Los orígenes de la islamofobia en Francia
Francia no ha descubierto la islamofobia con el asesinato a puñaladas de Aboubakar Cissé, el viernes 25 de abril, en la mezquita de La Grand-Combe (Gard). Está experimentando el horror de las consecuencias de su influencia, no solo en el ámbito político y mediático, sino también en las más altas esferas del Estado.
A pesar de las declaraciones explícitas del agresor ante la cámara (“Lo he hecho, […] tu Alá de mierda”, repitió en un vídeo rápidamente identificado por la policía), la inercia del Ejecutivo y la vacuidad de sus fórmulas mágicas sobre la República y el universalismo ilustran su incomodidad a la hora de posicionarse. Ante una tragedia que afecta a una población a la que ha convertido en blanco político recurrente, cuyo motivo concreto aún está por determinar, pero por la que se ha abierto una investigación judicial por “asesinato con premeditación y por motivos raciales o religiosos”, el poder ni siquiera hace lo mínimo.
Ante la reacción tardía, la decisión de acudir a la subprefectura de Alès en lugar de ir a la mezquita, la incapacidad para nombrar al joven maliense de 22 años —lo califica de “individuo”— y la escasa disposición a reunirse con la familia, las evasivas de Bruno Retailleau, ministro del Interior encargado de los cultos, solo pueden ser percibidas como una marca de desprecio y de falta de respeto a los musulmanes que viven en Francia.
Según el INSEE y el INED, los musulmanes, que representan el 10 % de la población de la Francia metropolitana, son víctimas de prejuicios generalizados (por detrás de los gitanos, pero por delante de los chinos, los judíos y los negros), según la Comisión Nacional Consultiva de Derechos Humanos (CNCDH), mientras que su religión ocupa el primer lugar entre las minorías religiosas, por delante del judaísmo y el protestantismo.
El malestar es aún más notable si se tiene en cuenta que el ministro, que además compite con Laurent Wauquiez por la presidencia del partido Los Republicanos (LR), es la encarnación en el Gobierno de una derecha insurrecta anti-inmigración y anti-islámica sin complejos. Ese cuyos “discursos siembran la sospecha y avivan el odio contra nuestros compatriotas musulmanes”, según la fórmula de la diputada ecologista de Hauts-de-Seine Sabrina Sebaihi, es el que asume efectivamente su batalla ideológica contra el velo.
En el deporte, en la universidad, en las excursiones escolares, etc., Bruno Retailleau lo considera un “estandarte islamista”, critica el “asalvajamiento” de la sociedad y reprocha a los más jóvenes “regresar a sus orígenes étnicos”. Asume la referencia a los “franceses de papel” de la Acción Francesa de los años 30, cuando no ataca directamente a la fe musulmana, acusada de ser un “peligro para Francia”.
Por eso, cuando, al ser preguntado sobre el ataque, el ministro menciona un acto «anti-islamista», cuesta creer que haya sido un lapsus linguae. De hecho, cuando afirma que “los islamistas quieren que las mujeres sean violadas”, en lugar de “cubiertas con velo” (juego de palabras entre violée y voilée, ndt), califica su lapsus de "curioso acto fallido".
Un término siempre controvertido
A los errores de Bruno Retailleau tras el asesinato de Aboubakar Cissé se sumó una serie de disfunciones político-institucionales. La tardanza del prefecto del Gard, que fue cuatro días más tarde al lugar de los hechos, la ausencia de representantes de las autoridades públicas en la marcha blanca, los desacuerdos sobre el minuto de silencio en la Asamblea Nacional y el Senado... Uno tras otro, esos pasos en falso han puesto de manifiesto un problema de diferencia de trato con otros crímenes perpetrados, como este, “por motivos de raza o religión”, que puede alimentar una peligrosa doble moral.
Pero es en otro ámbito donde el arraigo de la islamofobia ha encontrado su expresión más inquietante. Que la controversia en el ámbito político y mediático siga centrándose con tanta virulencia en el uso del término “islamofobia” demuestra hasta qué punto se ha banalizado la indiferencia hacia los actos antimusulmanes, que no aparecen reflejados en las estadísticas del Ministerio del Interior.
Sin embargo, el término “islamofobia” es aceptado desde hace dos décadas por el consenso de los científicos y las organizaciones internacionales. Negarse a nombrar una realidad social es una forma de ocultarla social y políticamente, incluso de negar su existencia. Por lo menos no admite ni su alcance ni su impacto. Al fosilizarse hasta ese punto, el debate público impide establecer un diagnóstico a la altura del problema y aportar las respuestas políticas adecuadas.
