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Biden devuelve la Casa Blanca a las élites, aunque esta vez son posibles cambios de política profundos

El artista indio Jagjot Singh Rubal da los últimos toques a las pinturas que muestran a Joe Biden y Kamala Harris.

Harrison Stetler (Mediapart)

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El año 2015 fue el año de la posibilidad y la esperanza. Es raro sentir nostalgia por un momento tan cercano en el pasado. La historia reciente nos hace sentir a menudo una forma de indiferencia o incluso de amargura subyacente. En cambio, nada más lejos de la realidad en lo que a 2015 se refiere. Ese año pareció marcar un nuevo período de apertura y de experimentación política.

Visto con perspectiva, se puede percibir como la cristalización de una revuelta popular profunda y eminentemente justa, el nacimiento abortado de un esfuerzo de las sociedades occidentales por mirarse en el espejo de manera franca y realista. Las fuerzas políticas existentes aquí y allá se veían debilitadas por su gestión de una crisis económica mundial que ya tenía siete años. Hasta febrero de 2020, efectivamente, no olvidemos que la “crisis” se refería todavía a los estragos de la recesión económica de 2008.

La Unión Europea parecía superada por los desequilibrios insostenibles entre sus Estados miembro del norte y los del Mediterráneo. En las elecciones de enero de 2015, los griegos se unieron para rechazar la austeridad presupuestaria impuesta por Bruselas. Algunos vieron esto como el comienzo de una consulta y una dinámica que se extendería por todo el continente, conduciendo, por qué no, a una democratización de los tratados europeos.

En septiembre, el backbencher de izquierdas Jeremy Corbyn se hacía con las riendas del Partido Laborista británico, prometiendo pasar la página del Nuevo laborismo. El referéndum sobre la Unión Europea, previsto para el verano siguiente, parecía ser una mera formalidad, un no acontecimiento que confirmaría de una vez por todas la adhesión del país al mercado común.

La revuelta no estaba reservada a Europa. Al otro lado del Atlántico, un tal Bernie Sanders, durante mucho tiempo una figura oscura de la izquierda de EE.UU., se había lanzado en mayo a la conquista del Partido Demócrata con miras a las elecciones presidenciales del año siguiente. En el corazón del imperio, se hablaba de sanidad universal gratuita, de condonación de la deuda de los estudiantes, de una “revolución política”. Estábamos a pocas semanas del anuncio de la candidatura de Donald Trump, un personaje que algunos se obstinaban en mirar con desdén, un charlatán casi amable, algo así como el tío racista que se sienta al otro lado de la mesa.

¿Jair Bolsonaro? Sólo los conocedores de la sociedad brasileña conocían la existencia de este parlamentario tan marginal como vengativo. El dinamismo y el radicalismo en América Latina todavía parecía estar reservado a los herederos del bolivarismo.

Contrariamente a lo que podría sugerir su tratamiento dominante en los medios de comunicación, el principal proyecto de la revuelta “populista” (la palabra que entonces volvió a adquirir su significado original) consistía en salvaguardar y fortalecer las instituciones de la democracia liberal. Estas últimas estaban demostrando ser cada vez más sesgadas e impotentes ante los grandes desafíos que enfrentaban nuestras sociedades desgastadas –la concentración de la riqueza, el cambio climático, la globalización de los flujos económicos, la inmigración–. Frente a las patologías resultantes, ahora era necesaria una buena dosis de soberanía popular y justicia –social, ecológica y racial–.

Se podría dedicar un artículo entero a las buenas ideas que surgieron a partir de mediados de la década de 2010 y que lograron captar la conciencia y el compromiso de quienes se sintieron perdidos en el estancamiento político posterior a la Guerra Fría. Planificación ecologista. Democracia directa. Referéndum ciudadano. Condonación de la deuda. (Re)nacionalización de los servicios públicos. Renta universal garantizada. 30 o incluso 25 horas de semanales. Salario de 15 dólares por hora, mínimo. Abandono del PIB como criterio de salud social. Declive económico. Impuestos globales progresivos.

