Ático de los Libros el pasado año, se abre con un mapa de Estados Unidos en el que diversas líneas, aparentemente caóticas, remedan un viaje: de Nueva York a Nueva Orleans y Cayo Hueso hasta llegar a Port Angeles, en el noroeste, pasando por Saint Paul, en Minnesota. O mejor dicho: de John Cheever a Tennessee Williams y Hemingway hasta llegar a Raymond Carver, pasando por John Berryman y Scott Fitzgerald, en un intento de componer un mapa literario del alcoholismo, enfermedad presente en la familia de la propia autora durante su infancia y que esta pretende asir al mismo tiempo que la transita y escribe.

Aquí, el espacio que se desea explorar es la gran urbe, la urbe por excelencia, ciudad de ciudades: Nueva York. Una metrópoli vivida, además, después de una ruptura amorosa, cataclismo que desencadena o, más bien, acentúa la sensación de la soledad. “La depresión es una grieta en el amor”. Con estas palabras empezaba Andrew Solomon El demonio de la depresión (Ediciones B, 2002; reedición aumentada y revisada en Debate, 2015), que guarda bastantes similitudes con el de Laing. No es solo que la depresión y la soledad se hallen íntimamente emparentadas, sino que los dos autores parten de su vivencia personal de cada una de ellas ―o de ambas al mismo tiempo― para desplegar toda una investigación acerca del mal que les aflige. Sin embargo, lo que para Solomon, especialista en salud mental, supuso una inmersión exhaustiva en la medicina, la historia y la sociología, entretejida con sus memorias personales, Laing lo convierte más bien en una especie de interlocución. Consciente de estar bordeando los tópicos ―la cultura contemporánea está más que repleta de experiencias de la soledad neoyorquina―, escoge volcarse en las vidas y obras de otros para encontrar en ellas las voces que puedan hablar de su propio aislamiento.

“Cuando nada nos emociona, el diálogo es el contacto más íntimo que podemos tener con otro ser humano”. La sentencia nos resulta diáfana, casi banal por demasiado obvia. Es cierto que hay otras maneras de comunicarse y de sentirse cerca de los demás, pero de todas ellas la palabra es la que tiende un puente más sólido. No es difícil estar de acuerdo. Ahora bien, sentirse solo tiene mucho que ver con la experiencia de vivir en una lengua extranjera, una lengua que bien sirve para un nivel básico de la comunicación pero que hila redes más frágiles. Una lengua que puede habitarse solo como invitado, huésped de paso que ha de quitarse los zapatos en la puerta y tiene miedo de ponerse demasiado cómodo en el sofá. Es curiosa la relación que Olivia Laing traza con esta sensación, puesto que a fin de cuentas ella, británica, se muda dentro de un mismo idioma, ahorrándose con ello el posible aislamiento derivado de no comprender o no del todo, de que falten los códigos para darse al otro. Y aun así su vivencia está marcada por “un acento y una inflexión ligeramente distintos” que la señalan a oídos del resto y la distancian de una cotidianidad que debería ser fácil, pero que está en realidad llena de obstáculos. ¿Cómo superar la brecha abierta dentro del propio lenguaje cuando lo que se desea es anidar en él y sentir que se ajusta a nosotros como un traje a medida?

Volvamos a la metáfora, hurtada de Hopper —el primero de los interlocutores de Laing—, del vidrio. La soledad es una gran mampara que, al tiempo que nos enclaustra, nos hace visibles y, no menos importante, nos permite ver; es tanto el escaparate desde el que nos exponemos a las miradas ajenas como la ventana tras la que refugiarse voyeurísticamente. En esa privación de los sentidos a la que se enfrenta la persona solitaria, la vista es el último en sucumbir. De ahí que el intento desesperado de la autora por encontrar las “pruebas físicas” de que otras personas habían pasado por lo mismo que ella la lleve al terreno de las artes visuales. A Hopper, por supuesto, pero también a Warhol, figura que combina la sobreexposición mediática y el éxito con una profunda conciencia de la soledad, y a su némesis Valerie Solanas; al marginal Henry Darger, conserje cuya obra artística solo fue descubierta póstumamente, y a David Wojnarowicz, quien capeó la soledad neoyorquina camuflándose bajo la máscara de Arthur Rimbaud. Compulsiva y casi obsesivamente, la búsqueda de obras de arte que articulen la soledad se convierte en un buceo profundo por esas memorias ajenas ―la exhaustividad de Laing está refrendada por toda una bibliografía de apoyo y por una rigurosa inmersión en diversos archivos― en un trayecto que va del ver al contar. La ciudad solitaria termina así por convertirse en un  relato de la reapropiación del lenguaje, de “los pequeños y múltiples lazos verbales que nos sostienen a todos en el orden social, que nos atan a nuestro sitio”.

Y no solo eso: en esa apertura del yo al nosotros ―única manera de hacer de la prisión telaraña, por usar los términos de la filósofa Marina Garcés―, la soledad se descubre, además de en su dimensión individual, como un problema colectivo. Al tiempo que intenta empatizar con otros yoes y se esfuerza por restablecer un diálogo de tú a tú con otros seres solitarios, Laing no deja de lado situaciones que entrañan una relación más complicada y casi ineludible con la soledad, como son la enfermedad, la marginalización, la disidencia sexual, la pobreza, a menudo entretejidas y potenciadas las unas por las otras, como en la experiencia del sida, estación ineludible en la que necesariamente acaba desembarcando el libro. ¿Y el arte? ¿Para qué sirve el arte una vez que el mapa ha alcanzado dimensiones políticas? La eterna pregunta acecha en las últimas páginas. Y la respuesta, no nos engañemos, no es del todo halagüeña. Hay muchos, innumerables campos sobre los que el arte no puede actuar. Pero si, como Olivia Laing cree, tiene la capacidad “de mostrar que no todas las heridas pueden curarse y no todas las cicatrices son feas”, sí puede ser al menos un primer paso para reconciliarse con la dificultad de estar solo.

*Lorena Ferrer es investigadora predoctoral en Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Lorena Ferrer

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