No es casualidad que esta negación sea específicamente francesa, ya que se deriva de la historia colonial, como explica la intelectual Reza Zia-Ebrahimi en un artículo titulado The French origins of Islamophobia denial (Los orígenes franceses de la negación de la islamofobia), publicado en la revista académica Patterns of Prejudice. Al negarse a asumir el pasado, las autoridades impiden cualquier reparación y de esa forma violan el presente, dividiendo e hiriendo a la sociedad.
La islamofobia, literalmente “miedo al islam”, se refiere a cómo se instrumentaliza esa religión para encubrir el rechazo hacia los musulmanes, o supuestamente musulmanes. Así califica los estereotipos, los insultos, las agresiones y las prácticas discriminatorias hacia una población considerada en esencia como grupo inferior e indeseable.
Dado que la crítica de las religiones es libertad de expresión, la islamofobia ha podido pasar por una forma ‘respetable’ de estigmatizar a una minoría
Lejos de impedir la crítica legítima a una religión, ese término permite descifrar y, por lo tanto, combatir un proceso social de racialización y alterización. “Aunque ser musulmán no es necesariamente ser religioso, el islam desempeñaría un papel análogo al del color de la piel: ser musulmán es como ser negro; el islam sirve entonces, al igual que el color de la piel, como una especie de perchero en el que se cuelgan todos los prejuicios, todos los estigmas, todos los racismos”, escribía el sociólogo Abdelmalek Sayad en Histoire et recherche identitaire (Historia y búsqueda identitaria, 2002).
Dado que la crítica a las religiones es libertad de expresión, la islamofobia ha podido pasar por una forma “respetable” de estigmatizar a una minoría, cuando en realidad se trata de racismo que, al igual que el antisemitismo y otros racismos, es un delito y no una opinión.
La fabricación del “problema musulmán”
El asesinato de Aboubakar Cissé es, por tanto, el resultado de un largo proceso de construcción de un “problema musulmán”, que ha tenido como efecto moldear la visión que la sociedad francesa tiene de sus compatriotas musulmanes. Para salir de la ceguera, es urgente comprender las causas.
Los orígenes de la islamofobia se remontan a los mecanismos de diferenciación, marginación e incluso exclusión de la comunidad nacional que experimentaron los judíos de Europa y las poblaciones negras e hispanohablantes de Estados Unidos.
En Norbert Elias par lui-même (Norbert Elias a través de sí mismo, 1991), el sociólogo explica que “el resentimiento surge cuando un grupo marginal, socialmente inferior, despreciado y estigmatizado, está a punto de exigir la igualdad no solo legal, sino también social, cuando sus miembros comienzan a ocupar en la sociedad posiciones que antes les eran inaccesibles, es decir, cuando empiezan a competir con los miembros de la mayoría como individuos socialmente iguales, y tal vez incluso cuando ocupan posiciones que confieren a los grupos despreciados un estatus más elevado y más posibilidades de poder que a los grupos establecidos cuyo estatus social es inferior y que no se sienten seguros”.
En resumen, los grupos marginales despreciados son tolerados siempre y cuando no intenten salir de la inferioridad social en la que han sido colocados.
En su obra fundacional publicada en 2013, titulada Islamophobie. Comment les élites françaises fabriquent le “problème musulman” (Islamofobia. Cómo las élites francesas fabrican el “problema musulmán”, Edit. La Découverte), los sociólogos Abdellali Hajjat y Marwan Mohammed concluyen, basándose en esa cita de Norbert Elias, que el surgimiento de la islamofobia debe analizarse como “una de las manifestaciones del rechazo a la igualdad».
Desde la década de 1980, cuando aparecieron los primeros síntomas, el rechazo a los musulmanes enlaza estrechamente con la cuestión de la degradación social propia de los efectos del neoliberalismo y la cuestión poscolonial, es decir, la cuestión social y la cuestión racial.
Uno de los lugares donde se fijó inicialmente ese fenómeno, las huelgas obreras contra los despidos masivos en la industria automovilística, simboliza a la perfección esta interrelación. Tras haber acogido a un gran número de inmigrantes poscoloniales, especialmente argelinos, marroquíes y tunecinos, tras las independencias, las fábricas tuvieron dificultades para “absorberlos” a partir de mediados de los años setenta y de la crisis del petróleo. Al mismo tiempo, la administración francesa, sin esperar a la “lepenización de las mentes”, comenzó a considerar que la inmigración era un problema, hasta el punto de suspender las llegadas legales en 1974.
