Muros sin Fronteras

La ciudad que nunca duerme

Es la primera vez que me sucede, y no es culpa de Donald Trump: me ha costado conectar con Nueva York, una ciudad mágica, tal vez por el cine y la televisión. Dejé de ver el escenario en el que se representa a sí misma las 24 horas al día para ver la tramoya en la que suben y bajan los decorados. Vi las tripas, la impostura del marketing de un modelo de vida.

El jet lag es el cansancio, la desubicación y el sueño que padecemos tras un viaje a través de varios husos horarios. Gabriel García Márquez –o Julio Cortázar, que hay controversia sobre la paternidad de la cita– dijo que se debe a que el alma es mucho más lenta que los aviones, por eso tarda unos días en alcanzar el cuerpo. Puede que mi desconexión inicial sea un jet lag intelectual en el que se me descuadraron las palabras y las imágenes.

Ocurre en las relaciones, en los libros y en las películas. La conexión depende más de nuestro punto de vista, de nuestra sensibilidad, que del elemento exterior. Es cierto, tiene razón: una mala película lo será siempre sin importar el estado de ánimo del espectador, pero saben a qué me refiero. La forma del agua de Guillermo del Toro, que me fascinó, depende del momento emocional del espectador. Las experiencias que entran por la piel, no solo por los ojos o los oídos, son las que permanecen.

Han transcurrido diez días y he dejado de buscar defectos de la ciudad para dejarme llevar, y estar. En este segundo verbo se encuentra la clave de todo viaje. Estar exige paciencia, no forzar, esperar. El buen viajero no busca, encuentra.

Vivimos en un mundo tan acelerado, nosotros y los objetos observados, que resulta imposible encontrarnos en un punto de observación. Si nos pausamos, es la ciudad la que se acelera. Si la ciudad se detiene, seguimos corriendo.

Casi siempre viajamos con todo empaquetado –maletas, ropa, vida, personas y países– en un safari urbano de 10 días con todo incluido. Aunque es la única opción para muchos, dentro de ese viaje puede suceder lo inesperado, la chispa que hace saltar la monotonía por los aires. A veces puede ser una frase, una mirada, una sonrisa.

El viaje, como las emociones y la película de Del Toro, tampoco depende del exterior, sino de la capacidad de cada cual de dejarse sentir, de abandonarse, de salirse aunque sea un segundo del papel de seriedad adjudicado por el entorno social.

No son solo los políticos y el clima de xenofobia que agitan de manera irresponsable, son más bien los tiempos que vivimos. Nos hallamos ante una transformación brutal impulsada por las nuevas tecnologías que deshumaniza a unas ciudades inundadas de franquicias. Casi se puede viajar sin salir del hábitat en el que nos movemos cada día.

Y deshumaniza a las personas que dejaron de hablarse. La comunicación quedó reducida al WhatsApp y a los mensajes de voz. Hablábamos de Nueva York, paradigma de una tendencia, no de África ni de nuestros pueblos cada vez más vacíos.

Desaparece la sorpresa, no solo de la observación turística, también de nuestras vidas, y con ella se esfuma la posibilidad de rebeldía (menos en Francia, claro). Vivimos sedados por una falsa idea de confort y de miedo a perder lo poco que tiene cada uno.

Las ciudades fotocopiadas que se representan a sí mismas durante diez días a través de sus monumentos se están autodestruyendo. La inercia de los viajeros que anhelan autenticidad a través de los llamados pisos turísticos, para escapar del viaje empaquetado, están destruyendo los centros históricos. Manhattan es en realidad un gran centro ya destruido. Todo son moles y coches, faltan las personas. Quedan algunos barrios, como el Bronx o Brooklyn que se resisten.

Las termitas turísticas vacían los centros de las ciudades. Suben los precios de los alquileres en busca del maná y modifican las tiendas, que dejan de ser de barrio para convertirse en otras de recuerdos para turistas. Quizá mi problema inicial con Nueva York es haber percibido por unos días la ciudad sin alma a la que nos dirigimos.

 

Disponemos de más medios técnicos que nunca para informarnos de la realidad que nos rodea y estamos menos informados y más expuestos a la manipulación. No soy un nostálgico del mundo lento que se fue. Hay cientos de periódicos digitales que hacen excelente periodismo. El problema vuelve a estar en nosotros: hemos sustituido la lectura pausada de un periódico en papel por el picoteo de webs y blogs. Lo malo es que a ese picoteo insustancial lo llamamos información. Es posible que sea solo una etapa en un cambio cultural.

De momento van ganando los malos. Nos dirigimos a un mundo cada vez más injusto, salvaje y despiadado. En Nueva York no se ve a los más ricos porque parecen etéreos, capaces de viajar en un mundo paralelo sin salpicarse. Están después los bastante ricos, el glamur, algo de lo que carecemos los españoles, las celebrities y el decorado de una ciudad que se vende a sí misma como nadie en este mundo. Todo es cine y –regreso a mi problema inicial– decorado.

Después están los pobres dispersos en una amplia gama de grises: los más afortunados tienen trabajo en la construcción –hay obras en cada calle; la economía funciona otra vez—o en los comercios. Algunos viejos (de mi edad) complementan su pensión como cajeros por horas en un supermercado. Cada edificio de pisos y apartamentos tiene su portero uniformado. Es el pleno empleo, como en China. Y después están los sintecho, los invisibles.

La deshumanización tiene que ver con este capitalismo salvaje. Nadie ayuda a nadie, nadie ve a nadie. Parecemos autómatas con orejeras. El otro día se cayó una joven en la escalera del metro de Union Square y acudí en su ayuda. Lo primero que hicieron sus ojos fue vigilar el bolso. Una amiga me dijo: “Nadie ayuda porque tienen miedo a que te denuncien por cualquier cosa”.

Me gusta Nueva York porque tiene capas de cultura. En ella viven decenas de ciudades que se superponen unas a las otras. Madrid está consumida por la política en B de los que dicen “no” a todo, y por una toxicidad xenófoba similar a la que padece EEUU. Nos queda París, como en la canción, siempre nos queda el París de los chalecos amarillos porque no importa cuántos sean los fracasos, todos sabemos que debajo de algún adoquín hay arena de playa.

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