Desde la casa roja

Aeropuertos

He llorado algunas veces en el aeropuerto. Viendo marchar y viéndome llegar. Como una puerta a otra galaxia, nos acercamos a él con respeto y armados de equipajes extraordinarios, emprendemos caminos de horas para llegar hasta su extraña circunvalación. Una madrugada, cuando tenía veintitrés años, comprobé que podías escapar de su rito militar y, antes de subir al avión, di media vuelta, salí y lo dejé marchar. Me hubiera gustado grabar su despegue en mi memoria, pero no fue así. Cuando regresé a casa, mi madre aún estaba dormida. No me pidió explicaciones. Aquella noche, nos fuimos al cine.

Cuando era niña, ataba la goma de saltar a las vallas metálicas donde se espera a los viajeros en la terminal 1 de Barajas. Jugaba y daba brincos mientras esperábamos a mi padre. El aeropuerto eran aquellas puertas de los mil orígenes que, durante unos segundos, te dejaban mirar a los viajeros esperando su maleta. Luego aparecía él y nos buscaba con la mirada, con algo diferente en el alboroto del pelo, en la elección de las ropas de vuelo, sobre los hombros. ¿Sería cansancio? Ir al aeropuerto significaba abrir después su maleta en el recibidor de la casa y esperar a que hubiera algún tesoro europeo para mí: chocolate, puzles, aquella mochila fucsia y cuadrada con reflectores de la que se rieron mis compañeros de escuela.

Estoy en Viru Viru, el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra. Una chola con su bombín y su pollera brillante carga su teléfono junto a mí. Las dos estamos sentadas en el suelo. Apenas he tenido tiempo para comprarle algo a mi hijo en este viaje. Quisiera asegurarme la alegría de su recibimiento con un regalo. Le compro una llama de lana a triple precio que en el mercado de las Brujas y agoto mis bolivianos sin remordimiento. A mí me hace gracia, pero no estoy tan segura de que se la vaya a hacer a él.

Hay una sensación cinematográfica que me acompaña cuando estoy esperando para subir al avión. ¿Recuerdan Lost? Aquella serie que seguimos exhaustos hasta el final, cuando rompieron el pacto narrativo y nos enfadamos para después acabar perdonándoselo todo, teorías astrofísicas incluidas. No puedo evitarlo. En la sala de embarque, sobre una música imaginaria, observo a cámara lenta a mis compañeros de vuelo como si existiese la posibilidad de vivir en una isla del Atlántico solo con ellos: la mochilera alemana que habla español con acento latino; la mujer que recuesta la cabeza sobre su marido y, de vez en cuando, le arranca bolitas del jersey que va tirando al suelo; el bebé con su gorro de alpaca de colores dormido sobre una manta. Y me parece que, durante unas horas, igualados en la medida de nuestros estrechos asientos, compartiremos algo más que el oxígeno despresurizado de la cabina sin llegar a tener ni idea de la historia que arrastramos cada uno.

Somos el vuelo UX026, la vieja nave que cruza y descruza el océano, un pasaje silencioso y sumiso que se forma de un lado del pasillo mientras los perros olisquean nuestros equipajes a la orden de dos milicos que no pasan de los veinticinco años. Somos el vuelo donde el azafato cuenta a un viajero que han encontrado droga escondida entre los asientos del avión muchas veces. Donde cuenta que sabe de buena fuente que dentro de cada uno de estos vuelos viaja un bolero. Yo miro alrededor y no me parece que nadie pueda llevar bolas de coca en sus intestinos. Me miro también a mí. ¿Tengo aspecto de jugarme la vida? Y decido que todo está narrado con un filtro viril de exageración. Y que vete a saber.

Nos pone nerviosos volar, distorsiona nuestro mapa, lleva al límite nuestro cuerpo: equilibrio, circulación y sueño. Y empeora con los años. Sufrimos preventivamente por el jet lag futuro, por nuestros huesos encajados en hileras de asientos ridículos pagados a precio de trono. Pero lo que verdaderamente nos tensa es ese protocolo absurdo de los aeropuertos. Ese código castrense que nos acompleja y nos da miedo con el que una serie de personas ejercen su poder sobre nosotros, los viajeros. Esa mirada de la burocracia por encima del mostrador de la aerolínea. Los ojos del agente de aduanas clavándose en nuestras facciones. Las manos enguantadas en látex de la mujer que revuelve tu bolso pero no sabe tu nombre. Es esa posibilidad instantánea de delincuencia en la que ni nosotros mismos estamos seguros de nuestra inocencia.

Somos los nietos de los que nunca tomaron un avión, los dueños de las pequeñas y grandes distancias, los que han llegado a medirse en un elitista tanto vuelas, tanto vales: en este caso, no habrá culpa, contaminaremos lo que sea necesario verano tras verano; odiaremos las huelgas que nos dejan en casa, las condiciones laborales del personal de tierra de las aerolíneas.

Y después de las mil alarmas del despertador, con el sueño más grande nuestra vida arrastrado por andenes y bajo fluorescentes inmisericordes, en fila india y a paso ligero, con nuestros documentos en su página correcta y en la mano. Tanto como que nunca hemos sido tan buenos ciudadanos y obedientes, puerta tras puerta, paso a paso, hasta llegar al avión, donde, si hay suerte, nos darán de comer en unas extrañas bandejitas de hospital que nos encantan.

Que tengan buen viaje. Nos leemos al regreso.

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