Propósitos de año nuevo

En nuestro esmero por facilitar la vida de los lectores, el equipo de marsupiales que cada semana teclea la columna Aspavientos quiere ofrecerles una ristra alocada de propósitos de año nuevo. Usted puede agenciárselos sin ningún rubor: total, si no los va a cumplir, al menos que sean pintorescos.

Comencemos por las opciones tradicionales: perder trescientos kilos, sonreír más, ingerir más fibra, tontear con la antropofagia, dormir (por lo menos) ocho horas, enrolarse en Sendero Luminoso, aprender relojería, ordenar la biblioteca según la importancia de las materias (esto puede ocasionar acaloradas discusiones epistemológicas en su hogar), someterse a una cirugía de engrosamiento del peroné, aficionarse a la heroína, ganar un título nobiliario para su robot aspirador, fundar (al menos) una religión, asaltar un furgón blindado y adquirir con las ganancias una casa en las orillas de un lago; convertirse en la reina del baile de la promoción del ochenta y siete de un instituto en Oregón, traducir el Rigveda, la Ilíada y el Talmud al esperanto. Sacarse el carné de manipulador de alimentos, aprender todo lo que hay que saber de la negociación en un secuestro con rehenes, hacerse cartujo, agrimensor o funcionario de prisiones; hilvanar una aguja a la primera, comprar calzoncillos nuevos, descubrir los íntimos secretos del adobo, demostrar la hipótesis de Riemann (que dice que todos los ceros no triviales de la función zeta de Riemann tienen parte real ½).

Usted puede agenciárselos sin ningún rubor: total, si no los va a cumplir, al menos que sean pintorescos

Un poco más difícil: ser admitido en la Real Academia de la Lengua e incluir en el diccionario toda clase de palabros estúpidos que nadie utilizará jamás, comprar unos guantes a medida, cultivar la esgrima con espada bastarda, convencer a los anglosajones para que se pasen al sistema métrico decimal, instaurar una república intergaláctica, reconstruir Troya, memorizar el listín telefónico de Albacete 1983, buscar el reino de Dios y su justicia para que el resto se le dé por añadidura, remendar el cisma de Occidente, dar duros a cuatro pesetas, hacer otra lista con los mejores libros del año, convertirse en un virtuoso de la zanfoña, perfeccionar la nobilísima técnica del trasplante capilar, ganar la indulgencia plenaria.

Inventar un nuevo modelo de bragafaja, aprobar la enojosa oposición a auxiliar administrativo, planear dos o tres magnicidios, demostrar que el clarinete es el peor instrumento de todos cuantos existen, fundar una peligrosísima herejía que desestabilice los cimientos de la santa romana iglesia, guisar más consomé, renegociar los honorarios que le pagan en el periódico (guiño guiño, codazo codazo), adquirir una pequeña imprenta de tipos móviles, hacerse terraplanista, encontrar el dichoso libro segundo de la Poética, entender (de una vez por todas) qué tiene de emocionante la fórmula uno, estudiar en profundidad la defensa escandinava contra el gambito de dama, abandonar la ciudad y comprarse una cabaña en las montañas, enviar cartas bombas escritas con una caligrafía impecable, averiguar si la primera palabra que pronuncian los niños franceses es colaboracionismo, mantener los cristales limpísimos.

Más difícil todavía: pacificar Oriente Medio, quemar todos los cuadros de Dalí, diezmar al gremio de abogados del Estado, aprenderse los conciertos para mano izquierda de Maurice Ravel con la mano derecha, disfrutar de una impoluta pedicura, sisar el IRPF, adelantar siempre por la derecha, demostrar que el sabor de la manzana no está en la manzana sino en el contacto de la lengua con la manzana y gritar a pleno pulmón que ser es ser percibido, confeccionar una lista de los mejores propósitos de año nuevo, lograr desgravar gastos inverosímiles en la declaración de la renta, promover una proposición no de ley que condene a galeras a los indeseables que tosen en los teatros o dejar pagadas dos docenas de misas por el eterno descanso de su alma.

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