Desconectadas del poder, las ideas no cuentan mucho, ciertamente. Sin embargo, una nueva matriz de ideas, una nueva visión de la sociedad democrática, del papel de la acción pública y del Estado estaba tomando forma. De los chalecos amarillos en Francia a los maestros en huelga en Virginia occidental, pasando por el movimiento Water Protectors, alianza de amerindios y activistas medioambientales que luchan contra la construcción de oleoductos en las Grandes Llanuras, estas ideas fueron transmitidas por una amplia red de ciudadanos movilizados y comprometidos.

La revuelta populista no fue sólo una política de emancipación. Alimentada por una reflexión realista sobre los efectos de la desintegración del tejido de nuestras sociedades, se basó en la necesidad de bloquear el ascenso de una nueva extrema derecha. Hasta entonces, la alternancia política se había reducido a un callejón sin salida entre dos variantes del mismo darwinismo social, con los partidos políticos establecidos contribuyendo cada uno a su manera al mismo proyecto de desmantelar los servicios públicos y erradicar todo contrapoder ciudadano dentro del orden del mercado.

Los populistas de 2015 aspiraban a dar contenido a la idea y la práctica del pluralismo democrático. Como las sociedades occidentales estaban atravesando un período de profundos cambios culturales –una creolización, conforme al término de Édouard Glissant utilizado por Jean-Luc Mélenchon–, tenía que ir acompañada de un gran programa de terapia colectiva, una democratización a todos los niveles, como única forma de evitar el ciclo infernal del chovinismo nacional y la xenofobia.

Una atmósfera de restauración elitista

Sabemos el resto. Los últimos seis años han dado lugar a una vasta “democracy scare” (miedo democrático), como dice el periodista estadounidense Thomas Frank en su libro de 2020, The People, No: A Brief History of Anti-Populism.

El “populismo” se ha disfrazado de palabra comodín para describir todas las patologías políticas de nuestras sociedades. Aquí, el rechazo del compromiso y la medida necesaria para el funcionamiento político. Allí, la creciente desconfianza en la experiencia científica y gubernamental. O de nuevo, la metáfora de una creciente incomodidad con el multiculturalismo, la otra cara del cosmopolitismo innato de los de arriba.

Paradójicamente, el elitismo se renovó y fortaleció, en paralelo con el avance del mismo nacionalismo conservador que decía criticar, desde Brasilia hasta Londres pasando por Washington y Budapest. Desde el otoño de 2015, los griegos fueron domesticados por los negociadores de la UE. Hasta su destitución como jefe del Partido Laborista, e incluso después, Jeremy Corbyn se convirtió en el blanco de una campaña mediática que reivindicaba una ola de antisemitismo dentro de la izquierda británica, mientras que al mismo tiempo, en el Partido Conservador se expresaba un nacionalismo exclusivo y un rechazo a los inmigrantes.

En Francia, frente a una izquierda fracturada y una oposición callejera ilegítima, Emmanuel Macron parece haber ganado su apuesta, al menos por el momento. La oferta política se estrecha en torno a un anunciado duelo entre el llamado “progresismo” y el nacional-conservadurismo.

Dondequiera que uno se dirija, la revuelta populista ha sido contenida y sofocada. Sus aspiraciones son duraderas, ciertamente, y se puede esperar una renovación. Sin embargo, es difícil no admitir que un período de la historia contemporánea está ahora cerrado.

La llegada al poder de Joseph Biden es la enésima confirmación de esto. La clase política norteamericana se felicita por haber logrado bloquear el camino al triunfo, ignorando la estrategia de un frente popular dibujado por los radicales de la última década. Heredero paradójico de una década de revueltas, Biden es la encarnación exacta del pequeño mundo y de esta visión de la política de la que los norteamericanos de todas las clases querían deshacerse.