Cuando se declararon en huelga en 1982, los trabajadores inmigrantes de Citroën en Aulnay-sous-Bois y de Talbot en Poissy, más o menos seguidos por los sindicatos, vieron rápidamente cómo sus acciones ya no se consideraban legítimas. El motivo era que a sus reivindicaciones sociales clásicas (organización del trabajo, salarios, libertades individuales y sindicales) se sumaba la demanda de un lugar de culto, como ya existía desde 1976 en Renault, en Boulogne-Billancourt, sin que ello provocara revuelo alguno.
La cuestión evidente —¿debe aceptarse o no el uso del velo islámico en la escuela?— ocultaba la cuestión latente: ¿debe aceptarse o no en Francia a los inmigrantes de origen norteafricano?
Para la patronal, los medios de comunicación y los responsables políticos, la cuestión religiosa es entonces el pretexto para frenar una lucha de clases. Una nota interna de PSA evoca entonces un “riesgo nada desdeñable de que movimientos integristas, ya sean espontáneos o procedentes de Oriente Próximo, traten de sacar provecho de esta agitación”.
Por citar solo un ejemplo en el ámbito político, Gaston Defferre, entonces ministro socialista del Interior, denunció “las huelgas santas de los integristas, los musulmanes y los chiítas”. Casi medio siglo después, da vértigo observar la similitud con las declaraciones actuales de tal o cual ministro sobre la supuesta amenaza que representarían para Francia los Hermanos Musulmanes. El escenario del desolador espectáculo que hoy se nos presenta se instauró en aquel momento.
El segundo escalón del cohete islamófobo se colocó en 1989, con el primer “caso del velo” de Creil, en el contexto altamente sensible de la fatwa de Jomeini contra Salman Rushdie tras la publicación de Los versos satánicos.
Ya no son los trabajadores inmigrantes los que están en el punto de mira, sino sus hijos. La “segunda generación” se manifestó durante la Marcha por la Igualdad y contra el Racismo, que reunió en las carreteras de Francia, primero a un puñado y luego a decenas de miles de personas, entre Marsella y París, del 15 de octubre al 3 de diciembre de 1983. Una marcha en respuesta a la violencia policial contra los jóvenes de Les Minguettes, cerca de Lyon, que fue progresivamente instrumentalizada y despolitizada con la llegada de SOS Racisme, una estructura cercana al partido socialista que acaparó la voz legítima en cuestiones de discriminación en los barrios populares.
En el momento del caso del velo, había que hacerles pagar por esta irrupción en el espacio público. El sociólogo Pierre Bourdieu traduce, en un artículo titulado “Un problema puede ocultar otro”, lo que en realidad había que entender de lo que estaba en juego en Creil: “La cuestión evidente —¿hay que aceptar o no en la escuela el uso del velo islámico?— oculta la cuestión latente: ¿hay que aceptar o no en Francia a los inmigrantes de origen norteafricano?”.
El combustible de la extrema derecha
Desde entonces, y más aún desde el 11-S, reactivado por los atentados islamistas de 2015 y 2016, no ha cesado la focalización en los musulmanes y el cuestionamiento implícito de su presencia en Francia. Han adoptado diversas formas, pero siempre se han inscrito en la misma matriz, lo que la extrema derecha ha sabido explotar hábilmente desde los años ochenta.
En su investigación entre los votantes de Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés Rassemblement National), recogida en su libro Des électeurs ordinaires. Enquête sur la normalisation de l'extrême droite (Electores normales. Investigación sobre la normalización de la extrema derecha, edit. Seuil, 2024), el sociólogo y politólogo Félicien Faury observa “hasta qué punto se impone el vocabulario religioso como una de las formas preferidas de expresar lo racial”.
“Para los votantes con los que hablé durante mi investigación”, escribe también, “las manifestaciones de la religión musulmana se interpretan como algo anormal, en el sentido de que se alejan de una norma concebida como mayoritaria. Las reacciones de rechazo que suscitan surgen con mayor facilidad cuanto más legítimas se sienten en sus expectativas las personas encuestadas, acostumbradas y habilitadas para encontrar a su alrededor un mundo ‘familiar’, ajustado a sus estilos de vida mayoritarios (alcohol en todos los bares, cabello femenino visible, signos religiosos o culturales sólo cristianos, etc.). La islamofobia se expresa así desde la norma, desde un imaginario nacional que sigue construyendo al islam como una realidad extranjera, que aún debe hacer aceptar su existencia en la sociedad francesa”.
