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'Vidas arrebatadas': el dolor de los huérfanos de ETA

Portada de 'Vidas arrebatadas', de Pepa Bueno.

Pepa Bueno

Hay cientos de historias como esta, y precisamente por eso la periodista Pepa Bueno se centra en una de ellas. En Vidas arrebatadas (Planeta), su primer libro, la directora del programa Hora 25 de Cadena Ser narra la pérdida de José Mari y Víctor Pino Fernández, hijos de José Pino Arriero y María del Carmen Fernández Muñoz y hermanos de Silvia Pino Fernández, asesinados en el atentado de ETA contra la casa cuartel de Zaragoza en diciembre de 1987. En este largo reportaje, la periodista rastrea las huellas que la violencia de la banda terrorista dejó en los supervivientes, pero también la relación de un acontecimiento tan íntimo como el duelo con el entorno político y social imprescindible para comprenderlo. 

En este extracto que publica infoLibre, parte del primer capítulo del libro, hablan en primera persona José Mari y Víctor, que ponen en pie sus recuerdos infantiles de aquella madrugada en la que perdieron a sus padres y a su hermana. 

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06.13 horas del 11 de diciembre de 1987

José Mari: Estaba en mi cama, soñando que jugaba al billar americano con otro que no sé quién era. Me acuerdo perfectamente de aquel sueño. Me tocaba a mí abrir las bolas y cuando le di a la blanca… ¡Bum! Sentí una enorme sacudida. Abrí los ojos y solo veía una nube de polvo, estaba oscuro, llovía en mi cara y había un olor muy intenso, muy penetrante, que entraba hasta los pulmones. Luego supe que era el olor del amonal, ese olor tan intenso a azufre y amoníaco, que se te queda pegado para toda la vida. Pero en aquel momento no tenía ni idea, todo era extraño, alucinante. No se veía nada, solo ese olor y el polvo, mucho polvo, y la lluvia empapándonos. Se escuchaba la sirena del cuartel sonando a toda leche: sonaba, sonaba, no paraba de sonar. Pero también escuchaba los chillidos de gente que lloraba, que daba alaridos o que pedía socorro.

Yo tenía trece años y tuve clarísimo que aquello era un atentado porque ya sabía que había gente que ponía bombas. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando la nube de polvo empezó a disiparse, miré al frente y lo que vi era increíble, aterrador: no había nada, nuestra casa había desaparecido, la habitación de mis padres y la de mi hermana Silvia… ¡no estaban! Vivíamos en un tercer piso, pero todo se había caído y debajo solo había escombros. Di un respingo, me pegué al cabecero y miré a mi hermano Víctor, que tenía once años y compartía habitación conmigo. Su cama se había partido en dos, pero él seguía allí, justo en el trozo que seguía en pie, a mi lado. Le dije: «¡Quieto ahí!». Estábamos cada uno en nuestra cama —la mía entera, la suya solo un trozo—, suspendidos en el vacío, en apenas un metro de suelo, mojados y llenos de cascotes. Víctor parecía no entender nada y me preguntaba: «¿Qué ha pasado, José?». El piso de arriba tampoco existía, solo el cielo y la lluvia y el olor y las sirenas y los lamentos. Nosotros también gritábamos: «¡Mamá, mamá!». Y entonces yo lo escuché, yo escuché a nuestra madre que decía: «Hijos míos, no os mováis». Me llegó de debajo de los escombros… Y nosotros, al escucharla, gritábamos más fuerte: «¡Mamá, mamá!», pero ya no respondió.

Víctor: Sí, te he escuchado contar eso de mamá otras veces, pero yo no la oí. Y yo no tenía ni idea de ETA, ni de que había gente que ponía bombas; no tenía ni puta idea, era un niño que vivía con su familia. Punto. Solo recuerdo que me desperté y lo primero que vi es lo que quedaba de nuestra habitación… ¡Nada! Las luces de los bomberos y ruido por todos lados, las sirenas… Ese rato se me hizo mogollón de largo, muy largo. Es que apenas veías por la oscuridad, por el humo y aquel olor. ¿Y dónde cojones estoy? No sabía bien dónde estaba, tenía encima una de las maderas del armario, y veía a José con una pierna doblada y su cama como un tobogán que no sabía si iba para abajo o para arriba… Y él solo me gritaba: «¡Quieto ahí, quieto ahí, quieto ahí!».

José Mari: Pegado al cabecero de la cama, oía las voces de los guardias, de los servicios de urgencias, de los rescatadores y también las de los otros chicos que vivían en el cuartel. Y vi correr entre los escombros a un compañero de juegos del cuartel, otro chaval que perdió allí a su padre, a su madre y a su hermana. Iba saltando por los escombros. Yo no sé cómo saldría de debajo de dos pisos. Corría pegando respingos sobre los cascotes, llamando a gritos a su madre y a su padre.

