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Esta República hotelera que desacredita a Francia

François de Rugy, exministro de Ecología, Desarrollo Sostenible y Energía de Francia.

Edwy Plenel

¿Cuál es la función del periodismo, dar a conocer las palabras del Gobierno, sus comunicados o su propaganda? ¿O revelar informaciones de interés público, silenciadas u ocultadas? ¿O creer sin comprobación ninguna las promesas, declaraciones y desmentidos oficiales? ¿O confrontarlos con la realidad de las acciones, decisiones y comportamientos? ¿Contentarse con la pérdida de confianza pública en las instituciones y los cargos electos? ¿O hacer avanzar la causa de la democracia, respetando su promesa original, la igualdad de derechos?

Si planteamos estas preguntas elementales es porque, en el casoRuggy, cierto ruido mediático alimentado por la propaganda oficial puede llegar a sembrar la duda sobre los fundamentos de nuestra profesión. No somos ni delatores ni nihilistas, para hacer nuestros los elementos de lenguaje del Gobierno macronista. Simplemente somos periodistas llevados por el deseo de elevar y mejorar la democracia a través de la toma de conciencia derivada de nuestras investigaciones.

En el caso que nos ocupa, la cuestión se centra en el uso privativo y discrecional, a su antojo y sin control independiente, de los bienes de la República por quienes la representan y la gobiernan, cargos electos y ministros. Ninguno de los hechos revelados por Mediapart (el precio de las reformas de lujo en la residencia del ministro de Ecología o la frecuencia de las cenas de amigos en la residencia del presidente de la Asamblea Nacional), ha sido cuestionado por los informes oficiales publicados este 23 de julio.

Aunque estos informes han sido elaborado por organismos que no tienen independencia funcional —uno depende del primer ministro; otro, del presidente de la Asamblea—, ambos confirman la utilidad pública de nuestras informaciones, obligando a los propios gobernantes y representantes a cuestionarse: Édouard Philippe acaba de remitir una circular sobre la "ejemplaridad de los miembros del Gobierno"; Matignon pretende regular mejor las obras realizadas en las residencias privadas de los ministros; la Asamblea Nacional reflexiona sobre un mejor control de los gastos personales de su presidente y su Presidencia ha anunciado la creación de un grupo de trabajo para responder a este fin.

En definitiva, este es el interés, en beneficio de la República, de una prensa libre e independiente... Sin mencionar que a nuestras investigaciones sobre las cenas parlamentarias y sobre las reformas de la residencia ministerial se añaden otras informaciones, no abordadas en los dos informes, incluidas aquellas que terminaron provocando la dimisión de François de Rugy del Gobierno. De hecho, no hay duda de que nuestras últimas preguntas sobre el empleo de las dietas parlamentarias antes de 2017 pusieron al ministro en una situación complicada e irreversible por las derivaciones fiscales, incluso penales, que éstas podrían acarrear (en este enlace y en este otro se puede leer toda la información).

Que el caso Rugy no sea excepcional, como el periodismo acostumbrado a frecuentar los palacios nacionales repite, no es nada reconfortante, al contrario. A través del caso ejemplar de un joven político (45 años), que nunca se ha ganado la vida de otro modo que no sea la política profesional (comenzó a los 18 años) y que se presentaba como un renovador (pasando de la formación ecologista EELV a LREM) presentándose como un renovador, Mediapart ha querido plantear una doble cuestión política, la de la coherencia entre los discursos y los actos, aval esencial de la confianza de nuestros conciudadanos, y la de la apropiación material de la República por quienes la representan o administran.

Desde este punto de vista, lo único que hemos hecho es recordar los discursos y compromisos asumidos durante las primeras horas de la Presidencia de Emmanuel Macron. Finalmente, desgastado y limitado —al igual que su autor, François Bayrou, que no pudo continuar en el Gobierno al verse salpicado por el caso de los asistentes parlamentarios europeos de la formación política MoDem—, el primer proyecto de ley del quinquenio versaba sobre esta cuestión. El recuerdo del caso Fillon, el inesperado escándalo que facilitó la elección del candidato de ¡En Marcha!, desacreditando al candidato conservador de Los Republicanos, estaba tan cerca que se reclamó un "procedimiento acelerado" para este proyecto de ley destinado a "restablecer la confianza en la acción pública", según su título inicial.

La exposición de motivos de lo que se convertirá en una doble ley —ordinaria y orgánica— "para la confianza en la vida política" podría oponerse, palabra por palabra, a los gritos estridentes de editorialistas y cortesanos que, ante nuestro trabajo, se escandalizan por una supuesta dictadura de la transparencia o por una caza imaginaria contra un hombre. "La transparencia con respecto a los ciudadanos, la probidad de los cargos electos, la ejemplaridad de su comportamiento —se puede leer en ella—, constituyen exigencias democráticas fundamentales. Contribuyen a fortalecer el vínculo entre los ciudadanos y sus representantes, como deben fortalecer los cimientos de nuestro contrato social".

