Bancos centrales, el crepúsculo de los dioses
Hasta el final del encuentro intentaron dar buena imagen y no dar pie a las críticas. La cita de Jackson Hole (Wyoming), donde se reúnen banqueros centrales y economistas desde hace más de treinta años, debía ser como las demás. Durante tres días han hablado de economía mundial, inflación, tipos de interés y política monetaria, como de costumbre.
Pero la nostalgia y la inquietud impregnaban muchos de los intercambios. Aunque no querían insistir en ello, todos los participantes deseaban rendir homenaje a Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal (Fed), con quien han atravesado tantas crisis (covid, inflación generalizada, ralentización económica mundial, guerras) durante los últimos siete años. Era su última gran reunión. El año que viene ya no estará allí: Donald Trump ha anunciado por todas las vías que desea su salida, incluso antes de que termine su mandato en mayo de 2026, si es posible.
Pero Jackson Hole ha sido más que una ceremonia de despedida. Los repetidos ataques del presidente americano contra el presidente de la Fed, contra la independencia de la institución y de sus miembros, el auge de un capitalismo depredador en el que la fuerza prevalece sobre la ley y las tensiones geopolíticas cada vez más agudas hacen que los asistentes sean paulatinamente más conscientes de los cambios que se están produciendo. Se está pasando definitivamente una página. Ha llegado a su fin la era inaugurada por Paul Volcker a principios de los años 80, en la que los banqueros centrales eran poderes indiscutibles y la política monetaria parecía gobernar el mundo.
La promesa de una bajada de los tipos
Este nuevo clima afecta a todo. En Jackson Hole, todo el mundo esperaba las orientaciones monetarias de la Fed para finales de año, según la costumbre. Jerome Powell así lo hizo. La desaceleración del mercado laboral y las perspectivas económicas “pueden justificar un ajuste de la política monetaria”, explicó, dejando entrever una bajada de un cuarto de punto —entre el 4,25% y el 4,5% actual— a partir de septiembre. Los mercados bursátiles, que ya habían especulado masivamente con esta bajada, registraron inmediatamente un nuevo récord.
Pero, ¿hasta qué punto está justificada esta bajada anunciada? El propio presidente de la Fed reconoce que la agresiva guerra comercial librada por Donald Trump, con elevados aranceles impuestos a casi todos los socios comerciales de Estados Unidos, está empezando a materializarse y que los precios están subiendo, muy por encima de la mítica barrera del 2%, referencia de toda su política monetaria.
La primera misión del Banco Central de Estados Unidos es garantizar la estabilidad financiera y monetaria y luchar contra la inflación. En otros tiempos, el debate se habría zanjado rápidamente, como reconoció implícitamente el presidente de la Fed de San Luis, Alberto Musalem: “La inflación se acerca al 3%, un punto por encima de nuestro objetivo, y tengo que sopesar este riesgo frente al de una posible —que no se ha materializado— desaceleración del mercado laboral”. En otros tiempos, una situación así habría invitado a la prudencia. Pero está Donald Trump ahí.
Bajo el fuego cruzado de la Casa Blanca
Incluso antes de ser elegido, Trump ya había declarado que la independencia de la Fed era inoportuna, que era importante que el Gobierno tuviera no solo voz, sino también voto en la política monetaria. Desde su regreso a la Casa Blanca, se ha dedicado a bombardear al presidente de la Fed, buscando por todos los medios empujarlo a la dimisión para tener a allí a alguien bajo control. Insultándolo en mensajes en las redes sociales, criticando sus decisiones, exigiendo bajadas inmediatas de los tipos de interés —como mínimo, entre un 1% y un 1,5%—, el inquilino del despacho oval se ha aprovechado del desvío de los costes de la obra de renovación de la sede del banco central para impulsar su salida. Jerome Powell ha resistido, pero ya se encuentra considerablemente debilitado.