Víctor: No sé calcular cuánto tiempo estuvimos así, pero a mí me pareció mucho, hasta que por el lado derecho de lo que había sido nuestra habitación apareció, con mucho esfuerzo, un hombre, creo que era un bombero, y se llevó a José. Me quedé solo; debió de ser un minuto, pero a mí se me hizo eterno. No debía de pensar en nada, solo temblaba y miraba al vacío, hasta que otro bombero llegó a rescatarme y me llevó en brazos por las escaleras destrozadas, eso sí lo recuerdo. Todo se iba derrumbando a nuestras espaldas. Al salir le dijeron que no volviera a entrar por allí, que todo se caía. Ya fuera, me dejó en el suelo sobre los escombros. Íbamos descalzos, claro, y me hice un corte pequeño en el pie.

José Mari: Fuera había un paisaje de guerra: los autobuses oficiales destrozados y quemados, pura chatarra echando humo en medio del caos. El edificio seguía derrumbándose y la gente corría de un lado a otro… Empezaba a amanecer. Nos metieron en una ambulancia a los dos. Yo tenía una pierna rota; no lo sabía entonces, claro, pero al apoyar me di cuenta de que no podía caminar. Hicimos el trayecto al hospital en silencio, sin hablar, ni nos preguntamos por nuestros padres, ni por nuestra hermana, ni por lo que había pasado. Callados, como ausentes mientras se iba haciendo de día, solo se oía la sirena.

(...)

Víctor: Yo no tengo recuerdos de la noche anterior; tampoco me he puesto nunca a recordar, pero si me pongo ahora, si lo intento, nada, cero, como si no hubiera existido esa noche.

José Mari: Yo me acuerdo perfectamente de una cosa. Le pedí a papá las llaves del coche para ir a coger un balón que tenía que inflar, y tenía que hacerlo a esas horas porque un compañero me había dejado el pincho para inflarlo. Pero todo lo demás lo supongo. Supongo que cenaríamos los cinco si papá no tenía turno raro, supongo que estaríamos a vueltas con los deberes, para lo que siempre remoloneábamos, y que nos darían el beso de buenas noches, como siempre hacían. Y a dormir, esperando los planes del fin de semana porque era viernes. Era una noche cualquiera, 10 de diciembre…, un día cualquiera. Fíjate que, en algún momento de aquellas horas en el hospital, después de la bomba, me acordé del pincho para inflar el balón, pensé que ya no lo podría devolver a mi compañero y que quizás se enfadaría. Ya ves qué tontería, si lo habíamos perdido todo.

Víctor: Desde hace un tiempo le doy vueltas a una cosa: qué jóvenes eran mamá y papá cuando les pasó eso. Ahora nosotros tenemos más años que ellos aquel día.

José Mari: Cada vez que cumplo años lo pienso. Eran más jóvenes que nosotros ahora. Tenían treinta y nueve y cuarenta años.

Víctor: Ah, yo creí que tenían treinta y siete y treinta y nueve, no sé, como nunca he querido detenerme en los detalles… Más jóvenes que nosotros, de todas maneras. Silvia tenía siete, y tú y yo trece y once… Es que éramos unos críos, joder, y estábamos allí solos en aquel hospital, más asustados que la leche, flipando y sin que nadie nos dijera nada, y sin que apareciera nadie de la familia hasta el día siguiente.

José Mari: No. Llegaron ese mismo día. El abuelo, el padre de nuestra madre, llegó como a las seis de la tarde. Venía desde Talavera de la Reina, pero tampoco nos aclaró nada. Se acercó a mi cama y me dijo: «Papá está muy mal» y no mencionó ni a mamá ni a Silvia. Ni ese día ni nunca nos dijo que papá, mamá y nuestra hermana estaban muertos. ¡Nunca jamás! Ni una conversación para explicarnos lo que había pasado. A los cinco minutos de llegar el abuelo, entró un primo de nuestros padres que no conocíamos, o por lo menos no lo recordábamos. Nos dieron el alta médica y nos montaron en el coche de este primo y nos pusieron en viaje desde Zaragoza a Talavera, seiscientos kilómetros de los de entonces. A mí, como iba escayolado, me sentaron delante, en el asiento del copiloto. Mi abuelo y Víctor detrás. Solo recuerdo silencio y oscuridad. De vez en cuando se escuchaba llorar a mi hermano. Me dolía la pierna y también me echaría algún lloro, supongo. No recuerdo que nadie me consolara. Solo silencio y carretera.

Víctor: Y ya siempre el silencio, también entre nosotros dos. Crecimos sin hablar nada de esto. Nada, nada, ni una palabra, como si no hubiera pasado. Nos ha costado la hostia.

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José Mari: De lo que pasó aquel día no hemos hablado tú y yo hasta hace tres años.

Víctor: Y cuando empezamos a hablar no éramos capaces de decir papá o mamá.

José Mari: Ni siquiera podíamos mirarnos mientras hablábamos.

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