Fonda Bango, un caserón en Sahagún encogido y encorvado, como algunos de sus más viejos clientes
Los veranos de mi infancia se enredaron en la madreselva que crecía en un rincón del patio de la fonda de mis tías, Caya y Sofía. La fonda Bango era un caserón encogido y encorvado, como algunos de sus más viejos clientes. Se mantenía, a duras penas, bajo los soportales de una calle en la parte más baja de la Plaza Mayor de Sahagún (León).
Era de adobe y estaba atravesado por pasillos muy estrechos a los que daban varias alcobas interiores que en verano eran frescas y en invierno más templadas. También había habitaciones exteriores, las más alegres daban al patio pavimentado donde la madreselva cubría parte de la fachada y los cristales de la galería inferior. La antigua pocilga servía entonces de almacén de las bombonas de butano y del carbón para la cocina bilbaína.
Nosotras jugábamos en la calle al castro, a la comba o al escondite con las niñas que se alojaban en la fonda, en su mayoría procedentes de las cuencas mineras asturianas
El antiguo lagar era nuestro santuario. Mis primas y yo convertimos ese espacio en una especie de mansión amueblada con la silla de montar de mi bisabuelo y un trillo de piedras afiladas que usábamos como mesa, adelantándonos a la recuperación de aperos en la decoración de las casas rurales actuales.
Un aparador destartalado completaba el espacio donde jugábamos a recibir visitas y ofrecer suculentos banquetes a costa de los flanes que sisábamos de la despensa y que debían servirse de postre a los huéspedes. Por las desapariciones misteriosas, mis tías siempre hacían algunos de más.
Volvimos muchas veces, pero ninguna fue como el primer verano en Bajo de Guía
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Visto desde la perspectiva actual, nuestros veranos no estaban exentos de peligros. El lagar conservaba los tinos, tapados apenas con unos tablones ligeros y tambaleantes sobre los que saltábamos con soltura. No obstante, ningún adulto advertía en ello el más mínimo riesgo, así que, miel sobre hojuelas.
Cada día, el juego se veía interrumpido por las voces de mis tías que nos colocaban en las manos dos calderos de cinc para ir a buscar hielo a la fábrica de gaseosas de Nino Blanco, un hombre pequeño, con gafas de vidrios gruesos y que cojeaba levemente. Tiraba con fuerza de los moldes que contenían las barras de hielo, sumergidos en la salmuera enfriada para congelar el agua potable. Serraba una barra en varios trozos, los cargaba en los calderos, pagábamos y arrastrábamos la carga, turnándonos hasta la fonda.
Las noches completaban el imaginario personal de los veranos. En el gran comedor, antiguo taller de guarnicionería de mi bisabuelo Fermín, se reunían todos los huéspedes y mi familia. Los mayores contaban chistes, historias antiguas y hacían un repaso de las novedades locales. Nosotras, mientras tanto, jugábamos en la calle al castro, a la comba o al escondite con las niñas que se alojaban en la fonda, en su mayoría procedentes de las cuencas mineras asturianas.