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Cambio de hora en Europa

Vaya por delante que soy una de esas personas a las que les afecta física y psicológicamente el cambio de hora dos veces al año. No sé si lo mismo o más o menos que a otras, pero mucho: me afecta al sueño (o al insomnio, mejor dicho), a la capacidad de concentración, a los nervios, al humor, a la susceptibilidad… Todo lo cual no es óbice para declarar mi estado de estupefacción ante el anuncio de que la Comisión Europea propondrá mantener fijo el horario de verano, y así se hará a partir de 2020 o 2021 si el complejo proceso burocrático europeo avanza sin trabas. Lo que a uno le deja con la boca abierta es el argumento ofrecido por el presidente del Ejecutivo comunitario, Jean-Claude Juncker: “La gente quiere que se haga, así que lo haremos”. De repente y sin previo aviso, Europa amaneció este viernes como si fuera una democracia directa vía internet. Y yo con estos (pocos) pelos.

Bruselas abrió el pasado 4 de julio una consulta pública online no vinculante sobre el cambio horario en la que participaron 4,6 millones de personas. El 80% de los votantes se ha pronunciado a favor de mantener fijo el horario veraniego. Para poner los datos en su contexto exacto, conviene resaltar que la participación en el conjunto de la UE ha alcanzado el 0,89%; que dos de cada tres votos proceden de Alemania, donde se pronunció un 4% de la población, mientras en España (país que sigue declarándose como uno de los más europeístas) no pasó del 0,19%. Eso sí, entre los españoles ha habido una de las más rotundas unanimidades: el 93% de los votantes eligió eliminar el cambio de hora.

¿A qué viene la estupefacción? Pues en primer lugar a este ataque de fe en la democracia directa que le ha dado a Juncker (y a la Comisión en su conjunto) al asumir como vinculante el resultado aunque la consulta no lo fuera. Durante los últimos cuarenta años, nos han estado contando que estudios científicos rigurosos determinaban la necesidad de hacer ese cambio horario dos veces al año para ahorrar energía. ¿Hay otros estudios alternativos e igualmente sólidos que ahora establezcan que ese cambio no vale la pena? ¿O simplemente Juncker, después de una sobremesa larga de esas de las que sale luego sujetado por otros mandatarios para no perder la verticalidad, ha decidido que a partir de ahora el voto telemático va a condicionar decisiones políticas europeas cuya base debería ser eminentemente científica?

En lo que se refiere a este asunto concreto del cambio horario, la propuesta anunciada deberá ser aprobada por una mayoría de los Estados miembros y ratificada por la Eurocámara. De aprobarse la nueva ley, todos los países europeos estarían obligados a no cambiar la hora durante el año, pero son libres de fijar cada cual el huso horario que estime oportuno. Lo cual obliga a abrir en España un debate tan pendiente como necesario: ¿por qué no aplicar el huso horario del meridiano de Greenwich, que es el que corresponde a la mayor parte del territorio, para aprovechar al máximo la luz solar como hacen Portugal o Reino Unido?

En segundo lugar, pero no menos importante, está la cuestión de fondo: quién y cómo decide lo que los ciudadanos europeos votan onlineonline. Sabemos que esta última primavera la CE puso en marcha una consulta pública sobre el futuro de la Unión tras el Brexit. Son doce preguntas que el propio Juncker resume en una: “¿Qué futuro queremos para nosotros, para nuestros hijos y para nuestra Unión?”. Nada más y nada menos. Todo arropado con un discurso macroniano que llama a la ciudadanía a dibujar por sí misma el futuro de Europa. Los resultados de esta consulta se conocerán semanas antes de la próximas elecciones europeas de mayo de 2019.

Que Europa viene sufriendo un déficit democrático es evidente. Que la ciudadanía, en diferente grado según los distintos países, se ha ido alejando del proyecto europeo a medida que este iba perdiendo su ambición de justicia, igualdad y progreso para reforzar su carácter eminentemente financiero y empresarial es también obvio y está entre las causas principales de la desafección generalizada y del surgimiento de movimientos antieuropeístas, populistas y xenófobos.

El sistema de decisiones de Bruselas no cambia de hora

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Así que, puestos a resetear el proyecto para conectarlo con amplias mayorías sociales, se me ocurre que la Comisión Europea y su inefable presidente Juncker podrían plantearse unas cuantas consultas públicas más trascendentes que la de los cambios de hora. Por ejemplo: ¿Qué tal si preguntamos a la ciudadanía si exige eliminar en Europa todos los trucos de ingeniería fiscal que permiten a las grandes empresas pagar unos impuestos ridículos o simplemente no pagar nada? ¿Qué tal si preguntamos a la gente si cree prioritario en Europa garantizar un gasto público que sostenga un Estado del bienestar sólido (en educación, sanidad, dependencia o pensiones) a costa de reducir otro tipo de gastos y con un sistema fiscal justo y progresivo que no haga descansar el mayor peso de los ingresos en las rentas del trabajo? ¿Qué tal si preguntamos a la ciudadanía europea si exige el cumplimiento de las obligaciones de la UE en materia de asilo y refugio, así como una distribución proporcional de los migrantes entre unos países que suman 450 millones de habitantes?

Estoy completamente seguro de que cada lector o lectora podrá sumar más de doce ejemplos de cuestiones que le gustaría poder votar en Europa, muy especialmente si confiara en que el resultado fuera vinculante, como Juncker parece haber decidido que sea el de la consulta sobre el cambio horario. Lo cual abriría otro debate interesante: ¿estamos seguros de que ese ejercicio de democracia directa es el idóneo para mejorar la salud de unos sistemas políticos que sufren el desprestigio común de todos los resortes institucionales de intermediación? ¿En qué asuntos o en qué dosis debería aplicarse esa democracia directa? ¿No abriríamos un camino aún más abonado para el éxito de populistas, vendedores de humo, expertos en exprimir a su antojo las emociones colectivas, etcétera?

En cualquier caso, no hay peligro. Juncker fue el artífice de que en el corazón de Europa exista de facto un seudoparaíso fiscal llamado Luxemburgo. Ni se le pasaría por la cabeza preguntar por su abolición. Y mucho menos concluir: “La gente quiere que se haga, así que lo haremos”. 

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