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Buzón de Voz

Rajoy ve nevar

Uno de los mayores éxitos del pensamiento neoliberal, por méritos propios y por debilidades ajenas, ha sido instalar en el imaginario colectivo la idea de que la derecha se caracteriza por una gestión rigurosa y eficaz ante los grandes problemas, mientras que las fuerzas progresistas estarían más preocupadas por cuestiones ideológicas o morales y serían un desastre a la hora de manejar los resortes del poder. El caos circulatorio tras las recientes nevadas sólo es un pequeño ejemplo que simboliza una gran falsedad. Lo preocupante ya no es que un director general de Tráfico demuestre una incompetencia sólo comparable a su falta de empatía, sino que Mariano Rajoy sigue viendo nevar tras los cristales, lo mismo da que se trate del temporal de nieve que de Cataluña, el modelo territorial, las pensiones, la precariedad laboral o la corrupción. Y preocupantes son también los síntomas de que la izquierda empieza a contagiarse de ese perfil político que da esplendor a Rajoy: la pasividad, el inmovilismo, el cortoplacismo, la patada hacia delante o el silencio hasta “esperar a que escampe”.

En un país mínimamente serio (de esos que podrían presumir de una Marca España), a estas horas ya llegaría muy tarde la dimisión o destitución del máximo responsable de la Dirección General de Tráfico (DGT), Gregorio Serrano. No sólo porque miles de conductores estuvieran atrapados durante horas en una autopista de peaje. No sólo porque Serrano se permitiera culpar del caos a los propios afectados porque algunos de ellos (¿cuántos?) no llevaran cadenas o no supieran ponerlas. No sólo porque decidiera no pasar el día de Reyes en su despacho en previsión de los problemas que el temporal anunciado causara en la Operación Retorno prevista sino en su domicilio de Sevilla. Eso sí: “con todo un despliegue tecnológico”, como declaró este lunes en Al Rojo Vivo. (Este hombre no se dignó siquiera a acercarse al centro de gestión de tráfico existente en la capital andaluza. Está claro que habría preferido acompañar a su jefe y padrino político, el ministro Juan Ignacio Zoido, al palco para ver el derby Sevilla-Betis mientras miles de ciudadanos pasaban la noche en la carretera). La gestión rigurosa y eficaz de la que hace gala la derecha se resume en el caso de Serrano en su intento de ocupar una vivienda pública que no le correspondía nada más llegar a la DGT y, lo que es mucho más serio, un balance muy negativo en lo que define el éxito o el fracaso de su función: siguen aumentando los accidentes mortales de tráfico por segundo año consecutivo después de una década de descensos.

La polémica suscitada por el caos en la AP-6 y en otras carreteras principales no debería durar un cuarto de hora a la luz de lo que el propio Mariano Rajoy exigió al Gobierno de turno desde la oposición: dimisión inmediata de la entonces ministra de Fomento tras un colapso circulatorio después de una nevada. Pero no. Ni siquiera ha pedido disculpas por haber definido como un “capricho faraónico” de Zapatero la creación de la Unidad Militar de Emergencias, la misma UME que ha rescatado a los miles de conductores atrapados en la autopista segoviana o que ha ayudado a apagar los peores incendios en distintos puntos de España.

En realidad produce vergüenza ajena (y propia) el desgaste de tiempo y fuerzas en la discusión sobre los errores cometidos ante un monumental atasco cuando los reflejos de una clamorosa incompetencia en la gestión gubernamental vienen plasmados por otras magnitudes como el coste del rescate de las cajas, el vertiginoso aumento de la deuda pública, el vaciamiento de la caja de la Seguridad Social, la incapacidad manifiesta para mejorar el modelo de financiación autonómica o el goteo incesante de casos de corrupción en el corazón mismo del PP. Si no mencionamos la precariedad laboral o la brecha de desigualdad es porque no pueden considerarse “errores” sino más bien mimbres fundamentales de las políticas conservadoras y sus consecuencias sociales.

Aún no hemos citado la cuestión que condiciona el presente y el futuro de la realidad política española: el reto independentista que venía articulándose en la última década y que ha estallado en los últimos dos años hasta llegar al colapso actual. Sería natural en cualquier democracia que cada mañana el presidente del Gobierno se desayunara con la interpelación general, desde la prensa y todo el arco político, para que asuma responsabilidades por la gravísima encrucijada a la que ha llevado al país por acción y por omisión ante el desafío del separatismo. Por acción puesto que hace años que Rajoy y el PP han venido utilizando de forma electoralista el conflicto catalán para cosechar votos en el resto del Estado. Por omisión porque no han querido o no han sabido confrontar en Cataluña el discurso independentista con propuestas capaces de evitar la mutación de ese catalanismo que no era antes partidario de la independencia. Que el 21 de diciembre se renovara la mayoría parlamentaria separatista es la demostración palpable de un fracaso. Pretender que un problema netamente político encuentre la solución por la vía exclusiva de tribunales y prisiones es democráticamente insostenible, por más que sea obvia la obligación de hacer cumplir las leyes y castigar a quien se las ha saltado. Sin embargo, lo que más parece preocupar a Rajoy y al PP desde el 21-D es el ascenso de Ciudadanos y no tanto el colapso institucional provocado.

Contagio a la izquierda

Que ilustres cabeceras de la prensa tradicional dependientes de una u otra forma del Gobierno hayan abrazado rápidamente con gran batería de elogios el éxito de Ciudadanos no debería sorprendernos. Al fin y al cabo el cálculo que hacen es el mismo que desde 2014 vienen haciendo desde el propio PP y desde ámbitos empresariales y financieros: lo importante es que finalmente la suma de PP+Cs (o viceversa), con el apoyo o el permiso del PSOE si fuera imprescindible (como lo fue en 2016) frene cualquier posibilidad de un gobierno progresista. Lo sorprendente es la facilidad con la que parece “comprarse” desde la izquierda la supuesta habilidad política de Rajoy, basada en su capacidad para hacer la estatua ante los problemas y dejar pasar el tiempo hasta que se pudran, estallen o sean otros los responsables señalados.

Entre el eco de cada nuevo auto judicial y la imagen de oportunas  inauguraciones en algún punto de Galicia cercano a su lugar de vacaciones, Mariano Rajoy ha pasado las navidades plácidamente mientras en Madrid era imposible que cualquier conversación con militantes o  votantes del PSOE o de Unidos Podemos no incluyera el interrogante con el que concluía este domingo el artículo semanal de Luis García Montero: “¿Dónde coño está la izquierda?”. En circunstancias tan excepcionales como las que está afrontando este país, sus dirigentes no pueden limitarse a opinar en Twitter durante más de dos semanas. Tienen derecho a vacaciones como todo el mundo, pero el resto del mundo (que es la ciudadanía, que es el electorado) tiene derecho a exigirles que planteen y lideren respuestas a los problemas por complejos que estos sean. (Y lo son).

Más vale que el silencio navideño no obedezca a una especie de apagón sobre la cuestión catalana (y española), porque extendería la impresión de que la izquierda corre el riesgo de contagiarse de ese ‘estilo Rajoy’ cuya principal característica es ver nevar y esperar a que escampe. O no, que diría el aludido.

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