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El regreso del Campechano

Soy de aquellos a los que les gustan las cosas claras y el chocolate espeso, así que comparto con regocijo la idea expresada hace unos días por Cristina Fallarás en un artículo titulado Que vuelva Juan Carlos I, por favor. Un republicano, en efecto, no tiene el menor problema, al contrario, en que el Emérito vuelva a casa por Navidad. Se confirmaría así de una puñetera vez lo que los republicanos llevamos meses anticipando: que las investigaciones sobre sus presuntas corruptelas no llevarían a ninguna parte, que serían archivadas por falta de pruebas, prescripción, inviolabilidad o, si es menester, intervención divina. Que los cortesanos aprovecharían el carpetazo para salir en tromba exigiendo que se le rindan homenajes, pleitesías y desagravios. Y que la Prensa bizcochona, que durante lustros silenció sus desmanes, repetiría la ajada y cansina monserga de sus servicios a la patria durante la Transición.

Si el regreso a España del Borbón campechano plantea algún problema, este lo tienen más bien su hijo y su nuera, que deberían afrontar una situación incómoda. Leo en El País que el Gobierno deja en manos de Felipe VI la decisión sobre el regreso de su progenitor. Normal, todos sabemos que fue el preparadísimo monarca actual quien lo puso de patitas en la calle en el verano de 2020 para intentar desmarcarse de sus pillerías y aparentar decencia. Aunque, bueno, la vuelta del Emérito también resultaría embarazosa para Pedro Sánchez y esos socialistas que afirman que sus presuntas irregularidades económicas y fiscales no tienen nada que ver con la institución monárquica. ¡Menuda sandez! Como si Juan Carlos no hubiera cobrado presuntas comisiones fiscalmente opacas precisamente por ser el jefe —y, luego, exjefe— del Estado español. Como si ustedes y yo pudiéramos exhibir nuestra influencia y nuestros contactos para mediar en la construcción de un AVE a La Meca o la venta de armas a autocracias del Golfo.

Un republicano no tiene el menor problema en que el régimen vuelva a exhibir sus vergüenzas con el cierre en falso de los líos del Emérito y su regreso a la patria

No, un republicano no tiene el menor problema en que el régimen vuelva a exhibir sus vergüenzas con el cierre en falso de los líos del Emérito y su regreso a la patria. Un republicano sabe que la corrupción es intrínseca a la institución monárquica. ¿Que por qué lo sabe? Pues muy sencillo: porque un republicano está a favor de la meritocracia y la democracia, porque considera taxativamente injusto que alguien esté destinado desde su nacimiento a ocupar la jefatura del Estado de modo vitalicio e inviolable. Sin presentarse jamás a unas elecciones o, al menos, unas oposiciones, tan solo porque un buen día sus padres echaron un polvo.

Fuera caretas, pues. Vuelva a casa don Juan Carlos, reciba los parabienes de las reinonas de las mañanas televisivas y cúlpese de todos sus pecadillos a esa retahíla de malas compañías que se han aprovechado de su proverbial bondad: Corinna Larsen, los jeques del Golfo, Iñaki Urdangarin, Manuel Prado y Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, Alfonso Armada… Hasta sería bueno que su hijo se lo perdonara todo —la lubricidad, los disgustos a mamá, los negocietes turbios, los engaños al fisco…— y le devolviera la paguilla y dejara vivir en palacio. No es bueno que la familia esté desunida.

Los vergonzantes monárquicos del centroizquierda nos predicaron durante lustros que, a falta de legitimidad democrática y meritocrática, la monarquía era buena para la siempre complicada España como factor de ejemplaridad pública y privada y cemento de la unidad territorial. Urdangarin y el propio Juan Carlos desmintieron clamorosamente lo primero; Felipe VI, con su partidista belicosidad en la crisis catalana, se cargó lo segundo. Ahora a esa gente tan solo le queda el argumento de que el país tiene problemas más graves que la forma del Estado, lo que viene a ser como decir que uno no debe cuidar su colesterol porque ha atrapado una gripe. Pero sea, aceptémoslo. No somos los republicanos los que vamos a proponer que el pueblo español sea consultado democráticamente sobre el asunto en los próximos años, no tenemos la menor prisa. Entretanto, asistimos —con regocijo, insisto— a la tozudez con que la Casa de Borbón se pone en evidencia. Está en su naturaleza.

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