Volvimos muchas veces, pero ninguna fue como el primer verano en Bajo de Guía

Aquel verano de 1964 en Bajo de Guía

Inmaculada González Benavides

Miraba, no recuerdo si sorprendida o asustada, aquel enorme charco azul marino que se extendía hasta las arenas del Coto.

El cosquilleo de la arena en mis pies unido al de la espuma de la primera ola me hicieron recular. Metía un pie, lo sacaba y retrocedía; no porque el agua estuviese fría, que a mis ocho años el agua siempre estaba estupenda para darse un chapuzón, sino porque yo, niña de ciudad, acostumbrada al rectángulo escueto de la alberca de mi casa, no me fiaba en absoluto de lo que podía pasarme si avanzaba un paso más.

Mi padre hablaba con un hombre que acababa de arrastrar su barca fuera del agua. Noté que regateaban. Luego el hombre extendió su mano derecha, aun mojada, y recibió unas monedas.

—¡Vamos, subid! Daremos un paseo —gritó mi padre.

Nuestros menudos cuerpos temblorosos buscaron refugio arremolinándose junto a la madre.

—¡Qué cobardicas sois! No va a pasaros nada. Es solo un paseo por aquí cerca —insistió.

Se acercó a nosotros, nos cogió en brazos uno a uno y nos subió a la barquilla. A la rubia le pusieron unos corchos, pero ella protestaba porque, decía, 'esto pica y teno mucho susto'. El más chico no soltaba la mano de mi madre así le arrancaran el brazo. El segundo de a bordo se hacía el machito valiente. Y yo me agarraba a las maderas como si en ello me fuese la vida.

Mis padres tiraban del bote de un lado al otro sin que el agua les cubriese algo más que las rodillas. Nosotros, poco a poco, nos fuimos soltando, reíamos y queríamos que avanzaran más rápido, que entrásemos más adentro, que ellos también subieran y atravesáramos la Boca del Guadalquivir y descubriésemos aquella playa que se veía en frente.

Mi madre sacudía la cabeza. Y mi padre dijo que eso no era posible porque solo podíamos montar los niños y por quince minutos que ya estaban a punto de cumplirse.

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Bajamos llorando. Queríamos seguir. Mi madre, uno tras otro, nos metió en el agua y nos remojó. "Aprieta el sol y hay que refrescarse", dijo.

Se fue el miedo. Llegaron las risas. Jugamos en la orilla. Saltábamos las puntillas de encaje que las olas utilizaban para acariciar la arena dorada. Mi padre trajo la pala, el rastrillo y los cubos. Donde antes no había más que albero crecieron un castillo y unas murallas. Cinco monedas se convirtieron en las cabezas de los defensores y cinco sansones de las gaseosas en fieros atacantes.

El verano en Bajo de Guía había comenzado. Volvimos muchas veces; ninguna fue como la primera.

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