El calorcito

Joaquín Jesús Sánchez

Treinta grados en abril: alegría. Pantaloncito corto, escote largo y espantosas chanclas para lucir pinreles. ¿Qué más se puede pedir en el país de las terracitas?

Calor ha hecho siempre, no hay que alarmarse. Las sequías son cíclicas y los montes se queman de cuando en cuando (son sus costumbres, hay que respetarlas). ¡Calma! No nos dejemos intimidar por el histérico globalismo ecoloco. Además, lo del cambio climático no está comprobado. El otro día, todo un vicepresidente castellanoleonés dijo que el CO2 y el efecto invernadero es una filfa, que él tiene un primo en nosedónde que se lo ha dicho. Todos tranquilos y otra de bravas, que el día está estupendo.

En Doñana, los de la Junta han abierto las compuertas al regadío. «Los flamencos no se comen, las fresas sí», ha declarado solemnemente un portavoz. El secarral otrora conocido como marismas ha despertado el interés de los ávidos emprendedores locales, que ya planean convertirlo en un parking o en un campo de tiro al lince. «Si tienen tan buena vista, que esquiven las balas», ha dicho un concejal. Mientras tanto, la bienaventurada asociación de esclavistas freseros (el «oro rojo», leo en un periódico) ha galardonado al presidente andaluz y al ministro de agricultura con el primer Premio Fresa por su apoyo al sector. Ojalá el chiste se me hubiese ocurrido a mí.

Me está dando una angustia tontísima con esto del acabose y eso que apenas llego a fin de mes. «Ansiedad climática», lo llaman. Lo mío es asco al sudor y a los tontolabas del veranito

Mientras tanto, los aguerridos terratenientes andaluces se entretienen arrancando olivares para sustituirlos por cultivos de regadío intensivo en la región más seca del país. Brillantísima idea, ¿cómo no se les había ocurrido antes? Pero la ofensiva calenturienta no solo ataca por tierra. Los océanos están de enhorabuena: se ha registrado la temperatura media más cálida desde que hay mediciones. Cada día más cerca nuestro anhelado sueño de pescar, directamente, los calamares fritos.

Me está dando una angustia tontísima con esto del acabose y eso que apenas llego a fin de mes. «Ansiedad climática», lo llaman. Lo mío es asco al sudor y a los tontolabas del veranito. Al que le gusten las calores que se compre un adosado en el desierto. Vesubio D’Or, ciudad de vacaciones. Si la cosa sigue así, pido asilo en Laponia. Hay mañanas de agosto en las que me he quitado la sábana como el que separa el papel de una magdalena. El horror.

En la bellísima villa de Madrid, el alcalde ha interrumpido su yincana (balonazos y caídas ridículas) para desadoquinar el centro y alquitranar bien negro. Este veranito, la creciente cofradía de aficionados al jaco podrá acercar la cuchara directamente al asfalto. Luego dirán que esta ciudad abandona a los más necesitados.

¿¡Cómo!? Me chivan por el pinganillo que Pedro Sánchez ha vuelto a usar el falcon. Que paren la transición energética: una golondrina hace verano. El batallón de aguerridos salvapatrias que se encorbató el bañador planea una quedada para esnifar tubos de escape. «Que se jodan los bolcheviques del Gobierno», brama, entre toses, su comprometido líder.

Los que sobrevivan tomarán el sol embadurnados en aceite de motor para demostrar que el melanoma es otro invento de Greta Thunberg.

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