Como senador desde 1973 hasta 2009, Biden fue uno de los principales arquitectos de un progresismo adaptado a una era de dominación republicana. Después de la “revuelta política” de Sanders y la promesa del presidente saliente de “drenar el pantano” de la capital de Estados Unidos, los estadounidenses serán gobernados por el presidente más “Washington, D.C.” en 50 años, con la posible excepción de George Bush padre. Jimmy Carter, gobernador de Georgia, fue elegido en 1976 contra Washington en un contexto de desconfianza post Watergate. Ronald Reagan, el gobernador de California elegido en 1980, fue el campeón de la frontera y del individualismo liberado del yugo de los burócratas. Bill Clinton, que llegó al poder en 1992, fue anteriormente gobernador de Arkansas. George W. Bush fue gobernador de Texas. Barack Obama había pasado sólo cuatro años en Washington antes de llegar a la Casa Blanca.

En la historia reciente de los presidentes, Biden se distingue como el que pasó toda su carrera dentro de los muros de la capital. Después de dos años como concejal de un pequeño pueblo, resultó elegido senador de Delaware en 1972, a los 30 años. Recuerda con nostalgia el espíritu colegial del Senado, las reuniones a puerta cerrada donde se pactan los intereses y nace la legislación. Entre sus hazañas, de todo menos progresistas, se encuentran la oposición a la discriminación positiva mediante el busing, la guerra contra las drogas, el endurecimiento del código penal, las reformas de la asistencia social, la liberalización financiera de finales de los años 90, la invasión de Irak...

Mirar con detalla la lista de aquellos que integrarán el equipo de Biden para los próximos cuatro años da una idea de la atmósfera del restaurante. El nuevo gabinete (el equivalente al Gobierno de España) reúne a la cúpula de la clase política norteamericana, formada por graduados de las grandes universidades, que se alimentan de los valores de la meritocracia y del éxito profesional, y que son refinados lectores de The New York Times, The Atlantic (o, para abrirse a otras ideas, The Wall Street Journal).

El asesor de política exterior de Biden, formado en Harvard y luego en Columbia, y asesor de seguridad nacional adjunto con Obama... la carrera de Anthony Blinkin es una lista de éxitos. Está a punto de dirigir al Departamento de Estado encargado de restaurar una Pax Americana hecha jirones.

Janet Yellen, directora del Consejo Económico bajo la dirección de Bill Clinton, presidenta de la Reserva Federal [el banco central de EE.UU.] de 2014 a 2018, pasará a estar a cargo de la economía del país, como secretaria del Tesoro. Exsenador de Massachusetts, aspirante derrotado, en 2004, a la Casa Blanca en 2004. Secretario de Estado con Barack Obama, John Kerry es uno de los veteranos del Partido Demócrata, artífice del acuerdo de París de 2015, así como de la distensión nuclear con Irán. Como “zar” del dossier medioambiental, Kerry será enviado especial sobre el cambio climático.

Uno tras otro, los alegatos de apertura del gobierno a la nueva izquierda democrática se han visto barridos; los adultos vuelven a estar a cargo. Las consignas de la nueva administración son la competencia, la eficiencia, la pericia y la gestión. Esto no es necesariamente incomprensible, dados los fracasos del gobierno saliente y el desastroso balance de una pandemia que habrá cruzado el umbral de 400.000 muertos, el día de la toma de posesión de Biden. Pero la capacidad y habilidad del gobierno por sí sola no será suficiente para resolver los problemas actuales.

La larga historia del “oportunismo” democrático

Se diga lo que se diga, la invasión del Capitolio el 6 de enero sólo servirá para algo si se toma como una advertencia por parte de la clase política a punto de recuperar lo que considera su lugar natural y legítimo. No podemos, como lo hacen estas cartas de denuncia de los CEO de EE.UU., simplemente decir que los acontecimientos del 6 de enero no significan nada de "lo que somos como país".

