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Los libros

‘Reyes de Alejandría’, de José Carlos Llop

Reyes de Alejandría, de José Carlos Llop.

Carlos Serrato

Reyes de AlejandríaJosé Carlos LlopAlfaguaraMadrid2016

La última novela de José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) es un ejercicio de nostalgia bien entendida, un canto por la generación que fue joven durante los años setenta del siglo pasado. Otro más, sí, pero Reyes de Alejandría es diferente, sustancialmente diferente: la mirada se instala en el universo pop y desde allí mira el planeta juventud con un telescopio de lentes forjadas por Dylan, Bowie, Frank Zappa, Van Morrison... Y se refleja borrosa y doble, por efecto de la lente, otra de las reencarnaciones de nuestras dos Españas, tan tradicionales como la tortilla de papas. De un lado, esa generación guatequera que había empezado a dejarse ver en los tiempos del reportajillo cañí aquel del NO-DO sobre el concierto de The Beatles en la Plaza de las Ventas, en 1965; del otro, claro, la del NO-DO. Los adolescentes, míralos qué locos, que se sientan en las gradas y el condescendiente narrador que locuta con gracejo de chulapo piadoso de la obra. ¡Ay!, esas melenitas impropias de un machote como Dios manda.

Diez años después, esa melenitas ya empezaban a agriar el gesto cañí. Es cuando el narrador, uno de esos “seres heridos”, expulsados del Paraíso de la juventud, quizá cainitas “que llevan su herida en silencio y se reconocen entre sí mientras la esconden”, recuerda desde el eco que dejó la vida en las cosas: “Cuando pienso en aquel tiempo, veo la camisa de flores de Jimi Hendrix”.

Su recorrido, aunque la novela resulta muy medida, es en cierto modo tan errático como los objetos sobre los que posa su mano, las fotos que mira, los libros que de pronto se singularizan en la estantería, el recuerdo de los bares, de las mujeres, tan espeso como el olor del hachís caliente. Algo hay aquí del José Carlos Llop diarista y poeta: del primero, el detallado inventario de una memoria que juguetea con el detalle, aparentemente nimio en ocasiones, siempre común y cotidiano, cargándolo de un sentido de excepcionalidad que dota de hondura a la reflexión. Sí, en cierto modo, esos objetos sobre la mesa del narrador, esa música que suena, esos libros que de pronto destacan su lomo en la fila del estante tienen un sentido único cuando una intención poética como la de Llop los retuerce para darles nueva forma en un mundo de ficción que logra el acierto de parecerse mucho al mundo real de una generación perdida. Quizá cainita, me vuelve a decir el narrador, porque los inocentes desaparecieron en el tiempo de la muerte y del olvido, porque los que ahora sobreviven salvados del Paraíso habrán de soportar la vergüenza de verse reflejados en el espejo deforme de la hegemonía siniestramente pálida que ha vuelto humo, sombra, nada aquel tiempo de revuelta y renacimiento, aquellos sueños perfumados de chocolate y aquella camisa de flores de Jimi Hendrix.

Bien, nada que no pueda obviar la escritura como forma de exorcismo. Limpieza. Desde el primer párrafo, Llop nos aclara que todo aquello de lo que se dirá en este libro fue y ya no es; no se trata, pues, de un análisis de las causas de estos efectos que ahora vivimos o desvivimos, no es un repaso histórico, ni tampoco un libro de memorias. Es la reconstrucción de un instante perdido en el tiempo, aquel momento en que abrazamos el mundo como recién nacidos a la vida consciente, los años de juventud, gloriosamente atropellados por el ansia de vivir, pero con la marca de una generación que fue decisiva en la ceremonia de la muerte y resurrección de un país que vivía al otro lado del espejo. Ahora, cuando escribe el narrador, tan solo quedan ya en pie de aquellos días luminosos su huella en la memoria de las cosas y la cicatriz en las fachadas de dos ciudades, Palma y Barcelona, que, por entonces, empezaban una furiosa mutación hacia lo moderno.

El narrador escribe más allá del momento y del espacio históricos que fija el relato: en París y ahora. Pero no recuerda. Simplemente sigue hablando en la noche, perdido en un mar oscuro, al micrófono de una radio, casi lo único que funciona, en un barco abandonado en medio del océano del tiempo, como antaño en los bares de Palma o en las casas medio acomunadas, junto a los cuerpos desnudos de los que creían en la vida nueva. Nada queda ya de todo aquello que fue y ya no es, sino lo que una voz sin freno sigue contando, como si nada hubiera cambiado. La peripecia es poca en Reyes de Alejandría, las voces muchas, poseen al narrador y no dejan que sea testigo, sino médium. Fluye prodigiosamente el ritmo de la escritura, como si la novela estuviese escrita de una larga sentada, medida en sus meandros, precisamente ajustada a la música de un long-play setentero que suena y se encadena y se abre y termina un track y empieza el otro tras solo unos segundos de silencio y...

El amor, las drogas, la policía secreta, los pisos compartidos, el olvido de los padres, símbolos, a su pesar, de lo que no se quiere volver a recordar por miedo a repetir caminos llenos de polvo, las mujeres-diosas blancas y los amigos. El aprendizaje sentimental sobre hombros de gigantes, John Donne, Ezra Pound, la vida hermosamente tóxica y la revolución en el bolsillo, la revolución de las flores, claro, faltaría más.

A vece ocurre que mirándose uno mismo al ombligo descubre que no es tan distinto al de los demás, algún detalle morfológico que nos da certificado de sujeto ilusoriamente único y poco más. Esa es la gran virtud, que no la única, de Reyes de Alejandría, ver en el uno la multiplicidad del sujeto fragmentado postmoderno, mirarse en el espejo para ver que “la propia vida edificada ha hundido sus raíces en lo más profundo de nosotros y allí nacen líquenes, arborescencias, musgos”. Así la escritura arborescente de José Carlos Llop traza en el pantano de la memoria una ruta para comprenderse, comprendiéndonos. Luego va y lo cuenta.

*Carlos Serrato es profesor de Literatura. Carlos Serrato

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