LA PELÍCULA DE LA SEMANA
‘Tierras perdidas’, la confusa adaptación con toques de videojuego de un relato de George R. R. Martin

Hubo un tiempo en que las películas basadas en videojuegos eran incapaces de ser buenas. El rechazo generalizado de crítica y público impelía a hablar de “maldición”, y los estudios se lo tenían que pensar dos veces a la hora de acercarse al fenómeno de turno. Hoy esa maldición ha expirado con creces, claro, hasta el punto de comentarse que, ahora que el cine de superhéroes experimenta un obvio declive, los videojuegos son el siguiente filón a explotar. Sería prudente, sin embargo, no achacar este cambio de tendencia a que las adaptaciones sean de repente superiores por un motivo u otro. Lo que ha ocurrido simplemente es que tienen un mejor encaje en la industria.
La maldición ha expirado porque los distintos agentes corporativos han averiguado cómo coordinarse, y lo han hecho según la misma política que aboca al presente blockbuster de Hollywood a la languidez expresiva: los productores no se preocupan del cine como un bien diferenciado y los estudios, a una escala masiva y diversificada, pueden alternar de un medio a otro sin inmutarse. Hacen los videojuegos y acto seguido las propias adaptaciones de los juegos. PlayStation Productions ha producido The Last of Us, Nintendo ha delimitado los cauces de la adaptación de Super Mario Bros., y lo mismo ha sucedido con Mojang en la reciente Minecraft. Tres obras de éxito rotundo y credibilidad. Tres obras que nacen de la fluidez transmedia.
Estableciendo que la fiebre por las adaptaciones de videojuegos, más que por un entendimiento creativo del material de partida, se debe a una disolución de las fronteras entre medios, el caso de Paul W.S. Anderson no deja de ser irónico. O sintomático. Poca gente se ha preocupado lo que este director inglés a la hora de “fusionar la estética de videojuego y cine” —así lo revelaba él mismo durante el rodaje de Monster Hunter—, pero por ceñir este interés al lenguaje cinematográfico, y seguir encadenando sus adaptaciones según el modelo primigenio —el mismo con el que empezó a despuntar en los 90, con Mortal Kombat—, nunca ha tenido demasiada credibilidad.
Con Tierras perdidas, su último film, se planta ante otra jugosa tesitura. Volvemos a presenciar una ligazón entre medios cuando Anderson decide adaptar un relato de George R.R. Martin y dentro de este contexto, antes que el universo de Juego de tronos, nos viene a la cabeza que el novelista diseñó hace poco el mundo de un videojuego tan aclamado como Elden Ring. Entretanto, la fusión de estéticas es inseparable de la propia obra original: Martin escribió Tierras perdidas acabando los 70, con el grimdark a punto de consolidarse. El grimdark es un género literario que combina la más siniestra fantasía heroica con la distopía, desafiando la costumbre de que la primera se ancle a temporalidades medievales para mostrar tecnología y armas de fuego.
También asociamos el grimdark con medios aledaños —Warhammer 40.000, expansión del famoso juego de guerra, está considerada la punta de lanza del género— y otras chocantes coordenadas genéricas: Stephen King agitó La torre oscura en una coctelera donde también había trazas de western, y justamente es el western otra de las inspiraciones del mundo de Tierras perdidas que Anderson se propone explorar. Un mundo arrasado cuyos páramos infinitos recuerdan a Mad Max, pero que en lugar de vehículos excéntricos son recorridos por forajidos como Boyce (Dave Bautista), a quien persigue una Iglesia que lo gobierna todo con mano de hierro.
Como es habitual en el cine del inglés, lo mejor de Tierras perdidas es su desbordante imaginería. Esta Iglesia y sus huestes son retratadas con múltiples apuntes cruciformes que atraviesan un paisaje pesadillesco con retazos de una antigua civilización cuyo colapso condenó al retrofuturismo. La escena de acción más lograda es una donde la persecución de estos Cruzados redivivos —que no solo quieren capturar al cowboy, sino también a la bruja hereje que le acompaña e interpreta Milla Jovovich— da con un antiguo autobús escolar colgando en medio de un acantilado. Estampas enloquecidas con las que Anderson vuelve a mostrar su ojo para la creación de mundos imposibles.
Tierras perdidas mantiene el compromiso de Anderson con la hibridación en cualquiera de sus formas, si bien no todos los ángulos de este compromiso funcionan igual de bien. La querencia del director de Horizonte final por fundir el lenguaje cinematográfico con el videolúdico —que le convierte, insistimos, en el cineasta más valioso con diferencia a la hora de analizar este trasvase— tenía en algún punto que echar cuenta de los últimos cambios del mainstream hollywoodiense en cuanto a escenografía digital. El mundo de Tierras perdidas ha sido generado con Unreal Engine. Este célebre motor gráfico adscrito a los videojuegos ya fue empleado con profusión para impulsar The Volume, tecnología que acuñó Jon Favreau a finales de la década pasada para The Mandalorian.
The Volume consiste básicamente en pantallas verdes dinámicas: fondos pregrabados o generados por ordenador que se movilizan en tiempo real para acompañar y envolver al personaje, sin (en principio) esa sensación de croma inmóvil que otorgan las pantallas verdes tradicionales. Anderson ha creado un nuevo sistema para Tierras perdidas que, asegura él, es mejor que The Volume, pero las imágenes no corresponden a esa confianza. De hecho hay una ortopedia en los movimientos de los personajes y una nula interacción con los fondos que —por mucho que se haya intentado disimular con una fotografía enormemente saturada— nos devuelven al croma, y a esas series de Disney+ (o esas películas de Marvel) que han ido quitándole lustre progresivamente al susodicho Volume.
Podríamos considerar, entonces, el acabado formal de Tierras perdidas como fallido y cutre. Algo que echa a perder la fuerza del mundo conjurado y enfatiza las debilidades del guion. Si bien tiene un inicio enérgico —ayuda mucho que Bautista empiece la aventura en posesión de una serpiente de dos cabezas que le lanza a sus enemigos—, la historia de Tierras perdidas va sucumbiendo progresivamente a sus incoherencias y naufraga del todo en un tercer acto lleno de giros ridículos donde, aún así, sobrevive impertérrita la felicísima creación de Gray Alys. La bruja de Jovovich.
Su nombre recuerda inevitablemente al de Alice, protagonista de la saga Resident Evil, y confirma anticipadamente que Tierras perdidas es un nuevo monumento de Anderson al amor que siente por su mujer: Jovovich, protagonista de gran parte de su filmografía. Gray Alys es una incorporación a este panteón de heroínas que, bañada en el abanico de significaciones culturales que suele invocar la bruja —como mujer rebelde, enlace con una naturaleza primordial o, mismamente, hacker del sistema—, otorga a Tierras perdidas una extraña cualidad de objeto inasible a la vez que romántico.
Una obra que entiende esta agotadora hibridación no como algo que tenga que vulgarizar sus distintas piezas —de eso ya se encarga la industria—, sino como una imaginativa catapulta hacia algo totalmente nuevo. Que no se parece a nuestro mundo. Que se parece, quién sabe, al futuro.