Plaza Pública

Mala gente que camina

El presidente de Vox, Santiago Abascal, el líder del PP, Pablo Casado, y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, posan junto a otras personalidades asistentes a la concentración de este domingo.

Mala gente que camina

y va apestando la tierra.

Antonio Machado

Nunca vamos a acabar con las discusiones sobre lo que son o no son la derecha y la extrema derecha. Que si fascistas. Que si neofascistas. Que si franquistas. Que si  neofranquistas. Que si derecha extrema. Que si extrema derecha. Que si racistas. Que si xenófobos. Nos pasamos la vida intentando ponerles nombre a quienes han hecho de lo humano una ruina moral, el gancho carnicero donde colgar la igualdad, la solidaridad, la libertad, la dignidad para vivir en lo común porque estar solos da mucho miedo demasiadas veces.

Por encima de esas maneras de nombrar a esa derecha y extrema derecha, hay una que prefiero sobre las demás: son mala gente. Siempre lo fueron. Nunca estuvieron del lado de la fragilidad. Siempre abrazaron desvergonzadamente a quienes lo tenían todo, aunque ese todo lo consiguieran muchas veces atracando impunemente la decencia. Hace tiempo se empezó a hablar bastante —ya era hora— de la memoria histórica. Insisto: mejor si la llamamos memoria democrática y antifascista. Pues entonces salía Rajoy, presidente del gobierno, y se vanagloriaba de traicionar los presupuestos generales del Estado no dando un solo euro para la exhumación de las víctimas que dormían su sueño republicano en fosas clandestinas. Y el entonces portavoz adjunto del PP en el Congreso, Rafael Hernando, decía con una frialdad que pone los pelos de punta: “algunos se acuerdan de su padre cuando hay subvenciones para encontrarlo”. Eran padres y madres asesinados por muchos padres y abuelos de quienes despreciaron siempre el derecho de los suyos a la memoria de las víctimas. Unos crímenes que hoy, todavía hoy, siguen en el limbo de la justicia después de más de cuarenta años de democracia. Ningún atisbo de humanidad en quienes sí que tuvieron ocasión de recuperar a sus muertos de cuando la guerra. Eran los vencedores y peinaron cielo y tierra hasta encontrar a sus familiares y poder llevar a cabo la ceremonia del duelo que siempre negaron y siguen negando a los vencidos. No sienten el dolor ajeno sino como una patochada que los mueve a la risa. Se burlan de ese dolor. Pero burlarse del dolor que viene de aquel pasado es una manera de esconder una evidencia: le tienen miedo a ese pasado. De las fosas comunes saldrán no sólo los nombres de los asesinados, sino también los nombres de sus asesinos. A eso le tienen miedo. A eso.

Discutir sobre si Vox y buena parte del PP son fascistas es el pan de cada día. Hay que aumentar el espacio de la reflexión. Sus proclamas caen en un cuidado caldo de cultivo: nunca se fueron los resabios franquistas de una sociedad que vio pasar de largo la ruptura con un pasado despreciable. Nunca las instituciones de la democracia abandonaron totalmente sus raíces antidemocráticas. Nunca en nuestro país tuvo lugar una apuesta seria, rigurosa, por una enseñanza de la historia que estuviera por encima de esa fabulación siniestra heredada del franquismo. Todavía hoy, bastantes historiadores sufren persecución judicial porque los hijos y nietos de quienes firmaban condenas de muerte sin garantías procesales los denuncian con el único fin de convertir, una vez más, la historia en una sarta de mentiras. Como si la historia tuviera más que ver con el honor mancillado de los criminales que con la verdad. Precisamente, cuando escribo estas líneas, se anuncia el juicio contra el historiador Carlos Babío, autor del libro Meirás: un pazo, un caudillo, un  expolio, por un supuesto delito de injurias contra los  Franco. ¡Qué país, dios, qué país!