Como demuestran los episodios fundacionales de las huelgas obreras después de Creil, la construcción de un “problema musulmán” no es sólo responsabilidad de la extrema derecha francesa, que ya en la década de 1960 teorizó una alteridad árabe y musulmana basada en la idea de que el islam era incompatible con “nuestras tradiciones francesas”. Ni mucho menos.
Las representaciones negativas del islam, hoy ampliamente difundidas en la sociedad francesa, han sido transmitidas ante todo por el discurso político, las leyes estatales y el encuadre mediático. A gran escala, y más allá de las divisiones partidistas, las declaraciones impactantes y los titulares cada vez más estigmatizantes han contribuido de manera mucho más eficaz a la marginación de los musulmanes.
Negación poscolonial, competencia neoliberal
Desde el debate sobre la identidad nacional iniciado por Nicolas Sarkozy hasta la ley sobre el separatismo de Emmanuel Macron, pasando por la privación de la nacionalidad de François Hollande, por citar solo algunas de las iniciativas más destacadas, los poderes públicos han impuesto a los musulmanes como la figura de la minoría por excelencia.
Sin nombrarlos específicamente, han acabado por crear la imagen de un grupo constituido como “enemigo interno”, “radicalizado en potencia” y, por lo tanto, considerado como intruso en el territorio. Una categoría de indeseables de los que estaría justificado deshacerse para preservar la cohesión de la nación.
En las últimas décadas, la islamofobia, reivindicada por algunos en nombre de la lucha por los derechos de las mujeres, se ha vuelto especialmente contra las musulmanas de todas las edades. Sus cuerpos y su vestimenta han sido objeto de una atención pública constante. El velo, el pañuelo, la longitud, la forma y el color de las faldas, los vestidos e incluso los trajes de baño.
Esta violencia al designarlas como no francesas recuerda la brutalidad con la que la administración colonial obligaba a las mujeres argelinas a quitarse el velo para fotografiarlas o para obligarlas a dar testimonio de su apego a Francia.
Además de la incapacidad de las autoridades para digerir la independencia de sus colonias, como siguen demostrando hoy en día las grotescas tensiones con Argelia, el fracaso evidente del neoliberalismo, especialmente desde 2008, ha empujado a los partidos de gobierno a apropiarse de los temas predilectos de la extrema derecha. Convencidos, erróneamente si nos atenemos a sus resultados electorales y a la dinámica electoral del RN, de que solo podrían mantenerse en el poder seduciendo al electorado del Nuevo Frente Popular.
Al fracasar en su intento de reactivar la productividad y el crecimiento, los sucesivos gobiernos, tanto de derecha como de izquierda, han construido una economía de “suma cero”, en la que la promesa de redistribución ha sido sustituida por la competencia dentro de la propia sociedad. “Para obtener más, los grupos sociales deben pretender ‘quitar’ a los demás”, explicaba recientemente Romaric Godin en este medio.” Y como los neoliberales rechazan cualquier redistribución de arriba abajo y, para ello, han destruido todo sentimiento de clase social, es lógico que hayan resurgido las pertenencias étnicas o raciales”.
Francia es un país donde el antisemitismo y la islamofobia matan. Un país donde las autoridades avivan impunemente las brasas de la división entre nuestros conciudadanos. Un país donde el capitalismo no puede sobrevivir sin un cómodo colchón de excedentes racializados.
La extrema derecha aún no ha superado la “barrera” electoral de las elecciones presidenciales, pero sus obsesiones calan profundamente en la sociedad gracias a las élites mediáticas y políticas.
Para invertir la situación, es necesario aceptar nombrar la islamofobia, mirar de frente la historia colonial y rechazar la lógica de la competencia derivada de la destrucción del Estado social. En definitiva, supone restablecer una “República indivisible, laica, democrática y social” digna de ese nombre.
Una República que garantice “la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, sin distinción de origen, raza o religión”, tal y como exige el artículo primero de la Constitución.
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Islamofobia en Francia: la retórica de la estigmatización
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Carine Fouteau es presidenta y directora de Mediapart, socio editorial de infoLibre.
Traducción de Miguel López