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La radicalización de Trump como síntoma de un país en declive que busca un cambio profundo

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

¿Quién se acuerda todavía de Grover Norquist? En 1985, a los 29 años, este joven graduado en Harvard entraba en la arena política de Washington. Ronald Reagan iniciaba su segundo mandato en la Casa Blanca después de una victoria aplastante frente a Walter Mondale en las elecciones presidenciales de 1984.

Ahora, acostumbrados como estamos a las victorias electorales ajustadas, resulta difícil concebir el maremoto que supone la diferencia de 20 puntos entre los dos candidatos de ese año (aunque Joe Biden se vanagloria de estar apenas seis puntos por delante de Trump en los sondeos). Mondale sólo se impuso a Reagan en su estado natal, Minnesota. La diferencia en el colegio electoral fue más que abismal, 525 votos para Reagan frente a los 13 que sacó Mondale.

Estados Unidos, y el mundo entero con él, atravesaba la edad de oro de la contrarrevolución conservadora. Las regulaciones se atenuaban, la inflación se reducía, el gasto militar estaba en pleno auge, y las fábricas se deslocalizaban en busca de sueldos más bajos. Los sindicatos retrocedían. Se decía del sida que era la respuesta de Dios a la permisividad de los años 60. Se vendaban las heridas de la guerra de Vietnam con escaramuzas en América Latina.

Los demócratas –antaño el partido de Franklin Roosevelt y del New Deal– se retiraban frente al reaganismo; una Cámara de Representantes controlada por el partido del burro (demócrata) sacaba adelante las enormes rebajas impositivas de 1981 y 1986.

Norquist, preocupado por encontrar su sitio en este Risorgimento republicano, fundaba en 1985 la organización Americans for Tax Reform (Americanos a favor de la reforma impositiva). A pesar de su nombre anodino, el lobby se convertirá en uno de los más poderosos de Washington en las décadas siguientes. Su único objetivo: reducir los impuestos.

Este personaje, especie de piedra angular de la derecha estadounidense, permaneció entre bastidores del movimiento conservador hasta la década del 2000. Una de las principales tácticas de su lobby era conseguir firmas de figuras políticas, en su mayoría republicanas, pero también algunas demócratas, para la famosa “carta para la reducción de impuestos”.

Al prometer que nunca votarían por un aumento de los impuestos o las tasas, los cargos electos locales y federales tendían una mano a la organización militante del lobby. Si la transgredían, se convertían en el blanco de una meticulosa campaña para destituirlos y sustituirlos por alguien más disciplinado.

Mantener el gobierno, paralizar el proceso legislativo, aumentar el déficit federal para forzar el desmantelamiento y la privatización de los servicios públicos. Estas son las tácticas básicas de un movimiento conservador ansioso por destruir a toda costa los inicios del estado de bienestar construido a lo largo de décadas de hegemonía progresista en Washington."No quiero abolir el estado en sí mismo”, admitió Norquist durante el primer mandato de George W. Bush, “sólo quiero reducirlo a un tamaño en que meterlo en el baño y ahogarlo en la bañera”.

Resulta conveniente decir que Trump representaría una ruptura con la doxa del movimiento conservador heredado de los años de Reagan. Frente a la doctrina del dejar hacer “cueste lo que cueste” del republicanismo clásico, Trump supuestamente marca un punto de inflexión social de la derecha estadounidense y un intento por sentar sus bases en una clase obrera blanca degradada por la desindustrialización del país desde la década de los 80. Norquist lo ve de otra manera, y su lectura debe alertarnos de la coherencia y radicalidad de la ofensiva conservadora contra las conquistas democráticas y progresistas.

A pesar de sus llamadas al nacionalismo y al proteccionismo económicos, Trump se alinea, según Norquist, con las doctrinas del movimiento conservador. En una entrevista con la revista The Atlanticen 2017, se mostraba entusiasmado por la lealtad del actual inquilino de la Casa Blanca a los principios del republicanismo: “La política regulatoria de Trump es reaganiana. Su reforma fiscal es reaganiana. Es más agresivo que Reagan en lo que respecta a la legislación laboral”reaganiana.