Al comprender que le era imposible destituirlo de inmediato, como era su intención, so pena de una reacción furiosa de los mercados, Donald Trump continúa sus maniobras de cerco y siembra la discordia en el consejo de la institución. A principios de agosto, consiguió la dimisión prematura de una gobernadora de la Fed, Ariane Kugler, sustituida, al menos temporalmente, por uno de los inspiradores de su política, Stephen Miran. A la espera de encontrar al candidato adecuado para sustituir a Jerome Powell.
La Casa Blanca, consciente de que no puede “cesar” a un miembro del consejo de la Fed sin motivo, tal y como le recordó el Tribunal Supremo, continúa con su acoso. Justo antes de la reunión de Jackson Hole, reanudó las hostilidades contra otra gobernadora de la Fed, Lisa Cook, acusada de mentir en sus declaraciones para obtener préstamos inmobiliarios más ventajosos. No hay pruebas, pero Trump exigió su dimisión inmediata. Por el momento, Lisa Cook ha decidido resistir.
Ante estos ataques, el consejo de gobernadores está cada vez más dividido. Unos piensan que hay que ceder ante el poder presidencial, otros defienden la necesidad de mantener posiciones firmes para defender la independencia de la institución, y otros abogan por ganar tiempo.
En este contexto, Powell, al insinuar que el banco central podría bajar los tipos de interés en septiembre, da la impresión de satisfacer a Trump, como destaca Bloomberg. Aunque lo nieguen, los gobernadores de la Fed ya han perdido parte de su poder: las consideraciones políticas tienen ahora tanto peso como la racionalidad económica con la que la Fed —y todos los demás bancos centrales a su sombra— justifican su política monetaria.
Los efectos retardados de la crisis de 2008
Mostrar resistencia bajo el bombardeo lanzado por la Casa Blanca es aún más difícil para la Fed, que ha perdido autoridad y carisma. La gran mayoría de los estadounidenses ya no cree en el poder “mágico” del banco central. Ha dejado huella la crisis financiera de 2008, de la que Occidente nunca se ha recuperado y que continúa bajo otras formas.
Ya en 2004-2005, economistas y académicos lanzaron alarmas sobre los crecientes riesgos del sistema financiero y los desequilibrios de los balances bancarios relacionados con la inflación galopante de los activos inmobiliarios y financieros. Desde lo alto de su cátedra, Alan Greenspan, encarnación de la desmesura del poder omnipotente de la Reserva Federal, había desestimado sin más toda crítica y advertencia: su política era simplemente perfecta.
Menos de seis meses después de su salida del banco central, estalló la crisis de las hipotecas subprime.
Ante la amenaza de un colapso generalizado del sistema financiero internacional, la Fed, al unísono con todos los demás bancos centrales, respondió a la emergencia y vertió miles de miles de millones de dólares —más de 10 billones, según las estimaciones— para salvarlo. Pero estas medidas indispensables nunca fueron seguidas de una reflexión sobre los efectos de sus decisiones y las lecciones que debían extraerse de la crisis.
Por el contrario, se hizo todo lo posible para que "todo cambie para que nada cambie”. El capitalismo financiarizado, del que los bancos centrales son uno de los pilares, debía continuar como antes. Con la ayuda de políticas monetarias cada vez más acomodaticias.
Una profundización de las desigualdades que alimenta al trumpismo
El capitalismo financiero nunca imaginó que los bancos centrales se atreverían a llegar tan lejos para salvarlo. Los círculos financieros descubrieron con deleite los beneficios de la “flexibilización cuantitativa”, símbolo de estas políticas monetarias laxas: los tipos de interés cero, o incluso negativos, les permitían obtener enormes efectos de palanca y asegurarse beneficios que el capitalismo productivo ya no era capaz de generar.
Durante años, esta política se ha aplicado en nombre de la estabilidad financiera y el crecimiento, sin que los bancos centrales reconocieran la deformación económica y financiera que estaba provocando. El número de multimillonarios se ha multiplicado por diez en menos de quince años y las multinacionales se han convertido en gigantes ineludibles.