"Nuestra vida pública necesita hoy un golpe de confianza", proclamaba este primer acto legislativo del quinquenio, desmentido rápidamente por los hechos que remarcamos a lo largo de los tres primeros meses de la Presidencia de Macron (leer aquí). Un año después del caso Benalla, el caso Rugy plantea, a niveles diferentes, una misma cuestión: la ejemplaridad, sin la cual la confianza democrática y cívica no volverá. Darse cuenta en campaña para olvidarlo una vez en el Gobierno, supone evidentemente debilitar la República, su crédito, su palabra y su imagen.

De Benalla a Rugy, el apoyo ciego que las más altas esferas del Estado les han acordado prueba que esta ejemplaridad no está de actualidad. Y si Mediapart ha podido dar la impresión de convertir en un folletín el caso Rugy es porque numerosos testigos, presentes en el corazón de nuestras instituciones, se alarmaron. Al destituir sin miramientos a su jefa de gabinete, inmediatamente después de nuestras revelaciones sobre la vivienda social que ocupaba en París, François de Rugy alentó a buenas voluntades ciudadanas a dejar de lado sus reservas, pues el entonces ministro hacía gala de una ejemplaridad de geometría variable, válida para sus colaboradores y no para él mismo.

"Ahora debemos concretar la promesa de una renovación de las prácticas", afirmó François de Rugy el día después de su elección como presidente de la Asamblea Nacional. En una entrevista publicada el 14 de septiembre de 2017 en el Courrier du Parlement, Rugy aludía a las "reformas durante demasiado tiempo pospuestas", destacando que "los franceses nos esperan con el cambio", ya que "hay una fuerte expectativa". Y destacaba la importancia de la "transparencia". "Ya se ha hecho mucho, pero no es suficiente. Hay que ir más allá. Debemos salir de esta cultura de la opacidad y el secreto que fomenta la desconfianza y el antiparlamentarismo".

No hemos hecho más que retomar palabra por palabra, las suyas propias, a este Gobierno y a este político. Subrayar la amnesia que, en el ejercicio de sus funciones, termina venciéndoles, es ser fiel a la exigencia democrática. Así, para defenderse, François de Rugy criticaba recientemente el modelo sueco de transparencia y control de los gastos gubernamentales, si bien en 2017 lo elogiaba prometiendo "inspirarse en las buenas prácticas extranjeras sobre cuestiones parlamentarias a la vanguardia en ciertos temas: Suecia, en las cuestiones de transparencia".

Nuestras investigaciones sobre el caso Ruggy, que forman parte de un trabajo en profundidad sobre el control de la integridad de los diputados y ministros (recordado por Michaël Hajdenberg en este artículo, en francés), ponen de relieve el inmenso arcaísmo francés en la materia, confirmado por muchos investigadores tras la publicación de nuestras revelaciones (léanse los análisis del sociólogo Pierre Lascoumes, del historiador Christian Delporte, del jurista Matthieu Caron). Palacios nacionales, gastos de funcionamiento, obras de lujo, personal de servicio, mezcla de lo público y lo privado, falta de control independiente, opacidad sobre los gastos, tolerancia ante los abusos, frecuente impunidad, etc.; no es necesario viajar a Suecia para sorprenderse ante todas estas facilidades, impensables en Gran Bretaña, por ejemplo.

Francia no sólo es monárquica por la escasa extensión del poder presidencial, también lo es debido a las costumbres, hábitos y concesiones que resultan de esta apropiación de la voluntad de todos por el poder de una sola persona: este sentimiento demasiado extendido entre las élites parlamentarias y gubernamentales de que las provisiones de la República están a su servicio, cuando deberían garantizar un uso menos costoso y más económico de los fondos públicos. No es solo una cuestión de virtud moral, sino sobre todo de eficacia política: el consentimiento ciudadano de los impuestos implica la certeza de que el dinero público no se dilapida con fines personales o fútiles.

Detrás de las comodidades de esta República hotelera subyace una cuestión tabú: la del enriquecimiento acelerado a través de la política profesional, sus puestos y sus carreras, sus comodidades y facilidades, dicho de otro modo, la distancia social que estos nefastos hábitos terminan creando entre el pueblo y sus representantes. La indecencia de la que hacen gala es la prueba de que no saben contenerse, limitarse o retenerse, es una violencia simbólica para la masa de ciudadanos que termina convirtiéndose en un desprestigio acentuado, enfados y resentimientos.

En otras palabras, no son nuestras revelaciones las que arruinan la República, sino las prácticas que éstas desvelan.

Mediapart blinda su independencia

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Traducción: Irene Casado Sánchez

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