Yo no he matado a nadie, salvo a mi hermano y algunos elefantes

La muerte de la reina Isabel II ha sido la noticia del mes; el despliegue informativo global no ha escatimado horas ni medios, tampoco en España, donde la nota la dio la presidenta de la Comunidad de Madrid, que siempre quiere ser, como dice la canción de Cecilia, “el niño en el bautizo y el muerto en el entierro”, y que esta vez declaró tres días de luto oficial en la región, en señal de duelo. Pero más allá de estos detalles excéntricos y de los inevitables rasgos folclóricos del suceso, que nos recuerdan que las casas reales se mueven entre la crónica política y la prensa rosa, o demagógicos –entre otros la presencia, guardando cola durante doce horas para rendir tributo a la muerta en su capilla ardiente, de David Beckham–, la cobertura del acontecimiento, al que no se le puede negar su trascendencia histórica pero sí la desproporción con que se ha difundido, podría hacernos pensar que semejante demostración de músculo, con todo el quién es quién de la política mundial en el funeral, va encaminada a restaurar la imagen romántica de las monarquías, unas instituciones que resultan paradójicas en una democracia.

Retransmitido a todo el planeta, el espectáculo tiene su puesta en escena, como es lógico, y en él todo da la impresión de estar estudiado hasta el más mínimo detalle, que cuida cada uno de los mandatarios presentes, sabedor de que las cámaras lo escrutan, más que enfocarlo, así que nadie da puntada sin hilo ni deja nada al azar, se mide y prepara cualquier cosa, desde el hecho simbólico de que el rey Felipe VI se santigüe ante el féretro y la reina Letizia no, media España para cada uno, hasta las idas y venidas, desaires e incompatibilidades de los hijos de Carlos III y sus respectivas esposas. Pero hay alguien que se sale del plan sin salirse del protocolo, y es el emérito Juan Carlos I. Su presencia en la capital inglesa no parece que sea del agrado de su hijo y su nuera, que cada vez que se les acerca dan un respingo como el de quien lleva un traje blanco y ve acercarse a un mecánico cubierto de grasa o un niño embadurnado de chocolate. Y su llegada a la abadía de Westminster, junto a su esposa doña Sofía, juntos pero guardando las distancias y sin mirarse, ha levantado mil y un comentarios que dicen lo mismo: este matrimonio no se habla. Así que su mujer no le dirige la palabra y su hijo sospechamos que no quiere verlo ni en pintura, al menos con testigos. Y él, según se rumorea, no lo entiende: “¡Ni que hubiera matado a alguien!”, se asegura que ha exclamado, molesto por tanto ninguneo.

La costumbre de proteger la reputación de Juan Carlos se mantuvo hasta que los escándalos e irregularidades cometidas durante décadas arruinaron su imagen

Sí que mató a alguien: a su hermano, aunque a todas luces se tratara de un accidente, y luego algunos elefantes, como el que le obligó a comparecer con el famoso “lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir.” El tiro desgraciado que acabó con la vida de Alfonso de Borbón pudo ser una fatalidad provocada por una irresponsabilidad –el protagonista le confesó al historiador Paul Preston que jugaba con el arma cuando se abrió una puerta, le golpeó el brazo e hizo que se escapara la bala fratricida–; pero hay algo sintomático en el después de esa tragedia y es que tanto la dictadura como la democracia le cubrieran las espaldas: Franco ordenó publicar en la prensa del movimiento que el muchacho había sufrido “un accidente, mientras limpiaba un arma” y que sólo se reprodujeran fotos de cuando los hijos de don Juan eran niños, aunque en el instante del drama su primogénito tenía dieciocho años y una formación militar en la que no debieron de enseñarle gran cosa, si no aprendió que no se apunta a la cabeza de nadie con un arma real. La costumbre de proteger su reputación se mantuvo hasta que los escándalos e irregularidades cometidas durante décadas arruinaron su imagen. Antes de eso, se echó tierra periodística y oficial sobre el hecho relevante de que lo había sentado en su trono un dictador que, desde luego, lo educó para seguir con el tinglado de su régimen siniestro. Esa lección parece que sí la aprendió, si es verdad lo que se dice en el reportaje documental Salvar al rey, donde antiguos miembros de los servicios de inteligencia afirman categóricamente que Juan Carlos I fue “el motor del golpe” intentado el 23 de febrero de 1981 y que su única condición para encabezarlo fue: “A mí, dádmelo hecho.”

Las dos últimas declaraciones, por llamarlas de algún modo, del emérito han sido los famosos “¿explicaciones de qué?” y ahora este “¡yo no he matado a nadie!”, y una y otra explican bien el concepto que el anterior jefe del Estado debe de tener de sí mismo y de sus derechos ilimitados, ya que así los avala la Constitución, que le otorga la categoría de persona inviolable o, dicho en plata, inmune a la ley. ¿No es mi cara la que sale en las monedas? Pues entonces, son mías y me llevo las que quiera. Yo prefiero la república, pero respeto que otra gente acepte la monarquía, porque una democracia consiste en eso, en que cada cual defienda sus ideas, aunque también consiste en que se vote, se elija a nuestros representantes y estos lleguen a sus puestos con el aval de unas elecciones, algo que, obviamente, no ocurre en el caso que nos ocupa y que, en mi opinión, no soluciona el carácter representativo de la Corona, dado que en momentos determinados sí que salen sus representantes a decir esta boca es mía, unas veces porque Tejero entra a tiros en el Congreso y otras porque el independentismo catalán se monta unas urnas en la calle y declara la secesión durante diez segundos. Una buena idea, para empezar, sería que Felipe VI, cuyos intentos por limpiar lo que ha manchado su padre son evidentes, renunciara a esa inviolabilidad que tantas sospechas y recelos levanta entre la población. Hacerlo sería enterrar en los jardines de La Zarzuela los trozos del espejo roto de su progenitor, un hombre que, a estas alturas, es la encarnación viva de la frase “torres más altas han caído.” Todo un aviso para navegantes.

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