El shock del 6 de enero es precisamente que esta multitud fascistoide es demasiado representativa de aquello en lo que Estados Unidos se está convirtiendo después de 40 años de dominación conservadora: un país presa de la mitología de su propia pureza moral, del individuo erradicado de toda dependencia social, esta “ciudad en una colina” acechado por el sueño de la supremacía blanca. Necesitamos un estallido de experimentación política y gubernamental, un deliberado y cuidadoso abandono de los reflejos y mitologías nacionales.

Joe Biden se esfuerza ante todo por ser un conciliador. Se vende como alguien que puede traer a todos los jugadores legítimos alrededor de la mesa, que puede encontrar algún tipo de gran compromiso para superar las divisiones que fracturan a la sociedad norteamericana. Pero no debe verse a sí mismo como un mero espejo de las divisiones norteamericanas, como si todos los intereses y todas las opiniones fueran idénticas en valor y poder (desafortunadamente, ambas tienden a estar inversamente correlacionadas). Su principal tarea debería ser disciplinar y mantener a la élite norteamericana bajo control.

Quizás se gasta demasiada energía en la crítica moral de las políticas del establishment. Ya que la élite ha recuperado el control, experimentemos imaginándonos en su lugar, de vestir sus trajes. ¿Estabilidad? ¿Orden? ¿Un regreso a la normalidad? Lo primero que hay que destacar es que las demandas de reforma de la nueva izquierda podrían ayudar a perseguir estos objetivos moderados, en la medida en que no desafían profundamente el modelo norteamericano. En broma, incluso se podría decir que serían la verdadera forma de preservar el individualismo y el capitalismo, el verdadero telón de fondo de la cultura política de EE.UU.

Mientras Sanders se prepara para encabezar el poderoso comité de presupuesto del Senado, tomemos el ejemplo de su plan impositivo o el de la senadora Elizabeth Warren de Massachusetts. Estas iniciativas, destinadas a curar una sociedad desgarrada por la desigualdad y la secesión de la élite económica, muestran lo lejos que estamos del creeping socialism, delsocialismo insidioso que la derecha ha denunciado con tanta fuerza.

En el caso de las fortunas superiores a los 32 millones de dólares, Sanders propone un gravamen de sólo el 1%, que se eleva gradualmente al 8% para las fortunas de más de 8.000 millones de dólares. Esto proporcionaría al Gobierno federal más de cuatro billones de dólares de aquí a 2030 –recursos que podrían destinarse a un gran programa de vivienda social, cuidado infantil gratuito y parte del importe de la reforma sanitaria–. Un impuesto ínfimo sobre la especulación financiera reportaría dos billones de dólares, permitiendo la condonación de la deuda de los estudiantes.

Esto no equivaldría a un desmantelamiento del capitalismo americano. Aunque ciertamente invocan a “la clase obrera”, la deferencia a la mitología americana obliga a figuras como Bernie Sanders o Elizabeth Warren a hablar también en nombre de este vago apelativo de la gran "clase media" que aspira a una vida exitosa y moderadamente próspera. De hecho, una mirada realista lleva a señalar el carácter finalmente conservador de las demandas de la nueva izquierda democrática. Esto no tiene por qué ser necesariamente un arrepentimiento ni una acusación: es la autodestrucción de la sociedad norteamericana que se hizo visible el 6 de enero, la posibilidad de que el sistema político no logre encauzar las disputas políticas.

¿No sería mejor institucionalizar la oposición de izquierdas? Para los que sí tienen tanto que perder, es decir, los que se han apoderado de la riqueza nacional desde 1980, ¿no sería mejor dar una pequeña parte de su riqueza a los más desfavorecidos, aunque sólo fuera para evitar otras formas de protesta más radicales y transformadoras, o incluso la posibilidad de un colapso del tejido social?