La extrema derecha va en ascenso. Es cierto que también en muchos otros sitios pasa lo mismo. Pero en esos países, al menos de momento, la derecha no se alía con el fascismo. Aquí sí. Nunca la derecha fue en nuestro país antifascista. Nunca. Y aún tenemos una diferencia respecto a otros países: la mayoría de los medios de comunicación —escritos, audiovisuales, digitales— defienden, cuando no incitan a ella claramente, la algarada de la extrema derecha allá donde se encuentre. Y no se trata sólo de una complicidad ideológica. La economía los junta. La depredación de la caja pública a favor de intereses privados de todo tipo, de esos intereses financieros de quienes tanto dependen esos medios de comunicación. La violencia de sus proclamas llamando a un golpe de Estado, como ya muchos medios de comunicación y el mundo del dinero y los monárquicos hicieron desde que la Segunda República —incluso antes— empezó a andar aquel lejano mes de abril de 1931. Es como un violento anacronismo: se pasan el tiempo llamando a la intervención del ejército. La llamada más reciente: el conflicto migratorio en Ceuta. Los pone a cien esa violencia que mamaron de sus antepasados. La épica con que quieren solucionar un problema que no tiene nada que ver con la épica sino con la vergüenza y la más obscena negación de los derechos humanos. Les importan un pito esos derechos. La solidaridad no va con ellos. Cómo puede andar por los platós de televisión esa Cristina Seguí, fundadora de Vox con su entonces pareja Ortega Smith, que convierte un gesto de solemne humanidad en una refriega sexual entre una joven solidaria y un joven migrante exhausto y muerto de miedo. Qué pasa con esas televisiones. Este nuestro no es un país normal. No lo es. La democracia que hemos construido es frágil, paradójicamente cómoda para quienes van contra ella. Y demasiadas veces injusta con quienes la defienden con sus libros, con sus canciones, con sus documentales, con sus gestos y palabras que se verán hostilizadas por una justicia que se niega a borrar de sus actuaciones sus ancestros franquistas.

Cómo es posible que ni las fuerzas de seguridad (¿de seguridad para quién?, acabaremos preguntando) ni la justicia hayan intervenido en los largos meses de asedio al domicilio de Irene Montero y Pablo Iglesias. No me lo explico. A su puerta la violencia permanente, riéndose de cómo los niños sentirán en sueños la infame tabarra de una turba criminalmente incombustible. ¿Son fascistas quienes se mantienen cada día en ese cerco violento? No lo sé. Creo que sí. Pero no tengo ninguna duda: son esa mala gente que camina, que apesta lo que toca, como cantaba Antonio Machado en uno de sus poemas memorables.

¿Cómo es posible que se nieguen a aceptar el horror de tantas mujeres asesinadas —algunas de ellas con alguno de sus hijos— sólo en lo que llevamos de año? No se puede entender ese desprecio si no es desde la mirada cínica, inhumana, de los desalmados.

Los derechos de las mujeres, en juego

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Y cierro estas palabras escritas desde la razón y también desde la rabia y la impotencia: la pandemia maldita que nos azota desde hace más de un año y a saber hasta cuándo. Miles de muertos no han despertado en ellos ninguna compasión, ni un sólo gesto de solidaridad con las víctimas de la pandemia. Sólo les ha importado y les sigue importando destrozar al gobierno de coalición. La presidenta de la Comunidad de Madrid y ese alcalde de la ciudad a quien siempre vi con pinta de Forrest Gump —sin la inocente nobleza de Tom Hanks, claro está— han cambiado electoralmente muertos por botellines de cerveza. Y desde que ganaron las elecciones —¡qué saturación, dios, qué saturación!— ya están planificando su próxima victoria, una victoria que siempre será, como fue entonces, la del servicio a la patria. A la suya, claro. La patria de la exclusión de quienes no pensamos como ellos. La patria contra los versos de Miguel Hernández, contra la memoria de la legitimidad republicana, contra todos nosotros hasta que sólo queden ellos cuando la democracia ya sea la hermana gemela de aquella dictadura que impusieron sus padres y sus abuelos con una crueldad que sigue presente después de tanto tiempo. Me los imagino disfrutando a tope con las posibles listas de aquellos "veintiséis millones de hijos de puta" anunciados por sus militares. Todo sonaría como muy estrafalario si no fuera porque sabemos que el odio a la pobreza, a la diferencia, a esa dignidad igualitaria que debería ser de verdad la patria de lo común, los llena de una violencia que aterra: en las calles, en los platós de televisión, en las instituciones… Fascistas, reaccionarios, ultras, qué más me da. Sé sin ninguna duda lo que son: mala gente. Eso son. Para qué más. Para qué.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021)

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