Aquella piscina de mi infancia en el camino de La Fortuna

Hora de la siesta en los largos días de piscina

Elena Terrones Hernández

Comenzaban las vacaciones sin salir de Madrid. No teníamos coche. Atravesando un descampado repleto de cascotes de obras, los siete magníficos en chanclas, con las neveras y las bolsas llenas de toallas para coger la camioneta. Yo me sentía una privilegiada en mi familia numerosa y humilde.

En mi barrio, las vacaciones eran polvo en los solares y un bocata en la calle hasta entrada la noche. Pero nosotros, a esas horas, volvíamos exhaustos de la piscina para familias, propiedad de la empresa de camiones en la que trabajaba mi padre. Un vaso de leche, la espalda de piel de cangrejo frotada con vinagre y a dormir rendidos hasta la tortilla y los filetes empanados del día siguiente.

Tan solo se nos reclamaba en el merendero a la hora de comer y de cenar. La única prohibición era bañarse antes de la larga digestión de tres horas. El resto del tiempo jugábamos en las pistas deportivas, nos columpiábamos, corríamos libres como conejos de monte, y sofocábamos los estragos del calor con chapuzones bomba, de espaldas o de cabeza; inventando olimpiadas con carreras de largos en estilo libre; haciéndonos aguadillas, huyendo del más pillo de la panda para que no te bajara las bragas del biquini; permaneciendo en el fondo y retándonos a ver quién aguantaba más debajo del agua…

Volvimos muchas veces, pero ninguna fue como el primer verano en Bajo de Guía

Volvimos muchas veces, pero ninguna fue como el primer verano en Bajo de Guía

Aprendimos a nadar solos. Lanzarme a la piscina y unas píldoras de libertad caminan parejos en mi recuerdo. Al caer el sol volvíamos hambrientos al merendero: una pistola con chorizo o salchichón, y otra vez… al pilla pilla o al escondite hasta que nos echaban con viento fresco. De nuevo, volver en la camioneta, atravesar el descampado y llegar agotados al barrio.

Con el tiempo, los juegos se hicieron más sutiles. Me acuerdo del chico que me gustaba. Las manos apretadas, las palabras en la oreja enviando el telegrama, el vello de la cara erizado. Los tibios roces, escondidos entre los setos, intentando alargar el momento de ser descubiertos, y también el verano en el que no volvió: se había echado novia, ¡tan joven!... Y una amiga comprensiva, que permitió que le restregara las lágrimas en su regazo ese comienzo estival tan triste. De aquellos años en los que aprendí a nadar, bucear y hacer toda clase de piruetas 'a lo Esther Williams' en Escuela de sirenas, el agua se convirtió en mi elemento.

No sé si la piscina se fue o yo me marché de la piscina. Todo cambió cuando empecé a sentir la necesidad de nuevas experiencias fuera del control de los adultos, pero esos ya son otros veranos...

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