Norquist, que alude a su encuentro con Trump unas semanas después de que llegara al poder en enero de 2017, alude al entusiasmo que el presidente manifiesta hacia este agente provocador de la derecha americana. “Estoy contigo al 100%”, asegura que le repitió Trump tres veces.

Pero Norquist y Trump no coinciden sólo en el plano económico. La carrera de Norquist muestra los lejanos orígenes del antiliberalismo político en el seno del movimiento conservador. Mediante su estrategia de asfixiar completamente a la oposición política y su feroz insistencia en la rigidez ideológica, figuras como Norquist ilustran cómo el desmantelamiento del Estado social ha ido acompañado, desde los años 80, de un ataque sistemático a las prácticas del pluralismo democrático.

Así, Norquist se convirtió en uno de los artífices de la resistencia masiva que guio la estrategia republicana en el Congreso tan pronto como Obama llegó al poder, en 2008. Una importante crisis económica, la promesa de una reforma profunda del sistema sanitario, una sensación tangible del agotamiento del Partido Republicano por los años de George Bush, movimientos como Occupy Wall Street en 2011... varios signos parecían anunciar una ruptura con los límites impuestos a la política estadounidense desde Reagan. Esto no es para nada lo que pasó.

La contrarrevolución conservadora, que sacude y gangrena las instituciones democráticas desde la década de los 1980, nunca ha sido tan destructiva y tan carente de capacidad para gobernar el país como lo es hoy en día. Desde el comienzo de la pandemia del covid-19, una docena de millones de estadounidenses se han quedado sin seguro médico. Un informe reciente de Oxfam muestra que Jeff Bezos, el fundador de Amazon, podría dar a cada uno de sus 876.000 empleados una prima de más de 100.000 dólares y, aun así, preservar su fortuna previa a la crisis.

La radicalización del movimiento conservador es, sobre todo, un síntoma de su debilitamiento en un país que desea un cambio profundo –y a menudo radical–. Su antiintelectualismo crónico, su negación casi total de la experiencia de gobernar en nombre de intereses estrechos, su rechazo total de la realidad compleja y multicultural de la sociedad de EEUU, su defensa cueste lo que cueste de una aristocracia económica intocable... por todo ello, da la impresión de que no tiene ninguna intención de gobernar, que se contenta con paralizar la sociedad, con sus injusticias y desigualdades.

La derecha está muerta... pero no puede morir

Mientras escribo este artículo, el humo de los incendios forestales de California llega hasta las avenidas de la ciudad de Nueva York. Cuando, en una reunión el 14 de septiembre de 2020, con figuras políticas de los estados afectados por la crisis, Trump aseguró que el calentamiento global pronto dará lugar a un nuevo ciclo de enfriamiento planetario...

Visto en perspectiva, la dominación conservadora en Washington puede dividirse en dos actos. La vergüenza de la guerra en Irak y la crisis de 2008 han hecho saltar en pedazos su hegemonía sobre la política americana. Ante su marginación en el espacio político del país, proceso que se ha venido desarrollando desde la victoria de Obama en 2008 y que se ha acelerado por el éxito de figuras como Bernie Sanders, la estrategia principal del movimiento conservador en la actualidad es librar una guerra de posiciones para frenar un posible punto de inflexión progresista en la opinión pública.

La radicalización en marcha no debe llamar a engaños. En la práctica, la clase política norteamericana expresa una nostalgia crónica por las formas pasadas de conservadurismo moderado, que están ampliamente mitificadas. Mientras Biden hace de su capacidad de trabajar con los republicanos una de sus principales virtudes, debería más bien sacar de su experiencia en la Casa Blanca con Obama la inevitabilidad de la resistencia masiva que le daría la bienvenida al poder.

De hecho, hay algo banal o casi pastoral en las tácticas políticas de un Grover Norquist. Restricciones del derecho de voto en estados clave, y especialmente en barrios de clase trabajadora o de tendencia demócrata; intentos de detener el voto por correo en unas elecciones que registrarán cifras inéditas de esta forma de participación; amenazas de despliegue militar en caso de que se cuestionen los resultados; acciones legales en nombre de la “sedición” de los manifestantes de Black Lives Matter este verano: el leve antiliberalismo que durante mucho tiempo ha caracterizado a la derecha americana frente a cada riesgo de desviación progresista se está convirtiendo, gradualmente, en una forma más o menos asumida de autoritarismo político.