El escenario de una revuelta de las élites, empujadas por revueltas populares y terminando por conceder reformas profundas, es quizás una fantasía. El 6 de enero, el presentador de la CNN Anderson Cooper se burló de la multitud que lideraba el asalto al Capitolio. “Es increíble, ya sabes, van a volver a Olive Garden, y al Holiday Inn donde se alojan”, dijo, irónicamente enumerando dos firmas -una de restauración, la otra de alojamientos hoteleros- como de calidad media, difícilmente compatible con los gustos más refinados de este descendiente de la familia Vanderbilt.

La miopía de la clase política estadounidense, la feroz resistencia del Partido Republicano a cualquier intento de apertura, el conservadurismo aparentemente innato de Biden... Todo sugiere que la contención de los levantamientos, como el que comenzó en 2015, hunde sus raíces en el ADN de Washington.

Dicho esto, el oportunismo de las elites en el impulso de la reforma en los Estados Unidos no debe descartarse. Se remonta a Franklin Roosevelt, heredero de una familia de la élite de Nueva York, que fue el famoso instigador de las reformas del New Deal. En su libro clásico de 1948, The American Political Tradition, el historiador Richard Hofstadter tituló su retrato de Roosevelt "El patricio como oportunista".

Tal vez un signo de la debilidad de la imaginación radical norteamericana, o un síntoma del poder del conservadurismo en su vida política, la llegada de cada nuevo presidente demócrata, desde Reagan, da lugar a cierto rito en el que los progresistas compiten por la actualidad de Roosevelt. Ya en 1948, Hofstadter señaló la ausencia de Roosevelt, fallecido tres años antes, como la causa principal del “estado de desmoralización y sin timón del liberalismo americano".

¿Es ahora finalmente, la edictocracia se pregunta en cada reanudación democrática del poder, cuando asistimos al retorno de este oportunismo que nos salvó de la crisis de 1929, del fascismo y del comunismo? Irving Howe, el principal intelectual del socialismo democrático estadounidense y fundador de la revista Dissent, escribió en un tono apagado el 20 de enero de 1993, el día de la inauguración de Bill Clinton: “¿Se abrirá camino el señor Clinton hacia el tipo de reformas sociales que F.D.R. propuso en 1936, las reformas por las que se le recuerda más? Mucho depende de la presión popular. Clinton tiene la oportunidad de asumir el legado del New Deal”.

Afortunadamente, no estamos obligados a rezar por un cambio en las opiniones o valores de Biden. Porque la habilidad de doblegarse a los estados de ánimo del momento es quizás su principal rasgo de comportamiento, el trampolín para una vida de compromiso frente a la larga contrarrevolución conservadora. Hombre providencial, Biden puede ser forzado a convertirse en uno. Como Howe destacó hace 30 años, mucho depende de la presión popular. Afortunadamente, si comparamos 1993 y 2009, las presiones que podrían perseguir al gobierno han cambiado de naturaleza.

El 6 de enero confirmó la existencia de una base conservadora movilizada, como el Tea Party, que estuvo sacudiendo a la administración Obama desde el verano de 2009. Pero donde este movimiento popular había marcado el comienzo del mandato de Obama como un síntoma de la virtual inexistencia de alternativas en ese momento, los alborotadores del 6 de enero palidecen en comparación con las vastas movilizaciones democráticas e igualitarias como las del verano pasado.

Las masas de norteamericanos estimuladas por Sanders y el movimiento Black Lives Matter no han desaparecido. El vocabulario y las aspiraciones de la política estadounidense han cambiado profundamente desde la revuelta populista de 2015. Para mejor. Quizás esto haga que Biden entienda lo que él mismo dijo sobre George H. W. Bush en 1992: “Está literalmente confundido, atrapado en el pasado. No es un mal hombre. Realmente no lo entiende”.

Directo | Biden, en su primer tuit desde la Casa Blanca: "No hay tiempo que perder"

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Traducción: Mariola Moreno

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