Qué ven mis ojos

... No lo llames democracia

“La matemática neoliberal es fácil de entender: cuanto más desequilibrio, mejor les cuadran las cuentas”.

Hay dos mundos, el que se ve y el que nos cuentan. Y en ese terreno, ocurre muy a menudo que quienes se dedican a lo que la terminología de moda llama construir el relato, que es el equivalente a hacer con las palabras lo que cuando se hace con números se llama ingeniería financiera, lo tergiversen en beneficio propio, hablen para que no se sepa lo que dicen, con el fin de esconder lo que ocurre tras una cortina de humo o, simplemente, de hacernos mirar hacia otro lado mientras vacían las cajas registradoras, porque esa gente no está aquí para trabajar, sino sólo para llevarse la recaudación. En España puede faltar pan en algunas mesas, pero sobran ruedas de molino y personas dispuestas a comulgar con ellas. Mala cosa, porque la fe es un arma de doble filo: tanto, que ponerse una cruz y tacharse pueden llegar a ser la misma cosa.

El neoliberalismo es un cuchillo que corta en dos el planeta: a un lado, la oligarquía que lo gobierna con mano de hierro y se reserva la parte del león; al otro, el resto. En la parte soleada, que si hablamos de dinero y poder siempre es el norte, nada en la abundancia la minoría que se reparte los beneficios; en el frío sur, millones de seres humanos chapotean en sus vidas; unos esquían al llegar el invierno; otros tratan de avanzar hundidos en la nieve hasta la cintura. En el país con más horas de sol de toda Europa, por ejemplo, se ponen todas las trabas administrativas imaginables a la energía fotovoltaica, para favorecer a las grandes empresas hidroeléctricas, a cuyos consejos de administración van a parar innumerables políticos que, por pura lógica, las habrán tratado a cuerpo de rey cuando tuvieron mando en plaza. La lista de antiguos ministros que han pasado, a través de una puerta giratoria, de las instituciones públicas a los consejos de administración privados, es tan larga que más que un artículo necesitaría una enciclopedia.

Sal del armario y cuando ya estés fuera, préndele fuego

Ahora que, por fin, parece que bajan las temperaturas, empieza a subir los recibos de Iberdrola, Endesa y Gas Natural Fenosa, de manera que a la vez que muchos ciudadanos tienen que pensárselo dos veces antes de encender una bombilla o una estufa, porque las tarifas han subido una y otra y otra y otra vez, hasta encarecerse un cincuenta y tantos por ciento desde que comenzó la crisis, en el año 2008, resulta que esas mismas tres compañías han ganado, según los cálculos más elevados, cincuenta y siete mil millones de euros, y según los más benévolos, algo más de treinta y siete mil. Eso no suena muy justo, ni por extensión, muy democrático.

El salario mínimo en nuestro país es de 707,70 euros mensuales, distribuidos en catorce pagas. Según los datos que proporciona la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), el presidente de Iberdrola gana unos 43.000 euros diarios; su colega de Endesa, se llevó el pasado ejercicio 3,06 millones; su consejero Miguel Roca Junyent, el abogado de la infanta Cristina, obtuvo 276.000 euros en ese mismo periodo, entre su sueldo y sus dietas. El jefe de Gas Natural, por su parte, cobró en seis meses, hasta junio, 1,6 millones. Y de forma paralela, se le cortó el suministro, por impago, a quinientos mil hogares.

Ahora, las hidroeléctricas han empezado una campaña para convencer a sus víctimas de que el incremento de la factura, que supera el doce por ciento en los últimos meses, está causado por la sequía. El botín de los tres gigantes, en el primer trimestre, ha sido de 1.378,6 millones de euros, pero sostienen que eso marca un 10,46% menos respecto al mismo período de 2016 y dejan entrever que eso tendrá consecuencias para los consumidores, porque no van ellos a bajarse sus remuneraciones, hasta ahí podríamos llegar. Y todo lo harán impunemente, a cara descubierta, sin que nadie les pare los pies. Les pido disculpas por el título demasiado largo de este texto, y les pido que lo entiendan: la indignación necesita su espacio. Llámenlo negocio, pero no lo llamen democracia.

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