Desde la casa roja

La primavera de las lectoras

Aroa Moreno

En casa tenemos libros para sobrevivir a algunas cuarentenas. Hay una palabra japonesa que define el arte (¿vicio?) de acumular libros. No es bibliomanía, lo llaman tsundoku y sabes de lo que te hablo: un acopio desenfrenado, una especie de horror vacui por las estanterías vacías y las mesillas que solo sirven como base para la lámpara. Nada me produce una felicidad parecida a la de volver a casa con libros nuevos. Los compro para leerlos, pero a veces descansan esperando meses o, incluso, años. Frenada por el cierre de las librerías (hoy abiertas), he vuelto a algunos libros que tenía y me he reencontrado con uno de Roberto Bolaño, Entre paréntesis (Anagrama, 2004), donde se recogen un centenar de piezas (artículos, reseñas, conferencias y prólogos) que abarcan desde la publicación de Los detectives salvajes (1998) hasta su muerte (2003). Y hubo una que me gustó especialmente, titulada El invierno de las lectoras.

Cuenta Bolaño cómo ve pasear a mujeres por Blanes, el pueblo de Girona donde vivía: solas, con sus hijos, con la compañía silenciosa de otra amiga, pero siempre con un libro en la mano. Se pregunta: ¿Qué leen estas mujeres? Y recuerda a Nadiezhda Mandelstam (Rusia, 1899-1980), lectora excepcional y autora de dos libros de memorias, uno de ellos titulado Contra toda esperanza (Acantilado, 2007). Era mujer del poeta Osip Mandelstam (Polonia, 1891-Gulag, 1891). Los dos participaron, cuenta Bolaño, en relaciones triangulares, una noticia que causó estupor y decepción entre sus admiradores, que la tenían por santa. Escribe: «A mí, por el contrario, me hizo feliz saberlo. Supe que en medio del invierno Nadiezhda y Osip no se congelaron y me confirmó que al menos intentaron leer todos los libros. Las santas lectoras del invierno son mujeres de carne y hueso y no les falta audacia. Algunas, es cierto, se suicidaron. Otras remontaron la infamia y volvieron a abrir sus libros, los libros misteriosos que leen las mujeres cuando hace frío y pareciera que el invierno no se va a acabar nunca».

No sé si nosotros habíamos pasado más frío que en estas semanas. No hablo de las temperaturas. Fíjense que seguimos congelados y que el temporal no amaina a pesar de este verano anticipado que enrojece nuestro mapa. Los desencuentros, las irresponsabilidades y un ruido destartalado se cuelan todavía con fuerza por todas las ventanas. Pasado el primer shock de estar confinado en una casa durante un tiempo que ha superado todos nuestros pronósticos, me siento levemente como una de esas mujeres de las que habla Bolaño. Leyendo me he sentido abrigada. Y camino todavía porque las he leído caminar a ellas: «Cuando las veo, los rostros enrojecidos por el viento frío, pienso en las rusas que hicieron la revolución y que soportaron el estalinismo, que fue peor que el invierno, y el fascismo, que fue peor que el infierno, y siempre estuvieron acompañadas de un libro».

Además de en las relecturas, he podido encontrar calor en otras casas recientes: la de la sierra en El Atazar que habitó la familia de Elvira Lindo, en A corazón abierto (Seix Barral), una observación microscópica del retrato familiar. Tampoco hacía frío bajo tierra, créanme, junto a las pequeñas mujeres rojas (Anagrama) de Marta Sanz. Ni en la novela Bajo la higuera (Maclein y Parker), de María Bautista, donde el brasero calienta con fuerza la gélida casa de la meseta donde se reconocen Clara e Inés. O en las Casas vacías, de Brenda Navarro, la más dura de todas las novelas que he leído en confinamiento. O en los corredores del manicomio de Ciempozuelos, otro encierro y paisaje de La madre de Frankenstein (Tusquets), el quinto de la posguerra contada por Almudena Grandes. Todos estos son libros salieron justo antes de que las librerías cerraran temporalmente sus puertas, quedándose congelados, ahora sí, en los almacenes. Pero no se preocupen, siguen esperando.

Inevitablemente, he tenido que regresar también estos días, los caminos de las lecturas, a las memorias de Nadiezhda Mandelstam y en uno de los capítulos cuenta que, cuando en 1938 vuelve a Moscú desde Samatija por la detención de Osip, toma unos cuantos libros de la biblioteca común y se va a venderlos a librerías de viejo. El dinero obtenido de la venta lo emplea en un único envío que hará a Mandelstam, al gulag. Ella dice que no fue capaz de venderlo todo porque ese estante de libros significó la única ilusión de haber tenido algo parecido a una vida apacible. El paquete fue devuelto por muerte del destinatario.

Todas estas semanas me he plantado delante del folio en blanco sintiendo un cometido grande por tener un eco en estos días cuando yo lo único que podía escribir era acerca de un pánico íntimo y maternal. Nunca he querido escribir desde la rabia, aunque sé que a veces no lo he conseguido, o desde una actitud, tan poco apropiada para este periódico, como restar. Cuando les doy mi punto de vista como madre de un niño es porque es lo que he sido estos meses, fundamentalmente, una madre que pasa muchas horas cuidando de un hijo, y era el único lugar desde donde sentía que estaba escribiendo con algo de honestidad. Pero también he sido otra cosa, una lectora, primero distraída y después ya compulsiva. Si solo hubiera sido una madre, si no hubiera dado espacio a todos esos libros esta primavera, la desesperación habría sido otra, más intensa. Pero ha sido la misma que en otros tiempos, cuando no entiendo lo que sucede afuera o adentro y busco encontrarlo en las palabras que escribieron los demás.

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