Yo supe de los desaparecidos en la dictadura chilena del general Pinochet a los doce años, gracias a un director nacido en Grecia.
Cuando el ateniense Costa-Gavras dirigió Missing (1982) ya hacía tiempo que este ateniense, exiliado en Paris, había trabajado como ayudante de los franceses René Clement y Jacques Demy.
Missing era una película hecha con dinero de Estados Unidos y aunque no mencionaba al matarife chileno sí desvelaba la cooperación de la CIA en la persecución de opositores de izquierda y partidarios de Marx, ese alemán que tanto influyó en China (dicho sea al pasar).
Muchas años más tarde, cuando preparaba un monográfico sobre la atrocidad de la tortura desde una perspectiva estético-cultural (quizás influido por la temprana visión del film de Gavras), me serví de La batalla de Argel (1966), una película dirigida por un italiano, Gillo Pontocorvo, sobre la lucha por la independencia argelina frente a Francia que contaba con una productora italiana (Igor Film) y otra de Argelia (Casbah Films).
¡Un director greco-francés había mostrado aspectos de la realidad chilena y uno italiano se había aproximado a Argelia para contarnos la zona más oscura del imperialismo francés! Y aunque la lista de ejemplos es larga, creo que es suficiente con estas dos para plantear la idea de que el cine, como la literatura, es un lenguaje tendencialmente universal.
De entre todas las críticas a Emilia Pérez, el meritorio título de Jacques Audiard, quizás la más peligrosa sea la acusación de «occidentalismo» (¿de verdad alguien sigue hablando así?) o de «apropiacionismo cultural», el tipo de crítica ofendida que subyace al inquietante lema de que solo los mexicanos pueden hablar de México (como solo los vascos del País Vasco, solo los rusos de Rusia, algunos en particular), solo los españoles pueden describir España, y tal. ¿No suena al peor relativismo? ¿No funciona este argumento como un terrible arancel cultural?
El caso es llamativo, por lo demás, dado que cualquier persona con una mínima formación cultural conoce las relaciones literarias y cinematográficas de México con Francia. Cierta concepción del arte del artista francés (Breton en particular) y del saber (Leví-Strauss) estaban presentes en Libertad bajo palabra o El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Carlos Fuentes o Sergio Pitol integraron en su obra modelos y referencias del país que un día napoleónico y republicano (y, lamentablemente, por mucho tiempo) España expulsó de su tradición político-cultural. Pero el nexo es, desde luego, cinematográfico: el director aragonés Luis Buñuel formó parte de la edad de oro del cine de México. De entre toda su formidable producción en aquel país, y por citar solo ejemplos especialmente significativos, Ensayo de un crimen (1955) partía de un guion en el que participó Rodolfo Usigli uno de los grandes referentes del teatro mexicano mientras que la mexicana La muerte en el jardín (1956) adaptaba la novela homónima de Lacour.
Y por citar un precedente de la misma «ofensa identitaria» (en términos nacional-narcisistas como si el hecho de ser pobre –el malentendido con Audiard– fuera una mancha moral) Los olvidados –película con fuertes vínculos con la realidad hispana de Las Hurdes, tierra sin pan– fue denostada por el patriotismo mexicano por osar retratar una injusta realidad de pobreza y miseria suburbana: el premio al mejor director otorgado por el Festival de Cannes en 1951 supuso no solo el reconocimiento internacional de la película, sino la inclusión de un filme mexicano entre los reconocidos por la Unesco como «Memoria del Mundo».
El nexo cultural no fue episódico ni coyuntural. De nuevo por citar solo un caso con claras analogías inversas, la productora mexicana Piano participó en Anette (2021) de Leos Carax, un musical que obtuvo el premio a mejor dirección en el Festival de Cannes y también lo hizo en la poética (y terrícola) Memoria del tailandés Apichatpong Weerasethakul.
El «cinema nôvo» brasileño de los años cincuenta no fue una respuesta al cosmopolitismo sino a los clichés hollywoodienses del momento: una suerte de miopía de los grandes estudios o ignorancia etnocultural. A finales de los sesenta, países de lo que hoy con cierta frivolidad académica y no poca imprecisión conceptual se llama «sur global» ya ejercieron su derecho a contar historias frente a una mirada colonial. La sangre del cóndor (1969) denunció el programa de esterilización de mujeres bolivianas por parte de Estados Unidos pero la ira solo es una virtud del film de Jorge Sanjinés que es extraordinario por su estructura y fuerza visual. Lo que hizo grandes a títulos como Memorias del subdesarrollo del cubano Tomás Gutiérrez Alea fue tanto su intención social como su enorme calidad formal (su nexo artístico con las nuevas olas). Ya hay cine local como hay un cine, el del chileno Pablo Larraín, por ejemplo, que habla tanto de crímenes pederastas (El club, 2015) como de la vida de la británica Lady Di (Spencer, 2021).
