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Tras el fin de la nueva política, vuelta al territorio… si nadie lo impide

Casi cuatro meses después de acudir a las urnas echa a andar la XV legislatura, y lo hace expidiendo la certificación oficial del fin del ciclo de la nueva política e inaugurando el enésimo retorno al territorio como terreno de disputa. Ninguna de estas dos cuestiones son nuevas ni han aparecido por generación espontánea, pero ambas presentan cambios cualitativos destacables.

La transmutación en Sumar del espacio político que ocupó Podemos y la incomparecencia de Ciudadanos certifican que el ciclo de la nueva política pasó definitivamente. Veloz, como los tiempos. Ocho años han bastado para que la sociedad española diera un golpe en el tablero político, acabara con el bipartidismo imperfecto y viera nacer, crecer y perecer a dos organizaciones que, sin duda, han impactado de forma sustancial en la política española. Podemos fue un revulsivo para la reinvención de la izquierda y Ciudadanos desplegó una pista de aterrizaje para Vox.

Si ese ciclo de la nueva política ponía el énfasis en la regeneración democrática, en el avance en derechos y libertades y, por su parte izquierda, en la lucha contra la desigualdad frente a los efectos de la salida neoliberal de la crisis de 2008, la legislatura que ahora empieza va a tener un nuevo protagonista. Un viejo conocido de la política española, que no en vano fue una de las cuentas pendientes que dejó la Transición: el territorio y su organización.

Quizá por esto el nuevo Gobierno esté intentando acentuar el eje social, consciente de que convertir la cuestión territorial en monotema no le beneficia

Puede parecer una paradoja que cuando los grandes desafíos —la revolución tecnológica, la crisis climática, los movimientos migratorios— son de evidente naturaleza global, y por ello nos quejamos a diario de la falta de una gobernanza adecuada para ellos, el énfasis político en España se vaya a poner en el territorio. Esta aparente contradicción no sólo no es tal, sino que forma parte de la reacción a esa globalización que nos hace sentir sin suelo bajo los pies. La “glocalización” lleva décadas estudiándose y entendiéndose como parte de la propia globalización.

En España la cuestión territorial fue uno de los grandes temas que quedó pendiente en el 78. Alcanzado un acuerdo de mínimos que probablemente no podía ser superado en ese momento, el Estado de las Autonomías ha ido evolucionando hasta encontrarse con un tope que, en aras de la equidad, obliga a su reforma.

Se trata, según distintos estudios, del asunto más divisivo de la sociedad española, un debate que recorre transversalmente el eje izquierda-derecha y que fracciona al país en territorios contrapuestos. Un viejo asunto que retorna eternamente en cuestiones culturales e identitarias como las lenguas, en aspectos económicos como el modelo de financiación, o en elementos políticos como el derecho a decidir. Por si fuera poco, el partido mayoritario del gobierno, el PSOE, a duras penas consigue articular una propuesta de consenso interno de la que se sienta orgulloso —es llamativo lo poco que ponen en valor su Declaración de Granada y la posterior actualización que proclamaron en Barcelona—, consciente de la división que el tema genera dentro del partido y en su propio electorado.

El debate territorial ha sido históricamente más fácil y rentable para la derecha que para la izquierda. Hay mucho procés en la explicación del auge de Vox, y cuando preguntamos por los motivos que llevaron a votantes de izquierdas a dejar de optar por partidos progresistas el 28M nos encontramos con los indultos, la reforma de la sedición y la malversación en las respuestas más habituales. 

En el lado conservador, el Partido Popular ha sido tradicional aliado tanto de Junts como del PNV, y podría seguir siéndolo si se despegara de la ultraderecha, algo que al parecer, de momento, no entra en sus planes.

En la izquierda el panorama es más complejo. Por un lado, conviven posiciones centralistas con modelos federalistas y confederales; por otro, la tradicional simpatía que existía hacia las organizaciones nacionalistas catalanas se resquebrajó con el , y aunque Bildu va ganando confianza en el conjunto de la progresía española, aún le queda camino por recorrer. Quizá por esto el nuevo Gobierno esté intentando acentuar el eje social, consciente de que convertir la cuestión territorial en monotema no le beneficia. La derecha política, judicial y mediática, por contra, va a hacer todo lo posible porque así sea, y los propios socios del Gobierno no dejarán escapar la oportunidad de hacer lo propio. 

Para conjurar este riesgo, la izquierda necesitaría acordar un mínimo común denominador en la cuestión nacional y aprovechar así la cohesión que la ofensiva conservadora puede regalar a los progresistas. 

Una paradoja, esta sí, real: mientras el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, eleva su perfil internacional como presidente del Consejo de la UE y por vocación propia, sus éxitos y la propia duración de la legislatura va a jugarse en la vuelta al territorio y las identidades. El siglo XXI nos tiene acostumbrados a estas cosas.

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