Empezando por las del sector digital y de la alta tecnología. Antes de la crisis de 2008, Google, Meta, Apple y Amazon ya eran poderosas, pero no hasta el punto de superar un billón, dos billones o incluso cuatro billones de dólares, es decir, más que el PIB de tres cuartas partes de los países del mundo. El poder que han adquirido en apenas diez años no se debe únicamente a sus innovaciones y a su capacidad de investigación tecnológica. Los cientos de miles de millones de capital que han logrado captar gracias al exceso de liquidez vertido en el sistema les han permitido constituirse en una fortaleza financiera y tecnológica mundial intocable.
Al mismo tiempo, las desigualdades no han dejado de aumentar hasta alcanzar un nivel sin precedentes desde finales del siglo XIX. Mientras que el 1%, o incluso el 0,1% más rico, acaparaba la mayor parte de los beneficios de las políticas monetarias y acumulaba fortunas colosales, las clases populares y medias sufrían un declive sin precedentes, sin ninguna esperanza de mejora en el horizonte.
El trumpismo y todos los movimientos de extrema derecha que sacuden Europa provienen de ahí, se alimentan de este declive y de esta frustración. Pero los bancos centrales nunca han querido reconocer su parte de responsabilidad en este ascenso.
Hacerse con el poder monetario
Hoy encuentran más eco que nunca los discursos de Donald Trump exigiendo que el poder político recupere el control del poder monetario e imponga sus decisiones. Obsesionado por el mundo anterior, el economista Kenneth Rogoff explica este movimiento por la importancia de la deuda pública creada en la última década. Para él, la deuda pública acumulada y los costes que genera llevan a los Estados a “ejercer una intensa presión sobre los bancos centrales para que bajen los tipos”.
Aunque existe voluntad de reducir la deuda pública, la dinámica que impulsa a Trump parece tener otros motivos. Más allá de la voluntad de ejercer un presidencialismo sin límites, sus objetivos son claros: lejos de querer poner la moneda al servicio del interés general, se trata, para los más ricos –que ahora se han instalado en el corazón de la maquinaria gubernamental– de hacerse con el último bastión que se les resiste: el banco central.
Ya han comenzado a socavar los cimientos de su autoridad. Donald Trump, al promulgar la Genius Act, que autoriza la creación de monedas digitales privadas y prohíbe a la Reserva Federal crear su propio dólar digital, ya ha sacudido el poder monetario. ¿Cómo controlar la creación monetaria, en un régimen estable, con monedas privadas que escapan a todo control y regulación, a las que el Ejecutivo confiere el mismo estatus que a su moneda nacional?
Pero eso no les basta: quieren hacerse con las arcas de la Reserva Federal, apropiarse de la creación monetaria. Su objetivo último es tener la seguridad de que se beneficiarán de tipos bajos eternos para maximizar sus beneficios y consolidar su dominio, saber que el banco central acudirá en su ayuda al menor incidente y que liberará los miles de millones que necesiten.
Como señala el economista e historiador Arnaud Orain en su libro Essai sur la capitalisme de la finitude (Ensayo sobre el capitalismo de la finitud, edit. Flammarion), el “liberalismo económico, con su promesa de abundancia para la mayoría, siempre engendra su propio fin: tropieza con la constatación de su propia finitud”. Quienes tanto se han beneficiado del sistema están ahora dispuestos a ponerle fin para preservar su poder y su riqueza.
En los últimos meses, el Banco de Pagos Internacionales (BPI), el banco central de los bancos centrales, ha advertido muchas veces sobre los peligros de dar marcha atrás en la independencia de los bancos centrales. Existen muchas referencias históricas sobre catástrofes provocadas por poderes políticos que han querido manipular el poder monetario.
Pero el intento parece inútil. Al no haber querido cambiar el curso de las cosas tras la crisis de 2008, no haber decidido o podido impulsar, más allá de declaraciones generales, un nuevo sistema para responder al cambio climático y poner en marcha las herramientas que le permitieran desarrollarse, los bancos centrales han contribuido al nacimiento de nuevos monstruos. Ante el inexorable auge de un capitalismo depredador y extorsivo, ha llegado su ocaso.
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Traducción de Miguel López