En Bardo, la falsa crónica de unas cuantas (medias) verdades, (2022), el gran director mexicano Alejandro González Iñarritu pasó de puntillas por la forma en que el narcotráfico llevaba largo tiempo convirtiendo el bello país norteamericano –México– en un estado fallido en términos weberianos merced a la violencia de los carteles sobre todo en zonas como Sinaloa como recordaban, entre otras, las valientes novelas del escritor Eduardo Ruiz Sosa. Y lo que a algunos no nos gustó de Bardo no fue su enorme calidad artística sino la autocomplacencia y su indulgencia, su incapacidad para ver desde el interior. Por volver a un caso patrio, yo supe de la miseria de Almería por El reportero (1975), la magnífica película de Antonioni. A veces, para verlo todo, o para completar los ángulos de visión hace falta distancia y perspectiva (no) local.
Fue un alemán, por otro lado, Werner Herzog, el que supo contar cosas no contadas sobre la delirante, educada y criminal forma capitalista de maltratar en Wisconsin en la siempre reivindicable Stroszek (1977). La lista no se acabaría jamás.
Frente a los lemas del tipo «España para los españoles» o el «American First», hay un universalismo cultural ligado a solidaridades temáticas, fragilidades compartidas y a emociones humanas (la necesidad de redención, la desorientación, el amor). Es ése mismo lenguaje translocal que hace unos años volvió accesible el cine surcoreano de Bong Joon-Ho, Park Chan-wook o Kim Ki-duk, un cine que permite que la francesa Agnes Varda influya en Chloé Zhao, que Chagall o García Márquez influyan en Emir Kusturica, que Kurosawa adaptara El idiota o que el realizador filipino Brillante Mendoza esté claramente influido por el cine social hecho en Bélgica por los hermanos Dardenne.
Emilia Pérez no es una crónica social de México, sino un magnífico musical, con toda la edulcoración o inverosimilitud que se le quiera ver (algo no esencial pero habitual en el musical, como en la Anette de Leos Carax) y por tanto una estupenda película premiada en medio mundo. En lo que toca a la justicia social global, forma parte, según lo veo, de una visión cosmopolita crítica (crítica de la violencia global como ya hizo Audiard en la historia del refugiado de Sri Lanka Dheepan), una forma emocionante de hacer lo local global refractaria a los procesos de mercantilización o a la lógica globalista y neocolonial de la razón neoliberal pero también contraria a la presunta angelical inocencia de los localismos, a los adanismos contrailustrados y las nuevas visiones patrióticas del estado nación.
Hoy, el mundo está hiperconectado, frente a las murallas, las alambradas y el arancel cultural, el cosmopolitismo cultural es una herramienta en la lucha de la igualdad de la mujer como pone de manifiesto, por ejemplo, la obra de Naila Kabeer y la identidad que se abre camino –como insisten autores tan distintos como Anthony Appiah o García Canclini– no es rígida sino híbrida o intersticial. Si en la literatura poscolonial mejor conocida (Toni Morrison, Nadine Gordimer o Dereck Walcott, entre otros) era central la teoría de la hibridez cultural, hoy, los estudios de Homi K. Bhaba insisten en subrayar la tendencia definitiva hacia la desaparición del centro cultural. Se trata, al decir de este profesor de Harvard de origen indio, de dar una forma de las narrativas de la diferencia cultural en medio de la modernidad que es enemiga de las fronteras binarias: ya sean éstas entre pasado y presente, adentro y afuera, sujeto y objeto, significante y significado, hombre y mujer, mexicano y francés.
Nos contamos historias de otros lugares porque las emociones, los problemas, los sentimientos como la búsqueda de redención (o la compasión de la que por cierto no gozó su cancelada actriz principal) son universales. Los problemas a los que nos enfrentamos como humanidad –calentamiento global, acaparamiento de tierras, líderes loqui-malvados, pandemias, peligro nuclear– no tienen una respuesta ni nacional ni local. Es lógico que las historias del cine también hablen en universal.
El universalismo cultural, como nuestro planeta, gira y tiene forma circular. Por ello, este elogio vuelve donde empezó: cuando el senegalés Mohamed Mbougar Sarr ganó el Goncourt francés reconoció la deuda de gratitud con Roberto Bolaño, tan preocupado por la presencia nazi en América, un chileno universal.