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¿Para qué hablar si podemos zurrarnos?

Ha sido esta una semana rica en imágenes vibrantes cuyo eco aún resuena con trazas de un prometedor futuro por delante, porque vamos a seguir hablando de ello.

Desde la anunciada pero sonora caída de Pedro Sánchez, hasta el último arrebato ultranacionalista de la ex burguesía catalana, pasando por el Premio Nobel al Santos del NO, o la feliz coincidencia en la Audiencia Nacional de la más selecta agrupación de corruptores y corruptos de la España del postpelotazo en los juicios de Black y BlackGürtel, sonoros nombres foráneos para dos historias de amiguetismo de hispánica factura (no están todos los que son, aunque presuntamente sean todos los que están).

Todas pugnarán en diciembre por ocupar un merecido espacio en los resúmenes anuales de las teles y los periódicos.

Pero me permitirá el amable lector –que me lo permite casi todo, incluido disentir de vez en cuando de la línea editorial de este medio que pese a todo me acoge en su seno desde el minuto uno–, que centre la mira de este modesto disparo semanal en una imagen congelada de poderosa elocuencia, de más recorrido global que nuestras modestas disputas patrias.

Es la de ese parlamentario europeo que no quiere serlo, yacente en un pasillo del Parlamento de Estrasburgo después de haber tenido algo más que palabras con otro parlamentario que al parecer tampoco se siente orgulloso de ello. El cuerpo extendido, los brazos ligeramente adelantados, las piernas abiertas y el maletín aún en la mano izquierda, tal parece que se ha caído desde un piso superior, pero ya se ha confirmado quedó así tras un desvanecimiento. Las primeras e inquietantes informaciones hablaban de que había quedado gravemente malherido tras una pelea con un compañero parlamentario, de su mismo país en incluso partido –¿quién dijo aquello de que hay, en grado ascendiente de peligrosidad, adversarios, enemigos y compañeros de partido?–, que éste le había zurrado con tal determinación y ahínco que le había quitado el sentido. Luego se fue aclarando que no, que esa imagen del tipo tirado en el suelo no era la consecuencia directa del desencuentro, sino producto de un desvanecimiento posterior en el que quizá tuvo algo que ver el par de guantazos que le arreó el colega.

La víctima se llama Steven Woolfe, y el otro en disputa Mike Hookem. El primero, ya recuperado aunque estuvo grave, ha dicho que tranquilos, que no ha pasado nada, que se siente “feliz, sonriente y con mucha energía”. El segundo, que tampoco fue para tanto, que intercambiaron palabras gruesas y acaso algún empujón, nada serio.

El incidente tiene mucho de riña tabernaria muy del estilo inglés, con rotura añadida de cristales de ventanal, pero tiene mucho más de reflejo del talento y el talante de esa clase política británica que ha conseguido capitanear un error histórico que el Reino Unido y la propia Unión Europea probablemente lamenten durante mucho tiempo. Éstos que resuelven sus diferencias a golpe de puño, han abierto una curiosa derivada de hooliganismo parlamentario que era desconocido en Estrasburgo y probablemente también en Londres, donde las disputas parlamentarias pueden dirimirse con enorme violencia verbal, pero siempre con una exquisita formalidad hija de una tradición parlamentaria que recorre siglos de la historia de Europa. En ese sentido, puede resultar hasta divertido, que los tipos que hace unos años plagaban Benidorm de puñetazos y vómitos, ahora creciditos se peguen en la pacífica y aburrida Estrasburgo.

Pero el incidente va, me temo, mucho más allá.

La disputa de Woolfe y Hookem, apellidos de inevitable resonancia animal y piratesca, es la expresión más palpable del talante de estos tipos que han conseguido aprovecharse del miedo para crecer en política y meterle un gol a su propia ciudadanía que quizá ni ellos mismos pensaban conseguir. Estos diputados de un partido racista y xenófobo, violentos ellos, han desnudado en su batalla la realidad del carácter de quienes han liderado el exabrupto que saca al Reino Unido del tren de Europa.

Las urnas nunca se equivocan. No lo han hecho en España, ni en Colombia, ni lo hicieron con el Brexit, porque a pesar de la tentación que algunos tienen de pensar que el pueblo es imbécil cuando lo que decide no es lo que uno piensa, un elemental principio democrático llama a asumir sin condiciones un resultado electoral cuando es honrado, cuando no tiene cocina.

Ahora bien, sí existe un componente de manipulación y engaño en el que esos votantes que dibujan un paisaje inesperado pueden navegar por culpa de esa clase a la que votan, los urdidores del acuerdo que aceptan o rechazan o los líderes del cambio histórico que prometen un mundo feliz si apoyamos sus tesis. Manipulación y engaño en el que hay también un componente de responsabilidad de los medios de comunicación que entren a la batalla a veces sin dejar claro que están en ella. Y eso es mentir, eso es engañar.

Los del partido de Farage –que ha tenido que volver para sujetarlo después de haberse ido– reconocieron tras el referéndum que no sabían qué pasaría una vez conseguido el NO. Lo que importaba era salir, desconectar, ser directores de un proceso que cambiara una realidad que a ellos no les gustaba aunque no supieran y aún desconozcan el rumbo ni el destino al que hay ahora que dirigirse.

El error

El error

Lo que sí sabemos hoy, cuando ya es tarde para volver atrás, es cuánto y en cuánto aprecio tienen el respeto a la discrepancia.

Esa quizá sea la lección, la enseñanza, la conclusión más evidente y fructífera de esta imagen: cuidado con los que venden mundos ideales con brújula de plástico y sin puerto de destino. El viaje sin destino es la obviedad del viaje a ninguna parte, y suele terminar en naufragio. Y hasta es posible que en algún momento de la travesía descubramos que en el puente del barco a la deriva hay un grupo de sujetos que gustan del natural arte de dirimir sus diferencias a puñetazos, que es una forma bastante elocuente de mostrar el escaso afecto por el diálogo civilizado.

Por la democracia, vamos.

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