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Qué ven mis ojos

No es un traje invisible, es un rey desnudo

“No falla: cuantas más veces repite alguien la palabra 'yo', más seguro puedes estar de que se hace pasar por otro”.

  Vivimos la era de los malabaristas, o más bien de su versión más barata, la de los trileros. Se juega con las ideas, se juega con los sentimientos, con los principios; se juega con la ley, con la Justicia, con el tiempo… Quienes lo hacen no actúan como políticos, sino más bien como malabaristas, y no parece que su objetivo sea el bien común, por mucho que silben himnos y se envuelvan en banderas, sino el beneficio propio, algo que mientras las cosas van bien suele acabar con las cajas del dinero público saqueadas y cuando llegan las complicaciones, acaba convertido en un sálvese quien pueda. En Cataluña se saben de memoria tanto una cosa como la otra.

Ahora, es el momento de los problemas y el enredo de la nueva legislatura a la que debían dar paso las elecciones, ha vuelto a poner a todo el mundo contra las cuerdas, en un callejón sin salida y tan estrecho que en él no son posibles ni la circulación paralela ni los adelantamientos. Un clásico de Puigdemont y los suyos, que transforman cualquier carrera en la que participen en un cien metros-vallas donde los obstáculos que pretenden saltarse a la torera son otra vez los mismos: el Estatut y la ConstituciónEstatut. El primero, le prohíbe ser un presidente no presencial. La segunda, sanciona la división de poderes del Estado, algo que no termina de entender, por lo visto, dado que una vez y otra exige al Gobierno que ordene a los jueces no perseguirlo. Él habla de inmunidad, pero de ahí a la impunidad hay una sola letra de diferencia.

La democracia consiste en que cada uno recoja lo que siembran otros

El caso es que a Puigdemont le pueden seguir llamando president como hacen Forcadell y otros de sus seguidores —no lo es, sólo quiere volver a serlo, da igual si lo logra a distancia, telemáticamente o por persona interpuesta— pero hay muy pocos que no lo vean como un palo en la rueda y probablemente como un egoísta. Habló por muchos de ellos un histórico, Joan Tardá, diciendo que tal vez habría que prescindir de él, en una especie de voladura controlada; ha hablado un joven, Gabriel Rufián, recordando que nadie es insustituible; han hablado algunos otros compañeros de su partido, ofreciéndole reinventarse como eurodiputado y así esquivar el miedo incontrolable que parece tenerle a ser detenido y encarcelado… Pero da la impresión de que sólo se oye a sí mismo, y no ve o no quiere ver que con su “o yo o el artículo 155” mantiene el tren en una vía muerta, que no está construyendo un puente, sino un laberinto. También olvida que si él llegó a presidir Cataluña fue porque Artur Mas se tuvo que apartar y cederle el sitio.

Él está tan lleno de sí mismo que debe pensar lo que el escritor Randall Jarrell: “Si tus contemporáneos no piensan que te equivocas, la posteridad no te dará la razón”. Pero los suyos, de forma cada vez más mayoritaria, lo ven como un estorbo, saben que su posición de fuerza debilita al ParlamentParlament; pero vivimos en un mundo donde importan más que nunca las apariencias y se teme al electorado; eso sí, nada más que hasta que se ocupa el poder, luego ya se le puede hacer la vida imposible a la gente, quitarle el trabajo, desahuciarla, empobrecerla y robarle sus derechos, como hizo el partido de Puigdemont sin que él dijera esta boca es mía. A partir de hoy, quedarán dos meses de plazo máximo permitido para formar Govern, antes de que sean convocadas unas nuevas elecciones, y los empujones para hacerle bajarse del pedestal se irán haciendo más violentos. Igual no cede ni así: la línea recta no admite desvíos, pero sí desvaríos, por eso nos encontramos en un punto intermedio entre Valle-Inclán y Berlanga, tenemos a un lado a un Gobierno que presiona a los magistrados del Tribunal Constitucional pero dice que no hace eso, sino nada más que advertirles de la gravedad de una decisión contraria a los planes de La Moncloa; o tenemos a la Policía Nacional vigilando las fronteras maletero a maletero y desde los cielos por donde pueda volar un helicóptero independentista hasta las alcantarillas cercanas al Parlament, de las que podría emerger el prófugo a modo de leviatán con corbata; al otro lado, un largo etcétera que va del rumor de que a Puigdemont, cuya fuga cada vez se parece más a una excedencia que a un exilio y le debe estar saliendo por un ojo de la cara a los suyos, lo aloja el antiguo presidente del F. C. Barcelona, Joan Gaspart, en uno de sus hoteles; hasta la difusión de un supuesto mensaje telefónico de una consejera de la Generalitat al presidente actual del equipo con la pretensión de que pagasen parte de la fianza establecida por el Tribunal de Cuentas por la organización del referéndum del 9 de noviembre de 2014: “Tenéis que aportar tres millones y medio por patriotismo”. Vaya modo de dar los buenos días… La última sospecha es que Puigdemont trata de llegar sea como sea hasta el interior del hemiciclo y una vez dentro, apelar al nuevo reglamento, según el cual los cuerpos de seguridad no pueden ir allí a detenerlo, deben ser desarmados por los Mossos d´Esquadra y ponerse bajo sus órdenes. Lo dicho: quiere ser intocable, algo que en una democracia no tiene razón de ser.

A la Justicia en España, lo mismo le bajan la venda de los ojos a la boca, para amordazarla, que le echan un narcótico para dormirla. Y con la ley juegan todos, la respetan cuando un juez les favorece y la combaten cuando una sentencia les es contraria. No olvidemos de qué hablamos cuando hablamos de sus supuestos defensores: de gente que puede destruir a martillazos un ordenador si cree que la policía va a encontrar en él alguna prueba comprometedora. Así es esta historia.

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