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Lo que da sentido a nuestra vida

Lo escribo como lo recuerdo en este instante: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos." Lo reproduzco desde la memoria afectiva más profunda y antigua, desde una adolescencia decididamente influida por aquella obra inmensa que me abrió la puerta al universo mágico de la mejor literatura en lengua castellana e inclinó mis pasos vitales a la que ha sido y es mi profesión.

Cien años de soledad, que leí en el metro mientras iba a clase, acaso sea para el mundo la obra cumbre de García Marquez; lo es. Para mí supone el momento más decisivo de mi vida, ese en el que las cosas cambian para siempre porque tu universo interior y el mundo que lo rodea se diluyen, se transforman, modifican su rumbo y te hacen otro.

No fui consciente entonces, y creo que no lo he sido hasta la muerte de García Marquez esta semana.

Lo sé, porque lo primero que sentí al conocer la noticia fue la incómoda certeza de que jamás le entrevistaría, jamás podría decirle a él lo mucho que había supuesto para mí Macondo, su atmósfera, sus personajes, su forma de contarlo. No llegué a conocerle. Este privilegio que a veces te otorga nuestro oficio de tratar y conversar con personas objetiva y subjetivamente importantes no alcanzó su figura. Y lo sentí. Como también, inmediatamente después, la intensidad cierta del dolor por la muerte de alguien cercano, querido.

Supongo que ese adiós inesperadamente triste está conectado a esa realidad de identificar al autor con la obra que tanto me trajo. Aquel adolescente curioso e indeciso, tímido y despierto, fue descubriendo en los trayectos a clase y en alguna noche de sorprendido insomnio, un mundo que nunca pensó, contado con luces, colores y sabores tangibles, que se coló en su interior hasta quedar prisionero en la memoria y el corazón dictando desde allí ideas y caminos nuevos, admiración por el arte literario, deseo de emular, de buscar la perfección, fe en lo bien hecho y bien trabajado —me fascinaba su técnica de pulir poco a poco las frases, como el agua a los huevos prehistóricos del fondo del río— y una curiosidad por el periodismo, sus herramientas y sus valores, que me llevó a esto de contar lo que pasa como oficio de placer y compromiso.

Seguí leyendo, seguí aprendiendo, me dediqué a lo de informar y no dejé de buscar la forma y el fondo de lo que empecé a admirar entonces. Y ahí sigo: viviendo y aprendiendo. Creyendo y disfrutando del arte de contar.

Desde hoy con una muesca en el alma por la muerte de quien me abrió sin saberlo mi camino. Y nunca lo sabrá.

O quizá si, porque quizá ese sea el secreto de los que tienen el poder de la magia literaria: cambiar el mundo empezando por dar la vuelta a la realidad con la herramienta de ponernos ante el espejo; penetrar en nuestra esencia, en el corazón de la condición humana para enseñarnos lo que en realidad somos, lo que da sentido a nuestra vida.

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