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Por qué Diego no se puede morir jamás

Fotografía de las ofrendas florales, banderas, velas y cartas que adornan a modo de altar un mural con la imagen de Diego Armando Maradona.

Stéphane Alliès (Mediapart)

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Maradona no murió ese triste miércoles. Vivo, ya era un mito, igual que si hubiese muerto. Al margen de la historia oficial del fútbol, estaba tan consumido por excesos a menudo patéticos que su existencia ya no es lo principal. Si el corazón de Diego late o ya no late, no tiene importancia, porque el alma de “su fútbol” respirará para siempre.

En resumen, Kantorowicz, versión futbolera. “Los dos cuerpos del D10S”, en el cuerpo mortal de Diego se encuentra el cuerpo inmortal del reino de su impredecible visión del juego del fútbol, sobre todo un asunto sensible, lejos de las estadísticas y las tácticas defensivas.

Como escribió el gran escritor Eduardo Galeano* (de quien Maradona dijo en el momento de su muerte en 2015 que le había “enseñado a leer el fútbol”): “En el fútbol frígido de este fin de siglo, que exige ganar y prohíbe gozar”, observación todavía más válida en 2020, Maradona demostró que “la fantasía también puede ser eficaz”.

Así que recurramos a la fantasía para rendir homenaje a Diego Armando Maradona. Y rechacemos el anuncio de su muerte, porque no significa nada en la escala de sentimientos de los “mendigos del buen fútbol” (Galeano, siempre, como hilo conductor).

No, Diego no puede morir, porque el fútbol lo hizo inmortal. Y lo ha congelado para siempre como “pibe de oro”, el chico de oro que fue cuando empezó en el barrio pobre de Lanus y que nunca dejó de ser.

“Lo que Zidane hace con un balón, Maradona lo hacía con una naranja”. Las palabras de Michel Platini resumen el alma adicional de “El Pelusa”, otro de sus apodos que magnifican su indomable cabellera. Maradona es la pelota del patio de la escuela vista por la televisión. La insolencia de un crío sucio, David travieso capaz de regatear a todos los Goliats del fútbol moderno-pronto-negocio.

Sobre todo, recordamos la forma en que Diego le devolvió el orgullo a los Bosteros del Boca Júnior contra los Millonarios del River Plate en el campeonato argentino de 1981, donde el popular club de Buenos Aires, gracias a su prodigio, destronó a sus rivales de la ciudad porteña.

Desde esa época, sin embargo efímera, Maradona tiene su templo en Buenos Aires. La Bombonera, el mítico estadio del Boca Juniors, donde las apariciones del D10S saben mucho del frenesí que se puede apoderar de uno cuando tienes la oportunidad, buena y mala, de verte abrumado por la dulce locura del fútbol. Maradona jugó de la manera que siempre hemos soñado, pero además apoya como nunca nos hemos atrevido a apoyar.

Diego no puede morir, porque siempre ha sido un superviviente.

Desde sus primeros años en Europa, sobrevivió al Atlético de Bilbao. Maradona jugaba por aquel entonces en el FC Barcelona y sufrió la violencia de los defensas españoles en general y de los vascos en particular. Marcado tipo Mozart al que se asesina, le lesiona de gravedad el temible Andoni Goikoetxea, al que volverá a enfrentarse en la final de la Copa del Rey de 1984, poco después de volver a pisar un terreno de juego tras la convalescencia. Y no se rinde cuando comienza la batalla campal. Cuando sobrevives a eso, un ataque al corazón a la edad de 60 años parece casi irónico...

Pone rumbo a Nápoles, donde Maradona juega la revancha de los Bosteros del Mezzogiorno frente a los poderosos y laboriosos clubes del norte de Italia. Y sobrevive a la cocaína y a la mafia. O, al menos, su fútbol sobrevive. Consigue ganar dos títulos de campeonato y a convertir a la ciudad tercermundista de los años 80 en su paraíso. Como Eduardo Galeano resume, “Maradona cobró mucho  y mucho pagó: cobró con las piernas, pagó con el alma”. Ahora Nápoles se ha cubierto con el alma de Diego y melancólicamente vuelve a pensar en los pases inmortales y en las genialidades sobrenaturales del duende con la camiseta de Buitoni...

Cuando viste la camiseta argentina, la misma leyenda y la misma canción de gesta, el niño genial que lavó la afrenta de la Guerra de las Malvinas en un solo partido del Mundial de 1986 en México. Engañando, con su famosa “mano de Dios”, luego humillando a la Inglaterra thatcheriana, con su no menos famoso “gol del siglo”.

Un emblema nacional, incluso nacionalista, Maradona domina el tiempo y sus efectos. Incluso las peores adicciones, tanto las drogas como el alcohol, no logran aniquilar su inspiración. Sus dos acciones más memorables con la selección albiceleste, además de la obra maestra de Ciudad de México, las llevó a cabo mientras estaba lesionado (su pase decisivo a Claudio Caniggia, que eliminó a Brasil del Mundial de Italia de 1990) o justo antes de ser expulsado por consumo de drogas duras (su gol contra Grecia en el Mundial de América de 1994).

Eduardo Galeano, explica la decadencia crística del futbolista cuyo cuerpo es superado por su aura. “Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin un somnífero. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo”.

En el panteón del fútbol, si Johan Cruyff es un icono liberal-libertario, Diego Maradona es un icono popular-populista. Con Diego, el fútbol no es romántico ni intelectual, pequeño burgués. El cineasta que se interesa por él es el excéntrico Emir Kusturica (autor de un documental bastante lamentable sobre un Diego ya en el crepúsculo de su gloria). Zidane entrena al Real Madrid y merece una película experimental sobre su último partido. Por su parte, Maradona entrena a un equipo mexicano de segunda en nombre de Netflix...

La Mano Negra le da gracias, a pesar de las letras minimalistas, con su “Santa-Maradona”, que es una prueba más del espíritu vivo de Diego.

Diego no puede morir, porque ya sabemos la fecha de su resurrección.

La Pascua Maradoniana existe, la celebran cada 22 de junio, en honor al partido contra Inglaterra, casi 100.000 seguidores, en más de sesenta países, de la Iglesia Maradoniana.

Otra señal de que Maradona no está realmente muerto, ya que no estaba necesariamente vivo, fue su primera visita al umbral del más allá en 2004. Salvado por los médicos cubanos, Maradona el peronista (era un ardiente partidario del presidente corrupto Carlos Menem) se convirtió en un militante, medio showman del castro-chavismo, mezclado con diatribas antiimperialistas más o menos inspiradas.

Porque hay que admitir que, a la vista de sus diversos y variados tatuajes, Diego tampoco puede morir porque el ridículo no mata. Y eso es también lo que hace a Maradona tan singular en la leyenda del fútbol. No todo le sale bien, puede caer en situaciones patéticas. Pero al final, la forma de acariciar la pelota y provocar escalofríos supera todas las derivas.

Diego no puede morir, porque es la nostalgia de la infancia, la victoria en el Mundial con camisetas para marcar goles, el concurso de toques con una bola de papel, los palos en el recreo, incluso cuando una noches de discoteca acaba mal...

Y Eduardo Galeano. Por última vez. “Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega; no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras”.

Diego no puede morir, porque no juega al fútbol, sino que está tocado por el fútbol.

[* Todas las palabras de Eduardo Galeano han sido tomadas de su libro de culto El fútbol a sol y sombra (editorial Siglo XXI).]

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Traducción: Mariola Moreno

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