Antes de que sea demasiado tarde

Los procesos de movilización social operan en muchas ocasiones como bolas de nieve, que se sabe cuándo empiezan a rodar pendiente abajo pero no se conoce ni cómo ni dónde pueden acabar. Para cuando se quieren detener, hay veces que es demasiado tarde. El propio Procés fue, en buena medida, víctima de esto. Hoy, lo vemos en la ultraderecha.

Las correas de transmisión que en los años 70 se establecían entre sindicatos y partidos hace tiempo que dejaron de ser lo que eran. Ni los sindicatos y los movimientos sociales están ya a la orden de ningún comité central, ni los partidos tienen capacidad suficiente para llamar a rebato. Hace décadas que las cosas comenzaron a ser más complejas, como bien saben los líderes de unas y otras organizaciones. Pensar, por tanto, que un partido puede arengar a las masas hoy y pedirles prudencia mañana es desconocer cómo operan los procesos sociales. Esto no quita, sin embargo, para que las formaciones políticas tengan su ascendente y por tanto su responsabilidad.

Las imágenes que estos días ocupan todas las pantallas con concentraciones ante las sedes socialistas muestran dos perfiles distintos. Ambos conservadores, pero con una clara diferencia entre quienes muestran su indignación abrazados a la bandera de España y quienes, presumiendo de estética ultra, reivindican el Cara al sol como himno, y saludan brazo en alto mientras ondean la bandera con el lema “La Constitución destruye la nación”. Son estos segundos, sin duda alguna, asociados a grupos ultras y a sectores jóvenes de Vox, quienes han acabado marcando la impronta de la movilización e instaurando un clima de tensión social de derivadas imprevisibles. El bloque negro de la derecha se apodera de las movilizaciones.

Ojalá la tensión social, los disturbios y la violencia paren de inmediato. De lo contrario, cuando algunos líderes políticos empiecen a temer por la dimensión que adquieren, puede ser demasiado tarde para pararlo

Vox no ha tenido reparo alguno en mostrar su adhesión a estas concentraciones. Desde el tuit de Abascal “Vamos a Ferraz” se han ido sucediendo en las concentraciones caras conocidas de la ultraderecha, tanto en Madrid como en otras ciudades. Por parte del Partido Popular la reacción ha sido tibia. Tras la presencia de Esperanza Aguirre en la primera concentración, no ha vuelto a verse a personajes de primera fila de la política nacional, pero tampoco ha existido, por parte de Feijóo, una condena clara a la violencia, tal y como correspondería al líder de un partido de Estado que ha gobernado y aspira a volver a hacerlo. En su lugar, los conservadores “respetables” han rechazado los comportamientos violentos, pero culpando de ello a Pedro Sánchez, como si se tratara de una pirueta discursiva más para criticar al Gobierno. 

Desde el año 2018 una parte de la derecha española ha acusado al Gobierno de coalición de ser ilegítimo. Los insultos contra Pedro Sánchez y sus ministros y ministras han sido tan abundantes y cotidianos que ya han dejado de asombrar, y en las últimas semanas se les acusa de acabar con la democracia y dinamitar el Estado de Derecho. Todo ello plagado de un lenguaje militar que ha conquistado la escena pública. "Es el momento de dar un paso al frente, pasado mañana será tarde", decía hace unos días Cuca Gamarra interpelando a Page y otros líderes socialistas para que se desmarcaran de la línea socialista.

El manifiesto que se leyó este domingo en las plazas va en la misma dirección:

“En esta ocasión, la amenaza se redobla porque es el presidente del Gobierno el que, tras perder las elecciones y con la única intención de perpetuarse en el poder, se ha puesto al frente del movimiento independentista que busca derrotar al Estado, buscando romper la igualdad entre los españoles, amordazando a jueces y fiscales y humillando a nuestro país. 

Están vendiendo la libertad y la igualdad de los españoles y lo hacen como suelen hacerlo los delincuentes: a escondidas, ocultándose, engañando.”

Cuando llegan momentos delicados donde decisiones como la amnistía generan todo tipo de posicionamientos, conviene extremar la prudencia, y cualquier actor democrático —político, mediático, social o judicial, entre otros— debería mostrar su opinión, favorable o contraria, velando por que la conversación pública se desarrolle en contextos de libertad y sana discrepancia. Lo que vive España en estos momentos es exactamente lo contrario: desde el CGPJ pronunciándose sobre una ley que aún no se conoce, hasta asociaciones de guardias civiles afirmando que defenderán con su sangre la unidad de España, alentados unos y otros por líderes políticos que o participan directamente en las concentraciones violentas con signos fascistas o intentan mirar a otro lado. ¿No va a haber, en ningún lado, espacios de debate seguros?

Cuando el clima social lleva tanto tiempo crispándose es muy fácil que cualquier chispa genere un incendio. Antes de que sea demasiado tarde, quienes tienen un ascendente público harían bien en recordar que tienen también una especial responsabilidad de velar para que ese debate pueda producirse. Esto no será posible con el Cara al sol en la puerta de Ferraz, las descalificaciones sistemáticas a los contrarios políticos y las acusaciones de dinamitar el Estado de Derecho y la democracia. La contundencia y gravedad de cada acusación requieren una argumentación proporcional.

Ojalá la tensión social, los disturbios y la violencia paren de inmediato. De lo contrario, cuando algunos líderes políticos empiecen a temer por la dimensión que adquieren, puede ser demasiado tarde para pararlo.

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