Tampoco hay nada mejor que apoyarse en la constitución norteamericana, que es muy favorable a la defensa de los intereses u opiniones de las minorías y que ha permanecido en gran medida inalterada durante más de un siglo. En las cinco elecciones presidenciales del siglo XXI, los republicanos han ganado el voto popular sólo una vez (en 2004), mientras que han ocupado la Casa Blanca durante tres mandatos, hasta la fecha.

El Senado, que podría considerarse un verdadero bastión del conservadurismo, es también uno de los órganos políticos más minoritarios que conoce una democracia liberal contemporánea. Debido a la representación igualitaria de cada estado (aporta dos senadores cada uno), la mitad de la población norteamericana está representada por sólo unos 20 de los 100 senadores que componen la Cámara alta de EE.UU.

A decir de la agitación que altera el espacio mediático conservador, incluso esto es demasiado indulgente hacia la representación política mayoritaria. En un artículo de opinión publicado en el muy conservador The Wall Street Journal el 8 de septiembre, el senador republicano Ben Sasse pidió una reorganización absoluta de la institución. El senador de Nebraska aboga por la derogación de la 17ª Enmienda de la Constitución, aprobada en 1912, según la cual se elige a los senadores por votación popular en cada estado.

Hasta 1912, los senadores eran elegidos por los legisladores de cada estado. Lo mismo en lo que respecta a la duración de los mandatos. Sasse considera que los seis años concedidos a los senadores exponen a la institución al riesgo de ser arrastrada por las olas y la histeria de la opinión pública. Por lo tanto, propone limitar a cada senador a un solo mandato, ¡pero extenderlo a 12 años!

La muerte de la jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg, el 18 de septiembre, es una oportunidad caída del cielo para un conservadurismo minoritario. Trump y el líder de la mayoría republicana en el Senado Mitch McConnell –tal vez el hombre más poderoso de Washington después de Trump– tienen la oportunidad de sustituir a este icono de la jurisprudencia progresista por el sexto juez de tendencia republicana.

Al hacerlo, McConnell entraría en contradicción con su propia oposición al nombramiento de Merrick Garland (Obama, 2016) con la justificación de esperar a que el nuevo presidente asuma el cargo. Respetar este principio de repente ya no es un imperativo para él y se entiende por qué: sería perder la posibilidad de consolidar (y perpetuar para la próxima generación) una mayoría conservadora en este tercer pilar del Estado americano.

Una de las brechas abiertas por los progresistas en los últimos años fue en un referéndum celebrado en 2018 en el estado de Florida. Una enmienda, titulada “Voting Rights for Felons Initiative” [Iniciativa sobre el derecho de voto para los delincuentes], devolvió el derecho de voto a los antiguos delincuentes del estado, una decisión que afecta a cerca de un millón de ciudadanos.

Pero el 11 de septiembre, un tribunal federal de apelaciones, impulsado por cinco personas nombradas por Trump, validaba una ley aprobada por el Estado que exige que los exreclusos hayan cumplido la integridad de las penas para poder concurrir a las urnas. Dada la sobrerrepresentación de la población negra (objetivo del sistema penitenciario de EEUU), los activistas se oponen con razón a la introducción de un impuesto al voto digno de la era de Jim Crowimpuesto.

Algunos editorialistas llegan a aludir a la posibilidad de un rechazo a un traspaso del poder, de milicias y de paramilitares en las calles, y se alarman ante la posibilidad de casi guerra civil, ante una virtual victoria de Biden el 3 de noviembre. Puedo ser incluso más pesimista. Estados Unidos se debate entre la contradicción de un sistema político paralizado y una sociedad que está despertando a la idea de una auténtica igualdad de derechos.

En esta lucha, la contrarrevolución conservadora cuenta con una ventaja definitiva: la de no necesitar ni siquiera un golpe de estado, tan arraigada como ha estado en el funcionamiento de una democracia cerrada durante dos décadas. La derecha está muerta, pero no puede morir. El modesto y mínimo punto de inflexión progresista propuesto por Biden ya corre el peligro de nacer muerto.

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Traducción: Mariola Moreno

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