Gipuzkoa, años 60 en las playas de La Concha y Hondarribia (tras un viaje interminable desde Madrid)

El protagonista de esta historia como el niño que fue en Hondarribia alrededor de 1968

Víctor Manuel García García

Soy de ese tipo de madrileños que no somos gatos en el estricto sentido de esa alcurnia. Me explico: mi padre nació en Almadén, provincia de Ciudad Real, y mi madre en Beasain, que en aquellos tiempos eran las Vascongadas y concretamente Gipuzkoa.

Es decir, soy de esos madrileños que no tuvo pueblo al que ir o más bien donde escapar de Madrid, aunque sí recuerdo los veraneos en Beasáin o Irún, donde nos acogían o unos tíos de mi madre o unos amigos de su padre, que a la sazón se llamaba Víctor como yo... Más bien yo me llamo como él, claro.

Llegar a Gipuzkoa en los años 60 era un poco como un viaje transoceánico (por lo interminable). Recuerdo que cogíamos un tren que salía de la estación de Príncipe Pío a las 10 de la noche y llegaba a Beasain a las 10 de la mañana.

Aquella piscina de mi infancia en el camino de La Fortuna

Aquella piscina de mi infancia en el camino de La Fortuna

Esto de que parase en Beasáin era una especie de magia, pues como en ese pueblo estaba (y está) la fábrica de vagones y trenes llamada CAF (Construcciones y Auxiliar de Ferrocarriles S.A.), los trenes paraban uno o dos minutos como en una especie de agradecimiento o de saludo a sus compañeros vagones que aún no habían recorrido ni un metro y estaban limpitos en la fábrica diciendo "hola" con los bujes.

No era raro que en alguna estación importante como la de Venta de Baños, en la que se cambiaba la locomotora para que se pudiese subir el puerto de Echegárate, apareciesen gentes que te ofrecían navajas, miel, queso, uvas o chorizo de su pueblo y tampoco era raro que a esas horas en un vagón se iniciase una risotada que contagiaba al tren entero. Claro, un tío vendiéndote uvas a las tres de la madrugada era un motivo más que sobrado para comenzar la risa histérica de los de los vagones de segunda y tercera. Los de primera eran más estirados.

Ir a la playa sin coche (mi padre nunca tuvo permiso de conducir) era una aventura que me río yo de Jesús Calleja. Si estábamos en Beasáin, cogíamos un cercanías que nos llevaba a San Sebastián. La familia Cebolleta, con sus archiperres para montar el chiringuito en La Concha. Si el viaje al ignoto mar Cantábrico era desde Irún, el vehículo era una camioneta que nos llevaba a la cercana y enorme playa de Hondarribia, donde cogíamos mejillones que mi abuela y Leo, la anfitriona, nos hacían con patatas no sin antes darnos un vasito de vino quina que además de atontarnos se supone que nos daba ganas de comer.

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