Un verano de ayer en el pueblo, rebosante de flora y fauna entre los ríos Pirón y Eresma

Fidencio Palomares Arévalo

Por aquellos días de la década de los años cuarenta y primer lustro de los cincuenta del siglo pasado, en el sur de la entonces Castilla La Vieja, los niños en junio ya teníamos vacaciones. No había notas, nadie suspendía. El verano era para para ayudar en el campo, en la era, en las pequeñas industrias familiares. Recogían lo sembrado, 'hacían el agosto'. Mis agostos fueron de aprendizaje sobre algo que los humanos nos hemos propuesto destruir.

Quedó atrás la primavera. Quienes por entonces ya disfrutaban de la naturaleza, entre los que me encuentro, habíamos visto la nidificación entre las matas de romeros y tomillos, la puesta de huevos, y seguíamos su evolución hasta ver alzar sus primeros vuelos a las nuevas sagas de jilgueros, verderones, pardillos...

Tordos y gorriones en las oquedades de paredes, vencejos en zonas elevadas. Las alondras y calandrias en el suelo, sobre los surcos de las siembras de cereales, ellas con su metálico gorjeo allá en lo más alto, todos los días al alba, y en el ocaso nos invitaban al trabajo y al descanso.

No teníamos mar, aunque, si dos ríos: el chico y el grande. El Pirón y el Eresma nos arropaban por la derecha y la izquierda. El Pirón, con sus limpias aguas, regaba algunas huertas y nos proporcionaba cangrejos, ranas, pintos, bermejuelas… Pescar a mano mientras las ledas y límpidas corrientes movían las ovas y masajeaban las piernas era un gran deleite, y si volvías a casa con unas docenas de cangrejos y peces suficientes para la comida de un par de días, las alabanzas y los “serios” consejos para no volver solo al río matizaban el cansancio.

La presa del molino era nuestra piscina, allí aprendimos a nadar. Las riberas, juncales y espadañas escondían entre otros a los grandotes azulones, que al 'despegar' hacían tanto ruido como los B-52. Los chopos, olmos, sauces, fresnos eran los lugares elegidos por trepadores, urracas, carboneros comunes, herrerillos o ruiseñores para darse los buenos días entre ellos.

Sin saberlo, nos regalaban los oídos con enormes sinfonías sin nombre a las que solo lo ponía fin el rey sol y su calor. A pocos metros, comenzaban los pinares, con los picapinos, arrendajos, urracas, mirlos, ardillas, conejos, zorros, culebras de escalera… y en el pino más alto vivían las encargadas de mantener el orden, varias parejas de águilas.

El rio grande (Eresma), con sus fuertes corrientes, pozas, restos de antiguos lavaderos de lana, una pequeña central generadora de electricidad, era más peligroso. Su fauna: barbos, tencas, cangrejos, truchas, alguna anguila, culebras de agua que tomaban el sol sobre la hierba de las orillas. Sus colores y dibujos geométricos eran dignos de ser disfrutados, como lo era ponerlas en la palma de la mano frente su lengua que ellas alargaban haciendo cosquillas… Contaba mi abuelo que hubo algunas nutrias

Aquella piscina de mi infancia en el camino de La Fortuna

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A veranear venían grandes aves como avutardas, que necesitaban largos espacios para elevarse y posarse. Me encantaba verlas arrastrar sus pechugas sobre la hierba en sus “aterrizajes”. Las esbeltas garzas y las negras fochas, con su cresta blanca, recorrían las orillas buscando alimento y refugio en los momentos de calor. No quiero olvidar el monótono y repetitivo canto de las chicharras en los momentos de más calor. La flora de este río era la misma que la del Pirón: chopos olmos, fresnos, vergueras, espadañas, junqueras y el pinar con sus pinos piñoneros.

Disfrutábamos de lo relatado, sin olvidar la “función”, con vaquillas y toros, bailes en la plaza y pista, comidas extras… Los niños de entonces eran felices, como los de hoy… si no hay algo mejor con que comparar. Eso da para otro comentario.

Queridos amigos: hoy el noventa por ciento de lo relatado no existe. Ni fauna, ni flora, ni quienes la cuiden.

Por aquellos días de la década de los años cuarenta y primer lustro de los cincuenta del siglo pasado, en el sur de la entonces Castilla La Vieja, los niños en junio ya teníamos vacaciones. No había notas, nadie suspendía. El verano era para para ayudar en el campo, en la era, en las pequeñas industrias familiares. Recogían lo sembrado, 'hacían el agosto'. Mis agostos fueron de aprendizaje sobre algo que los humanos nos hemos propuesto destruir.

EL PATIO DE MI RECREO

Este relato forma parte de El patio de mi recreo, una serie en la que las socias y socios de infoLibre comparten sus recuerdos sobre ese lugar donde fueron especialmente felices durante su infancia o adolescencia. Otras entregas:

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