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Tierra

Un hombre frente al muro con los nombres de los enterrados en una fosa común en Oviedo.

Gutmaro Gómez Bravo

Hay una persona mayor sentada en una silla, esperando. En realidad, ha estado a la espera desde que nació. Pertenece a una generación marcada por la ausencia. Muchos crecieron sin abuelos, sin padres, sin madres, con parte de la familia desaparecida, huida o en la cárcel. Todo de lo que no se podía hablar. Fueron educados como culpables, cómplices necesarios de una historia oculta bajo tierra, que han llevado todos estos años como un estigma. A media mañana hay más sillas, aunque el calor ya aprieta. No apartan la mirada de la fosa común donde fueron a parar los restos de sus ancestros, enterrados en un corral, fuera del cementerio, extraños al pueblo. Las sillas van y vienen. La escena se repite a diario porque los trabajos duran mucho tiempo; después habrá que identificar todos los cuerpos, y, si todo va bien, podrán cruzar los escasos metros que les separaban del cementerio municipal. Cada familia recorre estos días los rincones de su memoria. Más allá del luto y de sus viejas fotos retocadas de las bodas o del servicio militar, no pudieron mostrarlos nunca, ni siquiera con la democracia. Ahora comienzan a cerrar el duelo, dando por fin sepultura a sus seres queridos. También hay casos que nadie reclama. Se los ha tragado la fosa, el agujero del tiempo, los estratos y las cargas de la vida que trataron de soportar muy lejos, en la gran ciudad o en otro país.

Hoy tenemos la obligación de reconocerlos pero también deberíamos aprovechar la fuerza de ese momento, para explicar la esencia que tiene ese gesto como sociedad. Todos los que están allí enterrados murieron por poder reunirse. La lección es clara y pasa por no separar, excluir o castigar a nadie por su condición, su forma de ser, vivir o pensar el mundo, por sus creencias y, en definitiva, por su ideología. Todas estas cosas nos jugamos en el presente, en un país que tiene, desgraciadamente, todavía mucho de su pasado bajo tierra. La exhumación de las fosas de Manzanares y Almagro (Ciudad Real) que comenzaron esta pasada semana, abren la ventana a ese pasado incómodo del que solo se habla para arrojárselo a la cara políticamente, de donde puede parecer que no salimos. A pesar de todo, se ha avanzado mucho en el conocimiento y coordinación científica de arqueólogos, antropólogos, forenses e historiadores que precisan estas intervenciones, como también en la forma de comprender y explicar una dimensión fundamental que deben tener estos actos: la pedagógica. La posibilidad de acercar a la escuela todas las herramientas de estas disciplinas para explicar y resolver conflictos está también en nuestras manos. Y la mejor es la capacidad crítica. Un acercamiento didáctico a la guerra civil, que las nuevas tecnologías permiten desarrollar ya prácticamente en todos los niveles, puede contribuir más a desenredar la madeja del relato heredado del franquismo que su sustitución por una versión alternativa oficial. No habría consenso en ello, no por razones historiográficas sino políticas, posicionamiento que influiría de nuevo en las propias familias y alejaría definitivamente a la gente joven del tema.

La oportunidad general que se abre para este tiempo es grande, al igual que la responsabilidad de perpetuar o no un acercamiento a la guerra civil cortoplacista, que corre el riesgo de nacer desfasado. Hay que incorporar los datos, las miradas, los territorios y todos esos nombres que no solo lucharon por un enfrentamiento previo, como se quiere seguir mostrando hoy por distintas razones. El golpe de estado y las maquinarias bélicas propagandísticas revistieron todo de legitimaciones ideológicas para matar, pero la dirección de la violencia y, sobre todo, el alcance de la fuerza, no fue el mismo ni tuvo el mismo impacto. No solo por el desenlace y la división en vencedores y vencidos, como es sabido, sino por los propios mecanismos puestos en marcha en los dos primeros años de guerra que terminaron configurando un aparato dictatorial de larga duración. Pero tampoco perdamos la oportunidad de explicarlo todo y, sobre todo, no ocultemos ni demos por sabido nada. Los treinta cuerpos que se encuentran en esa fosa común se corresponden a las dos gestoras municipales de Manzanares y de Almagro durante la guerra, concejales, miembros del Frente Popular y de organizaciones políticas y sindicales que habían apoyado a las mismas elecciones de febrero de 1936. La geografía del final de la guerra, de Levante a la zona Centro, marcan esa funesta cifra de ejecuciones de las comisiones municipales prácticamente al completo. Fueron acusados del delito de rebelión militar por oponerse a la sublevación y fueron ejecutados por ello en la fase alcista de la represión. No tuvieron un juicio con garantías. Se les atribuyó colectivamente los crímenes contra religiosos y personas de derechas que se cometieron en sus comarcas en el verano de 1936. Crímenes que existieron y que no se pueden negar ni borrar, que hay que explicar. De lo contrario se sigue abriendo esa brecha entre muertos de una comunidad y extraños a la otra. Seguirán los excluidos pero también todos aquellos de los que se apropió la dictadura bajo el manto de los mártires. Manto que cubrió a los miembros de las nuevas gestoras municipales y ayuntamientos de posguerra durante mucho tiempo, que sirvió para restaurar el orden tradicional de las cosas. Demasiado tiempo y solo les separaban unos metros y una tapia.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y del Franquismo.

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