Los días lentos de verano ante el imponente Mediterráneo
Terminábamos el instituto sin un duro en el bolsillo, pero comenzaba la temporada y nos íbamos a recoger melocotones. La huerta que rodeaba Murcia estaba llena de pequeñas fincas de frutales, tratados con mimo por los dueños en los meses previos al verano, varios de trabajo para ganar un dinero que estirábamos en los dos meses de vacaciones.
A finales del mes de julio se organizaba la excursión a la playa en bicicleta. Javier, Rosendo, Stiles, Nico, Tornel. Algún año vino Espín. La gente salía a la calle para ver los preparativos de aquella marcha. Algunas bicicletas brillaban al sol de la tarde.
Dormir allí, sobre la arena durante dos o tres noches, era un premio al esfuerzo desplegado en la carretera
Más de sesenta kilómetros por delante en nuestras máquinas de hierro, sin platos ni piñones. Ilusión y piernas para recorrer la carretera de Torremendo salpicada de cuestas y baches, cruzar San Miguel de Salinas y llegar tres horas después a la playa de Rio Seco, cerca de Campoamor.
El padre de Javier, que era maestro, trasladaba en su Simca 1000 verde oliva las tiendas de campaña, los balones, las neveras llenas de cerveza, la comida y los macutos con nuestra ropa. Se nos hacía de noche montando el campamento. Pero dormir allí, sobre la arena durante dos o tres noches, era un premio al esfuerzo desplegado en la carretera.
Yo iba en la Orbea que mi padre había dejado cuando compró una Rieju para hacer sus rutas comerciales por la huerta. Tenía dos portaequipajes, el trasero más grande que el delantero. Y con ese trasto me iba a la playa, siempre cerrando el pelotón.
No había casas en la desembocadura de aquel río seco, solo pinos, arena finísima, alguna que otra tienda de campaña y el imponente Mediterráneo ante nosotros.
Volvimos muchas veces, pero ninguna fue como el primer verano en Bajo de Guía
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Un año, Rosendo nadó tanto hacia adentro que, al salir el viento había cambiado y casi no llega a la orilla. Instantes muy angustiosos mezclados con bromas y risas. Pero tomamos nota para no hacerle desafíos al mar.
Algunos han vuelto a aquellas playas. Los recuerdos tiran de nosotros; a veces con tanta fuerza que nos hacen variar el rumbo. Eran días lentos, demasiado lejanos y extraños en esta época de vértigo. Nuestro verano en la playa se reducía a ese corto espacio de tiempo en un lugar del que nos adueñábamos durante unos días, para transformarlo a nuestro capricho. Cerca de allí veíamos crecer edificios en obra sobresaliendo entre las pinadas.
Ahora esa playa está irreconocible, urbanizada, plagada de chalecitos donde seguro que, sus moradores disfrutan estos días e intentan aplacar la urgencia de un tiempo que allí parece detenerse.