Resistir es perder

Trump nos tiene hipnotizados. Ha conseguido crear un “imperio de las fantasías” donde asistimos atónitos al frenesí de declaraciones y noticias, cada cual más escandalosa y horrenda que la anterior. Apenas queda margen para el análisis.

La velocidad a la que se suceden las provocaciones impide subrayar que todas se están encontrando con dificultades. La retirada de la nacionalidad a los niños nacidos en EEUU de padres migrantes la paró una jueza; la congelación de fondos a los Estados y a las entidades sin ánimo de lucro, otra magistrada; los aranceles a México y Canadá quedaron en suspenso, y China puso pie en pared con la irrupción de su IA, Deepseek. Esto no quiere decir que Trump no vaya a conseguir hacer lo que se propone, pero conviene hilar fino para salir de la hipnosis y ver dónde, exactamente, está centrando sus esfuerzos con mayor éxito. De momento, este punto parece ser el desmantelamiento de la administración pública norteamericana, especialmente de aquellos funcionarios o servicios que en su primer mandato le plantaron cara. No hay nada nuevo en esto. La reducción del Estado a mínimos fue el gran mantra neoliberal, que ahora sube enteros al no encontrar oposición enfrente y hace las delicias de los oligarcas tecnológicos, lo que contribuye a corroborar una alianza que sueña con hacerse con el poder absoluto: el político, el tecnológico y el financiero.

En política exterior, al margen de acabar con las organizaciones multilaterales, que para Trump y los suyos ejemplifican todo el mal, es dudoso que pueda ir más allá. Probablemente el mayor de los placeres lo obtiene Trump comprobando la incapacidad de Europa, supuestamente portadora de la democracia y la defensa de los derechos humanos, de hacer siquiera una declaración conjunta ante la provocación máxima de pretender convertir la franja de Gaza en un resort donde echar la toalla en la playa encima de los cadáveres que aún siguen desaparecidos: el 40% de los asesinados por los bombadeos y ataques israelíes –con munición estadounidense, por cierto– según un estudio publicado en The Lancet. A Trump no le ha hecho falta ni invadir la Unión Europea ni ponerle de momento más aranceles para desvelar su debilidad.

En este contexto se escuchan voces que, además de analizar lo que ocurre, comienzan a llamar a la resistencia. Con la mejor voluntad, claman para que desde las instituciones europeas y la sociedad civil se articulen medidas que lleven a resistir esta explosión del nacionalpopulismo. Sin embargo, como los estrategas recuerdan a menudo, la resistencia suele ser una muestra de debilidad, supone asumir el riesgo de que te rompan las filas y acaben agudizando las contradicciones y divisiones, y más tarde o temprano, la resistencia se vea agotada. 

La resistencia suele ser una muestra de debilidad, supone asumir el riesgo de que te rompan las filas y acaben agudizando las contradicciones y divisiones, y más tarde o temprano, la resistencia se vea agotada

En esta semana que se inicia un nuevo periodo de sesiones, cada partido inaugura su estrategia. Para aquellos que quieran plantar cara a la ola neoreaccionaria que tenemos encima, es importante recordar que la mejor defensa es un buen ataque, y eso implica necesariamente pasar a la ofensiva. Dejar las estrategias defensivas y activar varios frentes. Primero, el más sencillo, el reactivo, como hicieron hace unas semanas los diputados de la CDU que rompieron la disciplina de partido y consiguieron que saliera rechazada la moción que Merz, su líder, quería aprobar junto a los ultras de AfD para limitar la llegada de inmigrantes a Alemania. A ello ayudó, por supuesto, la masiva movilización social contra la pretensión de Merz. En el mismo sentido están empujando aquellos empresarios alemanes que, como hicieron en las elecciones europeas, llaman a no votar a la ultraderecha, y las manifestaciones que se van repitiendo en las distintas ciudades del país.

A este frente hay que unirle el ofensivo. Para eso es necesario entender de una vez –y llevamos ya varias décadas intentándolo–las razones últimas del malestar democrático y darles respuestas tanto desde las instituciones como desde la sociedad civil. En España, por no ir más lejos, el llamado “escudo social” debe convertirse en auténtico ariete contra la desigualdad, para lo que tiene que incrementar notablemente su eficacia, garantizando que llega al conjunto de la población; las dos grandes transiciones en marcha –la ecológica y la tecnológica– deben incorporar el criterio de justicia social en el centro de sus planteamientos, y las instituciones necesitan recuperar la confianza de la ciudadanía huyendo de cualquier provocación que lleve al enfrentamiento y a la consiguiente desafección. Como me habrán leído más de una vez en esta columna, la estrategia de la polarización tiene autores que ganan con el “todos son iguales” y, una vez instalado el mantra, que actúa como cortina de humo, es muy difícil revertir el daño.

Mientras esto ocurre, más nos vale a los demócratas de este Occidente que ya no sabemos si existe conseguir articular una idea de futuro deseable, un lugar al que queramos llegar. Huyendo del catastrofismo tanto como de lo naïf y el voluntarismo, partiendo del análisis fino de la realidad y enfrentándonos a todas las contradicciones de forma que consigamos construir ese futuro apetecible dando respuesta a los desafíos del momento. El Club de Roma ha elaborado cinco escenarios que muestran, una vez más, como todo estudio mínimamente serio, que el futuro no está escrito. Y ya saben, o lo escribimos o nos lo escriben.

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